Homilía del obispo de Málaga, Mons. Jesús Catalá en el Día del Seminario 2017
1.- En este Día del Seminario nos reunimos para dar gracias a Dios por el don del sacerdocio ministerial y para rezar por nuestro Seminario, pidiendo al Señor que suscite en los jóvenes la llamada al sacerdocio.
La lectura del libro del Éxodo nos ofrece hoy el pasaje del pueblo de Israel en el desierto, después de salir de Egipto. El pueblo, sediento, murmuró contra Moisés, diciendo: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?» (Ex 17, 3).
El agua es uno de los símbolos que aparece con frecuencia en la Sagrada Escritura, para expresar su necesidad para la vida del ser humano y para la fecundidad de la tierra. A quienes tenemos abundancia de agua puede resultarnos difícil apreciar todo el valor que tiene el agua en lugares donde escasea. Sin el agua la tierra se convierte en desierto árido; el hombre sufre hambre y sed, e incluso la muerte.
La Biblia recurre con frecuencia a la imagen del agua, para expresar el misterio de la relación entre Dios y el hombre. Dios es la fuente de la vida; apartarse de Él es morir de sed y de falta de amor. En cambio, poseer una fuente de agua en el desierto es signo de riqueza y de bendición divina.
Dios dijo a Moisés que golpeara la roca con su bastón y saldría agua para que bebiera todo el pueblo (cf. Ex 17, 6). Dios es la roca firme, donde se fundamenta la vida del hombre. Él es el agua viva, que mantiene la existencia humana. Vivir sin fundamento es correr el peligro de derrumbarse; y permanecer en tierra desértica y sin agua es estar abocados a la muerte.
Lejos de Dios el hombre es como tierra árida, sin agua, destinado a la muerte. Pero si Dios está con el hombre, éste se transforma en un huerto fecundo. El agua es símbolo del Espíritu de Dios, capaz de transformar un desierto en hermoso vergel; y un pueblo infiel convertirlo en verdadero pueblo de Dios.
¿Queremos vivir cerca del manantial de vida? ¿O en el desierto del corazón vacío y sin sentido de la vida? ¿Queremos vivir lejos de la fe, que nos fundamenta y nos arraiga en Dios?
2.- Contemplemos la escena del evangelio de hoy. Jesús llega a una ciudad de Samaría llamada Sicar, donde había un pozo. Era mediodía y, cansado del camino, se sienta junto al pozo. Al acercarse una mujer samaritana, le pide de beber (cf. Jn 4,4-7), a pesar de no hablarse los judíos con los samaritanos (cf. Jn 4, 9). Este gesto de Jesús es muy significativo: no solo con el “extranjero”, sino también con “la mujer”.
Jesús percibe que la mujer siente la nostalgia de Dios, porque tiene el cántaro de su corazón vacío; no le llena la vida que lleva; va en busca de novedades, de estímulos, de maridos nuevos, que sacien su sed de infinito, pero no lo consigue.
Jesús le invita a beber un agua viva, que le llenará el corazón vacío (cf. Jn 4, 10) y le saciará la sed de eternidad (cf. Jn 4, 14).
La samaritana, una vez ha aceptado el agua viva de Jesús y lo acoge por la fe como Mesías, se convierte en testigo para sus paisanos: «En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer» (Jn 4, 39). Nosotros, una vez en relación con Dios por la fe y llena nuestra vacía existencia de la sed de Dios, estamos llamados a ser testigos del manantial de la vida y a renovar nuestra fe en el Señor.
3.- Jesús ha venido a traernos su agua vivificante y nos la ofrece como a la samaritana. Él es la roca de donde brota el manantial de la vida. Nosotros, como Moisés, tenemos que golpear con fe y esperanza esa roca, para saciar nuestra sed. Hemos de acercarnos sin miedo al costado abierto de Jesús, que mana agua viva y sanadora en los sacramentos de la Iglesia. Hemos de acercar nuestro corazón vacío a la fuente de la vida, para llenarlo de amor. La samaritana entendió que su vida necesitaba un cambio radical; ella percibió el amor de Jesús, que la llamaba a salir de sí misma y acercarse al amor verdadero; no a los “sustitutos de amor”. Necesitaba también reorientar su fe hacia el verdadero Dios.
