«Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 7).
«Hoy en la tierra nace el amor, hoy en la tierra nace Dios». Este estribillo de un villancico popular centra el acontecimiento de esa noche que no es mágica sino sagrada. Sí, créetelo: por increíble que parezca, Dios se encarna, se hace vulnerable, pequeño y pobre, para así amar en nosotros lo que amaba en su Hijo.
Es noche de paz y de amor, de un amor real, eficaz y envolvente, no es un amor sensiblero ni adolescente, es un amor transformante que nos libera del peso que más nos oprime y esclaviza: nuestro propio yo.
Un amor que nos cura de nuestras anemias de entrega, ayudándonos a recuperar en nuestros corazones los mismos sentimientos de Cristo pobre, liberándonos de la cerrazón de la mente y del endurecimiento del corazón, inclinando nuestras vidas muy especialmente a quienes menos tienen, a quienes peor lo pasan, riendo con los que ríen y llorando con los que lloran.
Un amor que nos ayuda a superar nuestras amnesias espirituales, que nos llevan a olvidar a Jesús como único Señor y Salvador, cambiándolo por los ídolos que crean nuestras necesidades y venden los bazares de «todo a cien». Un amor que nos cura de la enfermedad del acumular, pretendiendo llenar nuestros vacíos existenciales de bienes materiales y que nos educa en el gozo del compartir, que nos aligera y libera para hacer el camino de la vida ligeros de equipajes.
Contemplando al Niño, descubriremos una vez más la urgencia de cuidar a los más débiles, a los más frágiles: niños, enfermos, ancianos, presos, exiliados, sin techo, perseguidos… Porque por esto seremos juzgados (cf. Mt 25,31-46).
Cuidemos que la Navidad no se convierta, para nuestras familias, en la fiesta del consumismo, de la apariencia, de los regalos inútiles. Convirtámosla en la fiesta del gozo de acoger al Niño del pesebre en nuestro corazón.
Esta es la verdadera Navidad, la fiesta de la pobreza de Dios, que se anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo (Cf. Filipenses 2, 5-11), del Dios que sirve la mesa y se revela a los niños, a los sencillos y a los pobres.
José Antonio Sánchez Herrera
Vicepresidente Fundación Victoria