Misioneros de la fe

Homilía pronunciada por D. Jesús Catalá, Obispo de Málaga, en la ordenación de tres nuevos diáconos, Andrés Conde, Juan Pablo Jiménez y Maiquel Hernández.

1. El apóstol Pablo, al conocer la fe y la caridad de los cristianos de Éfeso, da gracias a Dios y les recuerda en su oración al Señor. Tomando sus palabras, «también yo, al tener noticia de vuestra fe en el Señor Jesús –queridos candidatos al diaconado, Andrés, Miquel y Juan-Pablo–, y de vuestra caridad para con todos los santos no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones» (Ef1, 15-16).

La fe es un don de Dios, libremente aceptado por parte del hombre, que lleva al conocimiento y al encuentro personal con Jesucristo. Los evangelios constatan las dificultades para creer de quienes se encuentran con Jesús. Los discípulos del Señor, ante sus incertidumbres, le suplican: «Auméntanos la fe» (Lc 17, 5). El padre de un muchacho enfermo suplica al Señor la curación de su hijo; pero ante sus propias dudas, exclama: «Creo, pero ayuda mi falta de fe» (Mc 9, 24). En este Año de la fe también nosotros queremos profesarla y le pedimos al Señor que nos la aumente y que nos la purifique.

2. El cristiano, con sus palabras y, sobre todo, con su testimonio de su vida, transmite la fe a los que libremente desean conocer y seguir al Maestro. Respetando la libertad de cada persona y las etapas de la conversión, hay que tener presente que «la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17), como nos recuerda san Pablo.

El hombre actual necesita escuchar de nuevo el mensaje de salvación, para poder aceptar la fe y ser incorporado al misterio divino. Por eso son necesarios los evangelizadores, los que anuncien nuevamente la Buena nueva, los misioneros de la fe. La pregunta de san Pablo sigue resonando en nuestros oídos: «¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rm 10, 14-15).

Estimados jóvenes, que hoy os ofrecéis al Señor como diáconos, la Iglesia os envía, en este Año de la fe, a predicar el Evangelio, a ser misioneros de la fe. De modo oficial la Iglesia os envía; ya no se puede decir que no sois enviados. Con vuestra voz, con vuestra palabra, con vuestro testimonio, con vuestra vida entera, debéis anunciar el amor de Dios al hombre de hoy. Como recordaba el papa Pablo VI:»Es la Palabra oída la que invita a creer» (Evangelii nuntiandi, 42). ¡Que nadie de nuestra generación, en este caso de vuestra generación, pueda decir, cuando se presente ante el tribunal de Dios al final de su vida terrena, que nunca escuchó el mensaje de salvación, porque nadie se lo anunció!

Otra cosa muy distinta es que lo haya rechazado o que no haya querido escucharlo. Sabemos que el hombre moderno, hastiado de vanos discursos, se muestra con frecuencia cansado de escuchar y, a veces, inmunizado contra las palabras. Pero en la civilización de la imagen, en la que vivimos, hemos de saber utilizar los medios adecuados en la transmisión del mensaje evangélico. Una buena imagen y un buen ejemplo, y sobre todo un buen testimonio, valen más que mil palabras.

3. Pero para poder ser testigos y misioneros de la fe es necesario antes haber aceptado, vivido y celebrado esa misma fe. Volviendo al texto de Efesios, pido al Señor «para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente» (Ef1, 17). Se requiere, queridos hermanos, una profundización y penetración del misterio revelado, una mayor relación personal con el Señor, un deleitarse en la sabiduría divina, un zambullirse en las profundas aguas que brotan hasta la vida eterna, un conocimiento profundo de la fe, para poder ser testigos de la misma.

A este respecto traigo aquí un texto del Concilio Vaticano II: «Es necesario, pues, que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que, como los diáconos y catequistas, se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte ‘predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios, que no la escucha en su interior’, puesto que debe comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina» (Dei Verbum, 25). Esto entra de lleno en las prioridades pastorales de nuestra Diócesis para el presente curso. El Señor desea que nosotros quedemos iluminados por su luz, para comprender la riqueza y el valor de su gloria, a la que se nos invita; como dice Pablo a los Efesios: «Iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos» (Ef1, 18).

La fuerza proviene de Dios, no del hombre. El Espíritu Santo transforma, con su fuerza poderosa, nuestra debilidad; así Pablo recuerda: «Cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa» (Ef1, 19). Una vez transformados, queridos fieles y estimados candidatos al diaconado, podremos ser mejores anunciadores y misioneros de la fe. El papa Benedicto XVI nos recuerda, en su carta Porta fidei: «También hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización, para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe […]. Como afirma San Agustín, los creyentes ‘se fortalecen creyendo’ » (n.7).

