Homilía en la Misa de Acción de Gracias por la beatificación de Álvaro del Portillo

Homilía de Mons. Jesús Catalá, Obispo de Málaga, en la Misa de Acción de Gracias por la beatificación de Álvaro del Portillo celebrada en la catedral el 8 de noviembre.

ACCIÓN DE GRACIAS

POR LA BEATIFICACIÓN DE ÁLVARO DEL PORTILLO

(Catedral-Málaga, 8 noviembre 2014)

Lecturas: Ez 47, 1-2.8-9.12; Sal 45, 2-6.8-9; 1 Co 3, 9c-11.16-17; Jn 2, 13-22.

(Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán)

1. Nos convoca hoy el Señor para permitirnos darle gracias por la Beatificación de D. Álvaro del Portillo, que tuvo lugar en Valdebebas (Madrid) el día 27 del pasado mes de septiembre. La Iglesia reconocía en esa celebración la gracia de Dios derramada sobre la persona de D. Álvaro y la correspondencia de éste a llamada del amor de Dios.

Mons. Álvaro del Portilllo y Diez de Sollano nació en Madrid el 11 de marzo de 1914. Ingeniero de caminos y doctor en Filosofía y Letras, recibió la ordenación sacerdotal en 1944. Desde sus años de estudiante, su vida cristiana reflejó una honda inquietud social. Su mirada estuvo atenta a las necesidades de los demás, sobre de los más pobres, como lo demuestran sus iniciativas sociales y educativas.

Sacerdote de corazón sencillo, de trato cordial y de espíritu sereno, transparente y buen humor. Así lo contemplaban mis ojos en los diversos encuentros con él, que tuve la dicha de tener en diversas ocasiones en el Vaticano, durante algunas Asambleas sinodales, en los años ochenta y principios del noventa del pasado siglo, antes de su ordenación episcopal.

D. Álvaro era entonces una persona mayor, pero se le veía serenamente alegre y juvenil interiormente. Si recibía algún reconocimiento a su persona o a su labor, sonreía discretamente, sin pretender crecerse ante los demás. Manifestaba una caridad solícita, una actitud de humildad, de prudencia y fortaleza, de alegría y sencillez.

2. En 1935 D. Álvaro solicitó la admisión en el «Opus Dei», colaborando con el Fundador, san Josemaría Escrivá de Balaguer, al que sucedió en 1975.

Vivió con fidelidad su vocación, santificándose en el trabajo profesional y desarrollando una gran actividad apostólica. Muy pronto se convirtió en la ayuda más firme de san Josemaría, y permaneció a su lado durante casi cuarenta años, como su colaborador más próximo.

En 1944 fue ordenado sacerdote, dedicándose desde entonces al ministerio pastoral. Buscaba la identificación con Cristo en un abandono confiado a la voluntad de Dios Padre, alimentado por la oración, la Eucaristía y una filial devoción a la Santísima Virgen.

En 1991 recibió la ordenación episcopal, dedicándose con entrega generosa a la iglesia y, de manera especial, a los fieles de la Prelatura. Murió en 1994, tras una peregrinación a Tierra Santa. Allí había seguido los pasos terrenos de Jesús, desde Nazaret al Santo Sepulcro, habiendo celebrado su última Misa en el Cenáculo de Jerusalén.

En el año 2012 Benedicto XVI declaró la heroicidad de las virtudes de un hombre bueno y fiel, maestro de vida cristiana, que sirvió humildemente y con fidelidad a la Iglesia.

3. Providencialmente la Iglesia conmemora en este día la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, que tuvo lugar el día 9 de noviembre del año 324, pocos años después del edicto de Milán por parte del emperador Constantino. El papa Silvestre la dedicó al Salvador, cuya imagen aparece en lo alto de la fachada, esculpida en piedra.

Los papas fijaron su residencia en el Palacio junto a la Basílica, convirtiéndose en su sede catedralicia y en madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad de Roma y del mundo. Siglos más tarde los papas se trasladaron a San Pedro del Vaticano, pero la sede papal sigue siendo San Juan de Letrán.

Cada iglesia particular celebra la dedicación de sus templos y catedrales; resulta lógico, por tanto, que celebremos todos los años en el mundo la dedicación de la «Iglesia madre», la catedral del Papa, por ser la cabeza visible de toda la Iglesia y el fundamento de unidad y de comunión (cf. Lumen gentium, 18).

El beato Álvaro del Portillo vivió muchos años en Roma, sirviendo a la Iglesia en los encargos que le confiara la Santa Sede como consultor de varios Dicasterios de la Curia Romana y, especialmente, mediante su activa participación en los trabajos del Concilio Vaticano II. Varios Papas requirieron su colaboración y sus prudentes consejos.

4. Las lecturas bíblicas de hoy nos descubren el misterio del templo. El evangelio de hoy presenta a Jesús entrando en el templo y contemplando el espectáculo de los vendedores de animales y de los cambistas (cf. Jn 2, 14). En un arranque de celo hizo «un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas» (Jn 2, 15). Cuando los judíos le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18), Jesús respondió: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19).

El Señor hablaba del templo de su Cuerpo, integrado por muchos miembros en incesante crecimiento, cuya Cabeza es el mismo Cristo.

El beato Álvaro del Portillo recibió en 1991 la ordenación episcopal. Su labor de gobierno se caracterizó por la fidelidad al Fundador de la «Obra» y al servicio de la Iglesia. Su amor a la Iglesia se manifestaba por su profunda comunión con el Papa y los Obispos. Su ardiente afán era ganar almas para Cristo, reflejado en su lema episcopal «Regnare Christum volumus». Para que reine Cristo, decía D. Álvaro, «antes ha de reinar en el corazón de cada uno de vosotros. Por eso os aconsejo (…) que os olvidéis de vosotros mismos, que procuréis servir a los demás, a la Iglesia, a través de vuestro trabajo en medio del mundo».

5. Jesús es el templo, de cuyo costado abierto mana una fuente viva y vivificante, que purifica las aguas saladas del mar muerto (cf. Ez 47, 8-9), que representan las aguas pútridas de los pecados de la humanidad.

La Iglesia ofrece las aguas vivas del manantial de Dios, para que todo ser viviente tenga vida. Como dice Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10). La Iglesia es como el santuario del que brotan las aguas que permiten crecer toda clase de árboles frutales, con frutos perennes y hojas medicinales (cf. Ez 47, 12). El beato Álvaro del Portillo ha faenado para que esas aguas vivas lleguen hasta los más necesitados de la gracia divina.

Como dice san Pablo: «Somos colaboradores de Dios» (1 Co 3, 9). A cada uno se le confía una misión en la vida y en la Iglesia; y todos debemos procurar responder con humildad y realizar con gozo la tarea asignada. Pablo nos amonesta: «Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo» (1 Co 3, 10-11).

Así actuó el beato Álvaro; así le pedimos al Señor que nos ayude a llevar a cabo las tareas que él nos tiene encomendadas en la familia, la sociedad, la Iglesia, el mundo.

La Santísima Virgen nos ayude en la misión eclesial que Dios nos tiene encomendada. Recordando la oración colecta, que hemos rezado al principio de la Eucaristía, pedimos a Dios, Padre de misericordia, que nos conceda ser piedras vivas y escogidas del templo eterno de su gloria, y que nos ayude a ser hijos de la Iglesia de Cristo, a la que pertenecemos y perteneció de modo activo y gozoso el beato Álvaro del Portillo. Pedimos su intercesión para que también como él podamos ser fieles y servir a la Iglesia con gozo, humildad y fidelidad, como él hizo.

Amén.

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