Homilía de Mons. Jesús Catalá, obispo de Málaga, el Viernes Santo en la Catedral.
VIERNES SANTO
(Catedral-Málaga, 25 marzo 2016)
Lecturas: Is 52, 13 – 53, 12; Sal 30, 2.6.12-17.25; Hb 4, 14-16; 5, 7-9; Jn 18, 1 – 19, 42.
El amor hasta el extremo
1. La liturgia de la Iglesia nos ofrece hoy, Viernes Santo, la contemplación de Cristo que entrega su vida en la cruz por los pecados del mundo. El Verbo eterno, «siendo de condición divina se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Éste fue un primer abajamiento de su condición divina por amor a los hombres.
Pero el Señor Jesús quiso sobreabundar en su amor. No solo se encarnó para asumir la naturaleza humana y rescatarla del pecado, sino que quiso ofrecer su vida en oblación de amor hasta el extremo: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La misericordia de Dios es infinita e inefable, y rompe nuestros pobres y raquíticos esquemas; su misericordia es sobreabundante y derrocha ternura. En la cruz, que hoy contemplamos, Cristo derrama toda su sangre hasta la última gota. Cuando el soldado le abrió el costado con la lanza, salió todo lo que le quedaba: sangre y agua (cf. Jn 19, 34).
Ante tanta sobreabundancia de amor, se nos invita dar gracias a Dios y a romper nuestras actitudes egoístas y calculadoras. A veces parece que amamos «a cambio de»; nos falta entregarlo todo, sin reservas. Contrasta su gran e infinito amor con nuestra entrega limitada y racionada. Aprendamos de Él a no escatimar en nuestra entrega diaria.
2. El amor ha llevado a Cristo a exponer su persona ante las afrentas, los insultos y el maltrato de sus verdugos. Se presenta ante la humanidad como persona «despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro» (Is 53, 3).
Sus sufrimientos son fruto de nuestros pecados; «nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba» (Is 53, 4). Subiendo al madero de la cruz, cargó con nuestros pecados y fue «herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas» (Is 53, 5). Pero «con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 5) y se nos ha devuelto la alegría y la salvación.
Ha sido su actitud humilde de obediencia a la voluntad del Padre la que ha vencido la desobediencia del primer Adán: «Aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Hb 5, 8). También contrasta su obediencia total y plena con nuestra obediencia a medias y con reservas a la voluntad del Padre. Muchas veces le pedimos a Dios que haga nuestra voluntad: que resuelva nuestros problemas, que nos quite nuestros sufrimientos. Sin embargo, en la oración del Padrenuestro rezamos: «Hágase tu voluntad»; así lo hizo Jesús hasta el final de su vida.
3. Queridos fieles, acerquémonos a la cruz, trono de gloria del Hijo de Dios; «acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia» (Hb 4, 16).
Cristo clavado en la cruz nos da ejemplo de amor incondicional e infinito, que nos anima a amarle más y a entregar nuestra vida por Él y por los demás. Su obediencia nos alienta a renunciar a nosotros mismos, para aceptar la voluntad del Padre en nuestras vidas, sin quejarnos ni lamentarnos.
Dentro de breves instantes, durante la adoración de la Cruz, cantaremos: «Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa Resurrección alabamos y glorificamos, por el madero ha venido la alegría al mundo entero». ¡Que sepamos reconocer en el madero de la cruz la salvación del mundo y la señal que identifica al cristiano!
Pedimos a la Virgen María que nos ayude a contemplar con arrepentimiento y agradecimiento a su Hijo muerto en la cruz por todos nosotros. Amén.