La cuaresma, queridos hermanos, es tiempo de conversión, para reorientar nuestra vida; para saciar nuestra sed del Dios viviente; para acoger el agua restauradora y vivificante, que nos ofrece Jesucristo; para participar en los sacramentos de gracia y perdón que Cristo nos otorga en su Iglesia.
La cuaresma es tiempo para abandonar otras fuentes que nos ofrece el mundo, pero que no sacian nuestra sed; y para dejar de beber de los pozos contaminados, que nos brinda nuestra sociedad.
4.- Hoy celebramos el Día del Seminario, cuyo lema es “Cerca de Dios y de los hermanos”. Las lecturas de este tercer domingo de cuaresma nos han presentado el agua como signo de la sed que el hombre tiene de Dios. La mujer samaritana, tras encontrarse con Jesús, Hijo de Dios, fue a buscar a sus paisanos para anunciarlo.
Hay que estar cerca de Dios, para estar cerca de los hombres, queridos seminaristas.
Todo cristiano ha sido constituido misionero del Evangelio. Quien ha sido trasformado por la alegría de sentirse amado por Dios, no puede guardar esta experiencia solo para sí, como nos dice el papa Francisco: «La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera» (Evangelii gaudium, 21).
En el mensaje del papa Francisco, con motivo de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones para 2017, nos anima a dejarnos llevar por el Espíritu para realizar la misión que se nos encomienda: “Todo discípulo misionero siente en su corazón esta voz divina que lo invita a «pasar» en medio de la gente, como Jesús, «curando y haciendo el bien» a todos (cf. Hch 10,38) (…). Todo cristiano, en virtud de su Bautismo, es un «cristóforo», es decir, «portador de Cristo» para los hermanos (cf. Catequesis, 30 enero 2016). Esto vale especialmente para los que han sido llamados a una vida de especial consagración y también para los sacerdotes, que con generosidad han respondido «aquí estoy, mándame» (Is 6,7-8) (…). La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes así: confiados y serenos por haber descubierto el verdadero tesoro, ansiosos de ir a darlo a conocer con alegría a todos (cf. Mt 13,44)” (Vaticano, 27.11.2016).
A los jóvenes les animamos a abrirse a la acción silenciosa del Espíritu desde un clima de oración y de escucha de la Palabra divina y de una relación personal con el Señor en la adoración eucarística, lugar privilegiado del encuentro con Dios.
5.- Nos acompañan en esta celebración nuestros seminaristas, a los que el Señor ha llamado para ejercer el ministerio sacerdotal.
No tengamos reparo, queridos fieles, en animar a los jóvenes al seguimiento de Cristo; en ayudarles a descubrir la figura de Jesús, para dejarse interrogar por sus palabras y sus gestos.
Pedimos hoy por los seminaristas, para que se mantengan fieles al Señor en la vocación al sacerdocio; e imploramos de Dios nuevas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Cito un
artículo de prensa de un sacerdote amigo sobre los seminaristas: “Con lúcida ingenuidad, han optado por ser transgresores con lo establecido, rupturistas con esos modelos que quiere imponernos esta sociedad, que únicamente goza de lo aparente, de lo efímero de lo presentista; que promete felicidades fáciles que no llenan, libertades que esclavizan, futuros utópicos que resultan ucrónicos. Obviamente no lo tienen fácil; nadar contracorriente siempre fue cosa de valientes adelantados, inconformistas rebeldes y valientes esforzados. Son conscientes de ello. Pero son conscientes, también, de que nada grande se hizo desde la mediocridad y que las privaciones y sinsabores del camino se olvidan al vislumbrar y contemplar la meta” (Jesús Yusta, Con tu permiso, Burgos, marzo 2017). A los seminaristas os animo a que seáis rebeldes respecto al mundo, pero dóciles al Espíritu y a la llamada del Señor.
María Santísima, Madre del Salvador, tuvo la valentía de acoger en su vida el plan de Dios. ¡Que su intercesión nos obtenga la apertura de corazón y la disponibilidad para decir nuestro «aquí estoy» a la llamada del Señor y la alegría de ponernos en camino, como ella (cf. Lc 1,39), para anunciarlo al mundo entero! Amén.