ENCUENTRO DE FORMADORES DE SEMINARIO DEL SUR DE ESPAÑA
(Seminario-Málaga, 28 enero 2024)
Lecturas: Dt 18, 15-20; Sal 94, 1-9; 1 Co 7, 32-35; Mc 1, 21-28.
(Domingo Ordinario IV- B)
1.- Ser profeta
Las lecturas de este domingo ofrecen varios temas, entre los cuales escogemos tres, que considero vinculados de manera especial a vuestra tarea como formadores de seminario y que también sirven para los seminaristas: ser profeta, escuchar la voz del Señor y enseñar con autoridad.
El libro del Deuteronomio dice: «El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis» (Dt 18, 15).
Dios escoge a alguien de entre sus hermanos para enviarlo a una misión. A nosotros nos ha escogido para ser profetas. A ese elegido hay que escuchar, como si fuera al mismo Dios. El pueblo pidió al Señor: «No quiero volver a escuchar la voz del Señor mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir» (Dt 18, 16).
El profeta es un mediador, para que el pueblo no escuche en directo la voz del Señor: «Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18, 18). Pero ¿qué palabras decimos? Una cosa son las palabras que dicta el Señor para proferirlas o profetizarlas; y otra cosa son las palabras que podamos poner de cosecha propia, que no son las que quiere el Señor.
«Profeta» es aquel que habla en nombre de Dios. Naturalmente, quien contempla la vida desde Dios tiene una visión especial; es decir, se sitúa en una atalaya privilegiada; y por eso es capaz también de anunciar el futuro. Cuando las cosas se ven desde Dios, se perciben desde una perspectiva diferente a la mirada miope del ser humano. ¡Cómo nos situamos nosotros para proferir las palabras que Dios nos manda decir?
La providencia tiene su propio plan y su estilo, como dice el profeta Isaías: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55, 8). Dios inspira y anima; y los hombres deben interpretar los «signos de los tiempos» como lenguaje de Dios; y a través de los avatares de la historia interpretar la verdad que viene revelada desde lo alto. Y puede haber una diferencia entre lo que Dios revela y habla y lo que dice su profeta.
El carisma profético no ha desaparecido de la Iglesia, porque nadie ha coartado la acción del Espíritu Santo. Por tanto, hoy sigue habiendo profetismo, aunque de modo diverso a los profetas del Antiguo Testamento y respecto al único Profeta, Jesús. Ahora bien, ¿todos son profetas, o lo son todos por igual? ¿Todos dicen lo que Dios quiere que digan? Es necesario hacer un riguroso discernimiento de espíritus para ver quiénes vienen de Dios. El primer criterio dado por el mismo Jesús es el de los frutos producidos: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 16).
Los formadores de seminario tenéis una doble tarea: En primer lugar, ser profetas, que Dios ha elegido para realizar una misión eclesial a través de vuestro ministerio. Y, en segundo lugar, discernir los espíritus para saber a quiénes elige el Señor para el ministerio sacerdotal. Dios os exigirá cómo habéis realizado vuestra misión profética y de discernimiento; porque los criterios han de ser desde Dios y no desde simples visiones humanas.
2.- Escuchar la voz del Señor
La segunda actitud consiste en escuchar la voz del Señor, como dice el Salmo: «El Señor es un Dios grande, soberano de todos los dioses» (Sal 94, 3); como solemos rezar en el Salmo matutino: «Ojalá escuchéis hoy su voz» (Sal 94, 7).
En los últimos domingos hemos visto constantes referencias a la llamada del Señor. En el Bautismo de Jesús: «Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado» (Is 42, 6). En el segundo domingo: «El Señor llamó a Samuel» (1 Sam 3, 3) y a los primeros discípulos: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y lo veréis» (Jn 1, 38-39). En el domingo tercero, Jesús se dirige a los hijos de Zebedeo: «Venid conmigo» (Mc 1, 17).
Y en este cuarto domingo ordinario el salmista nos sitúa ante la intervención de Dios en nuestras vidas: «Ojalá escuchéis hoy su voz» (Sal 94, 7). Es importante el tiempo; se dice “hoy”, porque Dios quiere que le escuchemos todos los días y en todo momento; nuestra respuesta al Señor debe ser cada día, permanente, constante.
La escucha se hace para conocer la voluntad de Dios, quien nos invita a prestar atención: «Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; inclina el oído a las palabras de mi boca» (Sal 77, 1); el Señor nos enseña y nos amaestra: «Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos» (Is 50, 4); Jesús nos invita a ser sus discípulos.
La voz, escuchada por el oído, debe pasar al corazón: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, (…) cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras» (Sal 94, 8-9).
Aquí tenéis también los formadores de seminario una doble tarea: la escucha personal como creyentes, que debéis responder cada día a la voz de Dios; y, en segundo lugar, la misión como sacerdotes de afinar el oído para discernir si hay llamada de Dios o si se trata de un capricho del candidato. No es fácil esa tarea; porque algún candidato puede presentar una fachada, que no responda a su interior.
El arzobispo que me ordenó de presbítero y me encargó trabajar en tarea vocacional, nos decía al equipo de formadores del seminario y lo he transmitido a los formadores colaboradores míos: “Tenéis que llegar a conocer hasta la primera papilla que tomó el candidato”. Con eso ya me entendéis lo que quiero decir; no es necesario explicar más.
Los seminaristas no debéis engañar, porque os engañáis a vosotros y a Dios; esto es importante en el discernimiento de espíritus y en el discernimiento vocacional. De lo contrario, hay después “sorpresas” desagradables; y hay que decir que en todas las diócesis las hay.
3.- Enseñar con autoridad.
Y, en tercer lugar, nos fijamos en la escena del evangelio, en la que Jesús entra la sinagoga de Cafarnaún a enseñar (cf. Mc 1, 21): «Estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 22).
Al ver la curación de un hombre que tenía un espíritu inmundo (cf. Mc 1, 23), los presentes se preguntaban estupefactos. «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad» (Mc 1, 27). Estaban ya cansados de los fariseos leguleyos y de los saduceos.
Jesús habla y enseña con autoridad, fundamentalmente por dos razones: porque lo hace con verdad, con sinceridad, sencillez y cercanía. Y además de enseñar, cura y salva; su actuar va en favor de sus interlocutores. La palabra de Dios es reveladora que enseña, pero es también dinámica, que cura y transforma. San Pedro dirá en un discurso: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38).
Queridos formadores de seminario, os corresponde “enseñar con autoridad”. En primer lugar, siendo veraces y transparentes, porque no cabe la mentira, ni la doblez, ni la ambigüedad en un educador; y si cabe, no debería caber. Y, en segundo lugar, enseñáis con autoridad curando y sanando heridas. Nuestros seminaristas provienen de su mundo y de su generación, que no es la nuestra; ayer comentábamos los formadores que existe diferencia generacional ya con diez años. A veces llegan rotos por dentro, o con heridas afectivas, psicológicas, incluso morales. Vuestra tarea es preciosa; pero muy delicada.
Hoy celebramos la fiesta litúrgica de santo Tomás de Aquino, patrono de nuestro Seminario, junto con San Sebastián. Le pedimos que interceda por nosotros para que seamos buenos teólogos y escrutadores de la Palabra de Dios.
Pidamos a Dios que nos haga profetas veraces, que escuchan la voz del Señor y que enseñan con autoridad.
Que la Virgen María, la Madre de Jesús y madre nuestra, nos acompañe y nos ayude en la misión que el Señor nos ha confiado. Amén.