Una vez más ese microcosmos que es el coro catedralicio, donde todos los días reverberan las alabanzas a Dios que presiden los canónigos, nos brinda un interesante relieve que comentar. En el sitial correspondiente a san Bruno, el penitente fundador de la orden de los Cartujos y, por cierto, nunca canonizado por la vía ordinaria por pura modestia de sus monjes, nos encontramos una figura que es su completa antítesis.
En el panel del reposabrazos se nos muestra, arrogante, un pavo real. Un animal que, por su hermosa cola, ha causado admiración desde tiempo inmemorial. Los naturalistas explican que el origen de la especie está en la India, de donde fue introducido en Europa por los macedonios. Sin embargo, en el primer libro de los Reyes (versículo 22) se dice que Salomón, en una época anterior al reinado de Alejandro Magno, recibía: …cada tres años una flota de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales”.
Dado que la tradición identifica ese lugar con la actual Andalucía, pese a que la Biblia no especifique su ubicación, se puede pensar que este pollo presumido (de ahí la palabra pavonearse) habitara desde muy antiguo en nuestro suelo. En todo caso, estaba presente en todas las antiguas mitologías y en el ideario cristiano que, desde muy pronto, incluyó sus representaciones en las catacumbas e iglesias paleocristianas.
En tales lugares venía a significar la inmortalidad de la carne porque se creía a pies juntillas y, el mismo san Agustín estaba convencidísimo de ello según afirma en “La ciudad de Dios”, que una vez muerto, no se corrompía. Para los paganos el pavo adquiría esta virtud gracias al veneno de las serpientes que cazaba y que transformaba en su organismo. Inspirados en ese símil, era frecuente que los artistas cristianos lo plasmasen bebiendo de un cáliz, patentizando así la eternidad alcanzada mediante la Eucaristía.
Por esa dualidad que los tratadistas solían atribuir a los simbolismos, al pavo real se le atribuían, de igual manera, aspectos negativos, uno de los cuales cabe aplicar al de este tablero del coro. Si bien su cola desplegada, según algunos autores bienpensantes, recordaba por la forma de sus adornos al ojo de Dios, que todo lo ve, la mayoría de las veces servía para visualizar las conductas fatuas o vanidosas, cuando no la fugacidad de la hermosura.
De todas ellas huyó en su vida el bueno de san Bruno, que abandonó cargos eclesiásticos y rechazó mitras para adoptar, con sus seguidores, la vida eremítica… Pero nada de estas disquisiciones sabíamos los niños malagueños de los años sesenta que, literalmente, nos quedábamos con la boca abierta contemplando los pavos reales que vivían a su aire dentro de la Alcazaba y a los que nuestros maestros nos ponían de ejemplo para que considerásemos en tan maravillosas criaturas, qué grande es la obra de Dios.
Por Alberto Palomo