4. En este fin de semana celebramos la Jornada Mundial de las Misiones (DOMUND), que este año adquiere un significado especial. Como bien sabéis, coinciden tres motivos importantes: La celebración del 50 Aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, el inicio del Año de la fe, ya inaugurado, y la asamblea del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, que se está celebrando. El Señor ha querido que vosotros, estimados jóvenes, recibáis hoy el Diaconado. Este acontecimiento marcará vuestra vida; vais a tener una sensibilidad especial para el anuncio del Evangelio, en la nueva misión que la Iglesia os confía hoy. Y no sólo durante el período de vuestro servicio como diáconos, sino a lo largo de todo vuestro futuro ministerio sacerdotal, al que Dios os llama. Vuestro ministerio queda, desde hoy, marcado para ser buenos evangelizadores y misioneros de la fe.

El Año de la fe es una gracia y una oportunidad, que se nos ofrece, para confirmar nuestra disponibilidad y nuestro servicio en la proclamación del Evangelio. Estamos llamados a ofrecernos al servicio de la Iglesia universal; a mejorar nuestra cooperación misionera; a orar, para que Dios sea conocido en todo el mundo. La Iglesia existe para evangelizar: ésa es su misión y su razón de existir. Siguiendo el mandato del Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por el mundo entero para anunciar la Buena Noticia.

El Sínodo de los Obispos, que se está celebrando en estas semanas, es también una hermosa ocasión para tomar conciencia de la necesidad de llevar a cabo esta hermosa tarea; para enriquecer, complementariamente, la misión ad gentes a los que no conocen aún a Jesucristo y la nueva evangelización a los cristianos, que abandonaron la fe o descuidaron su praxis. El papa Benedicto XVI decía al inicio de esa Asamblea sinodal: «Este renovado dinamismo de evangelización produce un influjo beneficioso sobre las dos «ramas» especificas, que se desarrollan a partir de ella, es decir, por una parte, la missio ad gentes, esto es el anuncio del Evangelio a aquellos que aun no conocen a Jesucristo y su mensaje de salvación; y, por otra parte, la nueva evangelización, orientada principalmente a las personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia, y viven sin tener e
n cuenta la praxis cristiana» (Homilía en la Apertura del Sínodo de los Obispos y proclamación de San Juan de Ávila y Santa Hildegarda de Bingen «Doctores de la Iglesia», Vaticano, 7.10.2012). Ambas tareas deben ser asumidas por cada uno de nosotros; y de modo especial, por vosotros, queridos sacerdotes y estimados nuevos diáconos.

5. En el Evangelio de hoy el mismo Jesús nos ha recordado las consecuencias de confesar la fe ante los hombres: «A todo aquel que me confiese ante los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará ante los ángeles de Dios» (Lc12, 8). Jesús, el mediador de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8, 6), el sumo sacerdote de la fe que profesamos (cf. Hb 3, 1), el testigo fiel (cf. Ap 1, 5), será quien nos avale ante los ángeles de Dios. Pero no dará testimonio de nosotros, si lo negamos ante los hombres: «El que me niegue delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios» (Lc12, 9).

Muchos han sido los testigos de la fe a lo largo de la historia del cristianismo. El pasado siglo XX ha llegado a ser, según los historiadores, la época de más testigos, que han dado su vida en oblación a Dios por el Evangelio.

Mañana, día 21 de octubre de 2012, serán canonizados en Roma siete mártires y confesores de la fe: el francés Jacques Barthieu (1838-1896); el filipino Pedro Calugsod (1654-1672); el italiano Giovanni Battista Piamarta (1841-1913); la española María del Carmen Salles (1848-1911); la iroquesa Katheri Tekakwhita (1656-1680) y las alemanas Madre Marianne Cope (1838-1918)y Anna Schäffer (1882-1925). Todos ellos han dado testimonio de la fe, aunque de maneras diversas. ¡Que ellos intercedan por nosotros, para que sepamos asumir nuestra misión de evangelizadores, de misioneros de la fe!

6. La tarea que se os confía hoy, queridos nuevos diáconos, es muy atrayente, pero también difícil. Estais llamados a anunciar la Buena noticia de Jesucristo, el alegre anuncio del amor divino, que salva e irradia esperanza. Se os invita a ser compañeros de camino de vuestros contemporáneos, sobre todo de los jóvenes, a quienes debeis hablarles de Cristo.

Estais llamados a dar testimonio de la fe, viviendo con radicalidad el seguimiento del Señor, proponiendo la santidad de vida y asumiento el espírito de las bienaventuranzas, que Jesús nos legó en el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 1-11). Estais invitados a escuchar la Palabra de Dios y a profundizar en ella; a sumergiros en la oración como relación personal con Dios; y a vivir el amor hacia los más necesitados. Quiero agradecer vuestra generosidad y vuestra disponibilidad para aceptar el ministerio diaconal, que os voy a confiar dentro de breves momentos, en nombre de Cristo y de la Iglesia.

Pedimos a la Santísima Virgen María, hermoso ejemplo de verdadera discípula de Cristo, que nos acompañe y nos haga valientes testigos de la fe y del amor de Dios. Amén.

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