Gabriel Leal, director del Instituto Superior de Ciencias Religiosas «San Pablo» reflexiona sobre el misterio de la Encarnación del Señor
Celebramos el nacimiento de Jesús, el Hijo único de Dios hecho hombre. En la sencillez y ternura del niño de Belén «se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tit 2,11).
El Verbo se hizo carne, hombre débil y frágil como nosotros; despojándose de su rango, ha pasado por uno de tantos «actuando como un hombre cualquiera» (Flp 2,6-8).
Este misterio tiene su origen en el amor de Dios: «En esto se hizo visible entre nosotros el amor de Dios: en que envió al mundo a su Hijo único para que nos diera vida» (1 Jn 4).
Colaboración de la Virgen María
El Hijo único de Dios, para hacerse hombre, ha pedido la colaboración de la Virgen María que, dejando atrás su proyecto de vida, ha respondido generosamente: «hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,26-38).
Dios no ha elegido un lugar importante, ni una posición social relevante y de poder para salvarnos, al contrario, ha elegido la humilde familia de José, el carpintero de Nazaret; no Roma, ni la ciudad santa de Jerusalén, sino un pueblo pequeño que ni siquiera es nombrado en el Antiguo Testamento. Como dice Carlos de Foucauld, ha «escogido de una vez para siempre (…) el último lugar». Con palabras de santa Teresa de Jesús «Dios omnipotente» se ha hecho «pariente de Blas y de Menga y de Llorente». Así se ha hecho cercano y accesible a todos, por pobres y pecadores que seamos.
Dios, en Jesús, se nos ha regalado de manera irrevocable y gratuita, al margen de la respuesta de sus contemporáneos y de la nuestra. Y se ha situado en el último lugar, porque sólo así puede ser accesible a todos. Porque todos podemos bajar, descender, pero no a todos nos es posible subir.
¡Alégrate! Dios se ha hecho hombre por ti.