La Iglesia celebra el 21 de abril el domingo del Buen Pastor, una fiesta muy presente en el Seminario de Málaga ya que la capilla, que soñó san Manuel González, está dedicada a ella.
Corría el año 1915 cuando don Manuel llegó a Málaga como obispo auxiliar y, desde el primer momento, como recoge el sacerdote Rafael Gómez Marín en su “Geografía de la Iglesia de Málaga”, una de sus principales preocupaciones fue el Seminario que encontró, «de estrechas estancias, pisos elevados, patios sombríos, paredes y suelos siempre mojados de humedad y jamás visitados por el sol». Por ello, como explica el propio Obispo de la época, «me metí en la locura (así lo llamaban no pocos amigos cuerdos), de levantar un nuevo Seminario con un capital de 000 pesetas y de millones de confianza en Él, en unos montes cercanos a la ciudad».
Pero no era un monte cualquiera, ya que, como explica el sacerdote diocesano Antonio Jesús Jiménez, que centró su tesis doctoral en la vida y la obra de san Manuel González, «con su ubicación el Seminario de Málaga quería transmitir a la sociedad por medio de espacios e imágenes visuales los contenidos de la fe, cada vez más ignorados en la época. Pretendía representar así lo invisible con estructuras visibles y siempre con un fin pedagógico».
Cada una de las partes de este “semillero de curas” «revelan la aptitud y sensibilidad de don Manuel González, donde todo está pensado y recreado estéticamente en función de una finalidad catequética. El Seminario Diocesano de Málaga es un gran símbolo cargado de otros símbolos e imágenes que mueven el alma para elevarla a la contemplación y la meditación de las verdades espirituales y virtudes morales».
Algunos de estos símbolos, afirma Jiménez, párroco de Madre del Buen Consejo y San Miguel de Torremolinos, «aluden a vicios morales. Es el caso de los cinco canes en la fachada de la capilla que, como escribió el propio don Manuel en su obra “Un sueño pastoral”, el primer can es un burro casi hombre cubierto con birrete de doctor y lleva el letrero: “irreligiosidad”; el segundo de los canes es un cerdo adormilado con bombín y corbata de señorito que representa la “lujuria”; el tercer can, que ocupa el centro de la serie, es una tortuga y su rótulo es la “pereza”; el cuarto can es un antipático y desgreñado cuervo que entre sus aceradas garras aprieta una bolsa con la significativa cifra: 30 y se llama la “codicia”, y el quinto y último can es una cara de cigüeña con montera de estudiante a la antigua usanza y su rótulo es: “petulancia”. Así, podemos afirmar que los cinco canes son una caricaturización de cinco vicios que el seminarista debe evitar».
Unos vicios que no debían traspasar la puerta del Seminario, ya que en el diseño original la única puerta de entrada al Seminario era la Capilla del Buen Pastor, una capilla diseñada por el propio Obispo, que cuenta con un impresionante sagrario y una gran cruz en cuyo centro está la imagen del Buen Pastor, con la petición: “Pastor Bone, fac nos bonos pastores, animas pro ovibus ponere promptos” (Pastor bueno, haznos buenos pastores, dispuestos a dar la vida por las ovejas).
Un sagrario que se asemeja a una maqueta del propio Seminario y que en la actualidad se está restaurando, ya que se encontraba deteriorado por el paso de los años, como asegura el director de Patrimonio de la Diócesis de Málaga, Miguel Ángel Gamero, «se ha desmontado entero y se ha llevado a cabo una restauración integral, tanto de la estructura de madera como de todos los elementos de plata y dorados, algunos de los cuales se habían desprendido».
Como recuerda una de las biografías más completas de este santo firmada por José Campos Giles, san Manuel quería que «aquel Seminario fuese una cosa de la Eucaristía, y por consiguiente en que todo de ella venga, a ella lleve y vaya desde la roca de sus cimientos hasta la cruz de sus tejados…».
Hay que recordar que la vida de este santo que nació en Sevilla, en 1877, estuvo marcada por una experiencia que vivió siendo un joven sacerdote en Palomares del Río, donde encontró una iglesia descuidada que, como él mismo explicó en sus escritos: «fuime derecho al Sagrario… y ¡qué Sagrario, Dios mío! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para mi casa! Pero no hui. Allí de rodillas… mi fe veía a un Jesús tan callado, tan paciente, tan bueno, que me miraba… La mirada de Jesucristo en esos Sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca. Vino a ser para mí como un punto de partida para ver, entender y sentir todo mi ministerio sacerdotal».