Artículo publicado por el sacerdote Rafael J. Pérez Pallarés, delegado de Medios de Comunicación, en la sección de OPINIÓN del Diario Sur. Tercero de una serie sobre los siete pecados capitales.
El oso perezoso es tan lento porque debe pasar desapercibido. Pero, ¿el ser humano debe pasar desapercibido? ¿Debemos vivir con extrema lentitud, actitud que evita al perezoso ser devorado por águilas y jaguares? ¿Es la mejor opción en esto de vivir pasar inadvertido y tranquilo? A veces sí; pero que no venga alimentado por la pereza. En el perezoso todo es lento; hasta la digestión. En nuestro caso será mejor hacer lo que debamos hacer con serenidad; con amor. Y aunque la vida deba vivirse despacito, para contrarrestar el frenético ritmo de vida, tenemos que tener cuidado con la pereza, pecado capital para más señas. No es buena aliada.
Vivir serenos es bueno; vivir instalados en la pereza es arriesgado. Es puerta a la tibieza. De hecho, la pereza, supone un indicativo del valor que damos a la vida y al esfuerzo. Hay quien olvida que la clave está en el proceso vital; no tanto en el resultado. En todos los ámbitos: religioso, educativo, político… El llamado cortoplacismo es peligroso hasta el punto de que hay quien se centra en el precipicio y no en el horizonte, esto genera desmotivación. Las culturas orientales valoran el esfuerzo como algo muy positivo que nos ayuda a crecer y fortalecernos. No ocurre lo mismo en Occidente; con las consecuencias que conlleva.
De sobra lo sabemos, la pereza extrema impide llevar una vida normal; hasta el punto que en su vertiente patológica deja necesidades básicas sin cubrir; a parte de generar insatisfacción, apatía o vacío. Llega a provocar un amplio historial de fracaso. Y eso no es recomendable. Por eso, llegados a este punto, convendría valorar qué sentido encontramos a la vida y a lo que hacemos. Dependiendo de la respuesta tendremos más fácil o no salvar la llamada del sofá y el hastío.