Rafael Carmona, diácono en las parroquia de los Santos Mártires y San Juan Bautista, ayuda a profundizar en el evangelio del segundo Domingo de Cuaresma (Marcos 9, 2-10).
Algo debió de pensar Jesús cuando, después de la prueba del desierto, se coge a un puñado de amigos para salir del ruido, del llano, de la vida ordinaria y elevarlos, no solamente a una montaña, sino también a la contemplación del misterio que hoy celebramos: la Transfiguración.
Los seres humanos tenemos, todos, un gran temor: el miedo a sufrir, por eso huimos del dolor y buscamos el placer. Jesús resultaba para los Apóstoles y para los que lo oían predicar que era el gran Mesías del que hablaban las Escrituras y los Profetas. Así pensaban que vendría la felicidad y desaparecería el dolor. Pero, tanto los Apóstoles como el pueblo, esperaban un Mesías glorioso y que triunfase sobre el mal en todos sus aspectos.
Nosotros nos encontramos en Cuaresma. En ella se nos ha proclamado: oración, penitencia y ayuno; es decir, el camino de la cruz. Pero para poco tiempo. Luego vendrá el cielo para siempre. La vida cristiana es seguir a Jesús con la cruz; sufrir trabajos, desprecios y muerte, pero sabiendo que nos espera la transfiguración en el cielo. Los cristianos que lo son de verdad y tienen fe se animarán a llevar la cruz, sabiendo que les espera el cielo.
¡Qué poco se habla hoy del cielo! Queremos un cielo en la tierra que da poco de sí y termina. El cielo es plenitud de felicidad y no se acaba jamás. “¿Quién lo ha visto?”, dirán algunos. Jesús mismo, San Pablo y todos los santos, pero, sobre todo, la Fe de la Iglesia, que nos lo enseña.