Tomás Salas, postulador de la causa de Laura Aguirre, ahonda en su figura.
Laura Aguirre Hilla (la Señorita Laura) llega a Álora (Málaga) como misionera rural a finales de 1950. Cuentan que vio a una niña que cogía colillas del suelo y eso la impulsó a poner en marcha su proyecto de atender a niñas que carecían de familia o a las que su familia no podía mantener. Aquí comienza una trayectoria que culmina con su muerte, el 31 de diciembre de 1986, dejando profunda huella en todos los que la trataron.
Si tuviera que destacar un rasgo que vertebró su vida, como una columna que sostiene el edificio de su existencia ejemplar, ese sería la confianza ciega en la Providencia, el abandono a sus justos, y, a veces difícilmente entendibles, designios. La Providencia va dando continuos golpes de timón que hacen que la Señorita Laura cambie el rumbo de su vida; que tenga que rectificar y adaptarse, pero siempre manteniendo una línea clara y recta.
En principio no era su proyecto dedicarse a las niñas, pero la impulsa la necesidad acuciante que observa en la sociedad aloreña de los años 50. Luego viene la aventura de buscar lugar, medios materiales y personas que colaboraran. Todo en este proyecto tiene aire de provisionalidad e improvisación. Ocupa distintos lugares que va acondicionando como puede, con la ayuda de la gente del pueblo. La vida cotidiana del grupo de las que ya en Álora eran conocidas como “las niñas de Laura” es un continuo vivir al día, sin medios materiales y en ocasiones sin comida, confiando que día a día la Providencia vaya proveyendo. Se cuentan anécdotas curiosas. Una noche, cuando nada había para comer para el día siguiente, alguien deja un saco de patatas en la puerta. Cada día hay que ir buscando los medios sin otra seguridad que esa Providencia que parece un poco dura, pero que, que al fin, se va encargando de que “la niñas” salgan adelante.
Le asignan un lugar que parece que será el definitivo: el convento anexo al santuario de la patrona, la Virgen de Flores. Aquello era un edificio semiderruido que hay que reconstruir prácticamente. Cuando esto se ha hecho, con la colaboración popular, el obispo don Ángel Herrera decide que sea la sede de la Escuela del Magisterio Rural. Un nuevo cambio de rumbo; un nuevo golpe de timón que ella acepta con obediencia y humildad.
Una nueva etapa se inicia. Se aborda la construcción de un residencia en Álora (la actual), que se hace con la colaboración de muchas personas y el impulso del incansable párroco don Francisco Ruiz Salinas. En aquel edificio se comenzó a acoger, además de las niñas, a algunos ancianos. Con el tiempo las niñas fueron desapareciendo y los ancianos ocupando todo el edificio. Eran otros tiempos y otras necesidades. De nuevo la Providencia le conduce hacia un objetivo que seguramente ella no había previsto.
Funda una Pía Unión de seglares (ella siempre fue seglar, no religiosa), a la que se incorpora un un pequeño grupo de colaboradoras. Pero este grupo se extingue (la señorita Socorro Sánchez es la última, que muere en la residencia) sin que haya renovación, por lo que se hacen cargo de la residencia las Hermanas Hospitalarias de Jesús Nazareno.
Observada su vida de una forma panorámica, da la sensación de que las circunstancias han ido modificando sus proyectos más importantes y que, al final, desde un punto de vista material, casi nada salió como ella previó. Ello no es óbice para que, durante su vida y después de su muerte, los que la conocieron tengan la certeza de que la suya ha sido una vida plena, lograda, triunfante, vivida en una constante práctica de la humildad, la confianza y la dedicación a los demás; y arraigada en un sentido sobrenatural y en una profunda vida espiritual.
El fracaso, la frustración, las limitaciones materiales son dimensiones insoslayables de la vida humana. Sin embargo, como tales, aceptados en su justo sentido, son caminos de santificación.