Homilía pronunciada por Don Jesús Catalá en la Misa Funeral del sacerdote Juan Álvarez Cubos, fallecido en Málaga el 5 de noviembre.
Lecturas: Ap 12, 10-12; Sal 125, 1-6; Mt 10, 28-33.
1. El libro del Apocalipsis nos presenta una gran voz del cielo que dice: «Ahora se ha establecido la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo» (Ap 12, 10).
Jesucristo, vencedor de la muerte, implanta su reino de vida, de luz y de paz; este reino es el que pedimos hoy por nuestro hermano Juan. Dios es Señor del universo y dueño de la vida; a él pertenece el poder y la gloria.
En esta celebración, en la que conmemoramos el misterio pascual de Jesús: su muerte y resurrección, proclamamos el poderío de Dios sobre la muerte y el triunfo de la vida. Nuestro hermano Juan fue incorporado a la muerte de Cristo en el bautismo; allí se le concedió la prenda de la inmortalidad; y ahora, terminada su peregrinación en este mundo, es transformado definitiva y plenamente para vivir la gloria del cielo.
2. El Señor quiso llamar a nuestro hermano Juan para que desempeñara, a partir del sacerdocio común bautismal, el ministerio sacerdotal como misión específica.
El libro del Apocalipsis nos recuerda el triunfo del Cordero y de los que aceptan la salvación que él trae: «Ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio que habían dado, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte» (Ap 12, 11).
La Iglesia celebra hoy la fiesta de los mártires del siglo XX. En nuestra Diócesis tenemos varios mártires, entre ellos al que fue Rector de nuestro Seminario, Enrique Vidaurreta, y al diácono Juan Duarte. Tuvieron un martirio cruento, violento, en testimonio de la fe. La vida del cristiano es un testimonio. No se les concede a todos rubricar su fe con el derramamiento de su sangre; pero se nos pide un testimonio constante realizado día a día.
Nuestro hermano Juan dio testimonio de la fe que profesaba, ofreciendo su vida en favor de los fieles. Participó asiduamente en la celebración eucarística, ofreciéndola a su vez a los demás, mediante su ministerio sacerdotal; viviendo la fe, siendo luz, predicando el evangelio, atendiendo a los fieles que necesitan el perdón de Dios y el alimento de la eucaristía.
Hoy queremos dar gracias a Dios por el regalo de su persona y de su ministerio. Y que sea también un agradecimiento póstumo por su dedicación y celo pastoral.
3. Hoy se nos invita a la alegría de sentirnos salvados: «Por eso, estad alegres, cielos, y los que habitáis en ellos» (Ap 12, 12). Estamos llamados a participar
de la alegría de los santos y de los ángeles, como nos recordaban hace unos días las celebraciones de Todos los Santos y la Conmemoración de los difuntos.
Profesar la fe en la otra vida es un testimonio en esta sociedad que vive, al menos aparentemente, como si no hubiera otra vida. Esta celebración de hoy, además ser una acción de gracias por nuestro hermano Juan y pedirle que lo acoja en su seno, es también un testimonio de nuestra fe.
Mientras dura el trabajo aquí en la tierra, sufrimos penalidades y sufrimientos, como el labrador cuando siembra; pero al final recoge con alegría, como nos dice el Salmo: «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (Sal 125, 5-6).
El Señor quiere cambiar nuestra suerte, si le dejamos. La salvación la otorga Dios, que nos ha amado tanto que ha envido a su Hijo unigénito como víctima de propiciación por nuestros pecados (cf. 1 Jn 4, 10).
Podemos, pues, cantar hoy con el Salmo: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125, 3).
4. El evangelista Mateo nos anima a no tener miedo a la muerte temporal; más bien a temer la muerte eterna: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28).
Dios es providente y misericordioso y ama al ser humano por sí mismo, como dice el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 24). Somos mucho más importantes que cualquier otra criatura de la naturaleza (cf. Mt 10, 31).
5. Hoy pedimos a Dios misericordioso que perdone los pecados que nuestro hermano pudo cometer por fragilidad humana; y que lo acoja benigna y misericordiosamente en la gloria del cielo.
Al inicio de la celebración hemos encendido el cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, expresando de ese modo que el Señor es nuestra luz y nuestra salvación. La luz que nuestro hermano Juan recibió en el bautismo y predicó en el ejercicio de su ministerio, llega ahora a su plenitud para ser iluminado de forma plena y definitiva.
¡Que Dios lo reciba con todos sus ángeles y santos en el cielo!
Se lo pedimos mediante la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Jesucristo, madre de los sacerdotes y madre nuestra. Amén.