Homilía de Mons. Jesús Catalá, Obispo de Málaga, en la Misa Crismal.
MISA CRISMAL
(Catedral-Málaga, 27 marzo 2013)
Lecturas: Is 61,1-3.6-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21).
El presbítero, hombre de fe
1. El Año de la Fe, que estamos celebrando, nos invita a reflexionar, queridos sacerdotes y fieles, sobre nuestra actitud vital ante Dios, sobre nuestra dependencia filial de Él y sobre la confianza plena para ponernos en sus manos.
El Concilio Vaticano II, del que rememoramos ahora los cincuenta años de su inicio, nos dejó una hermosa reflexión teológica sobre el sacerdocio ministerial, que ha sido perfeccionada y profundizada posteriormente mediante documentos magisteriales al respecto.
La identidad del presbítero se configura sacramentalmente por la ordenación sacerdotal, como dice la exhortación Pastores dabo vobis: «Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor» (Juan Pablo II, Ibid.15).
La vida entera del sacerdote, y no solo los gestos sacramentales que celebra, son expresión de la caridad del Buen Pastor: «Proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 15).
«Éste es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan en el único sacerdocio de Cristo. El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a Jesucristo, Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y los pone en la Iglesia como servidores autorizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 15).
Hemos sido ungidos «para dar la buena noticia a los humildes, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad» (Is 61,1).
2. La actitud de entrega total a Dios y de servicio a la Iglesia del sacerdote implica una expropiación de la persona y una configuración con Cristo, de tal manera que se puede exclamar como san Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20).
El sacerdote vive la misma realidad en dos dimensiones: por una parte, representa a Cristo, actuando en su nombre (in persona Christi); y por otra, lo hace en nombre de la Iglesia (in nomine Ecclesiae). Como dice el Proemio de Presbyterorum ordinis: «Los presbíteros, por la ordenación sagrada y por la misión que reciben de los obispos, son constituidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo». Santo Tomás lo expresa del siguiente modo: «La ordenación sacerdotal no se administra como un medio de salvación para el individuo, sino para toda la Iglesia. Solo Cristo es el verdadero sacerdote, los demás son ministros suyos».
Esto significa un proyecto de vida, al estilo del Señor. El presbítero vive en actitud de fe, confiado en el Señor; presta libre y voluntariamente su obediencia; abraza el don del celibato por amor a Cristo, y asume con alegría la pobreza evangélica y apostólica (cf. Presbyterorum ordinis, 15-17). Vida y ministerio se implican mutuamente y no pueden separarse; por eso los presbíteros se santificarán por el ejercicio del propio ministerio. Ante el peligro de dispersión y de activismo, la constitución conciliar Presbyterorum ordinis nos ofrece esta reflexión: «Desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduce a unidad su vida y su actividad» (n.14).
3. Pero el sacramento del orden, queridos hermanos, como muy bien tenemos experiencia de ello, no suple la actitud de fe y de amor, necesarias en todo bautizado. El sacerdote es antes que nada un cristiano; y la calidad de su sacerdocio ministerial dependerá también de cómo viva su condición de bautizado, de cómo se sitúa ante Dios como criatura humana, de cómo vive la fe, de cómo acepta a Dios en su vida. Si Dios no es para él lo más importante, difícilmente podrá representar en su vida a Jesucristo Sacerdote.
El doctor de la Iglesia Juan de Ávila define así la fe: «La fe es la primera reverencia con que el ánima adora a su Criador, sintiendo de él altísimamente, como de Dios se debe sentir. Porque aunque algunas cosas de Dios se pueden por razón alcanzar, las cuales llama san Pablo lo manifiesto de Dios (Rm 1,19); mas los misterios que la fe cree, no puede la razón alcanzar cómo sean. Y por eso se dice que cree la fe lo que no ve, y adora con firmeza lo que a la razón es escondido» (Audi, filia, 31, 2).
El presbítero que viva sinceramente el don de la fe, que haya llorado sus pecados y experimentado el perdón en el sacramento de la confesión, que haya sentido el amor de Dios, que lea su propia vida como historia de salvación, podrá decir con verdad a su hermano, en palabras de Juan de Ávila: «Llora Jesucristo porque tú te rías; llora porque tú te descanses; llora por tu consuelo; llora en la tierra porque tú vayas al cielo; llora por el perdón de tus pecados y porque te llegues a él y no le ofendas» (Sermón 32).
Vivir así, queridos hermanos sacerdotes, supone una gozosa experiencia pascual de muerte y resurrección; de ese modo es posible permanecer arraigados en Cristo y firmes en la fe, como nos dice San Pablo (cf. Col 2, 7). A pesar de mis debilidades, de mis pecados, de mis fracasos, el Señor me confía el ministerio sacerdotal y el anuncio del Evangelio, fiándose de mí. Y llenos de fe y confianza, podremos decir con san Pablo: «Vivo contento en medio de las debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 9-10).
4. La actitud de fe y de confianza, con que debe vivir el sacerdote, está alimentada por el atractivo de la llamada, por la fascinación que ejerce la persona de Jesucristo en nosotros, por la sublimidad de la misión encomendada, por la fraternidad sacramental de los demás presbíteros, por la perla preciosa de gran valor que ha encontrado (cf. Mt 13,46), por la que vale la pena entregarlo todo, al estilo de Pablo de Tarso: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8).
Quiero agradeceros, queridos presbíteros y diáconos, vuestra dedicación e ilusión en el ministerio sacerdotal. Juntos y en comunión fraterna podemos afrontar con esperanza los difíciles retos, que tiene planteados hoy la Iglesia.
Rezamos de una manera especial hoy por los sacerdotes enfermos, ancianos e impedidos, para que el Señor les reconforte.
5. A veces, menos mal que no muchas, se oye hablar entre los presbíteros de desencanto en la tarea pastoral, de desilusión en el ministerio, de apatía y desgana. El mejor antídoto contra todo esto consiste en renovar la propia fe bautismal y reavivar el carisma, que el Señor nos otorgó en la ordenación sacerdotal.
Los hermanos sacerdotes cercanos, por la amistad o por el trabajo pastoral, deben estar muy atentos en estos casos, para ayudar al hermano, que pueda atravesar un momento difícil.
En este Año de la Fe la Iglesia
nos invita a agradecer con sinceridad el don de la fe y a renovar con alegría nuestra entrega en el ministerio sacerdotal.
Agradecemos a Dios el regalo de haberle conocido, de ser amados por Él, y de haber sido llamados a representar a su Hijo Jesucristo en el sacerdocio ministerial. Ahora renovaréis las promesas sacerdotales, que un día profesamos en nuestra ordenación.
Queridos fieles cristianos, rezad por vuestros sacerdotes. Amadlos y compartid con ellos la solicitud pastoral por el Evangelio. Somos todos corresponsables de la marcha de nuestras comunidades cristianas; y todos hemos recibido la gracia bautismal, para dar testimonio de la fe y trabajar por la edificación de la Iglesia.
Pedimos a la Santísima Virgen María, Madre de todos los sacerdotes y Madre de la Iglesia, que nos acompañe siempre en el ejercicio de nuestro ministerio. Amén.