Artículo publicado por el sacerdote Rafael J. Pérez Pallarés, delegado de Medios de Comunicación, en la sección de OPINIÓN del Diario Sur. Primero de una serie sobre los siete pecados capitales.
La envidia es pecado capital. Se le llama capital porque genera otros pecados, otros vicios. La palabra envidia, que aterrizó en el castellano, con fuerza, en la pluma de Gonzalo de Berceo, procede del vocablo latino ‘invidia’; el verbo que hay en el origen es ‘invidere’ y vendría a referir a no ver bien en sentido peyorativo, mirar con malos ojos. La envidia está al orden del día. Especialmente en personas que, por extrañas y peregrinas razones, no son felices con su vida, con lo que tienen, con lo que son. Aunque aparentemente lo tengan todo. Quien envidia, por oscuras razones, se siente irresistiblemente atraído a embarcarse en la espiral envidiosa.
¿Has sentido el hálito silencioso de la envidia en el cogote, ese vapor que arroja la envidia? La envidia está revestida de sutiles artes. De malas artes. Y lo sabes. Puede ser fruto de la propia incapacidad de superación. O de la necesidad impulsiva, compulsiva e insatisfecha de tener más y más. O de los miedos más atávicos que proyectamos en los demás con tal de que no exista avance. La envidia es deporte nacional; somos así de cutres y así nos va. Hay quien se empeña en vivir en el lado oscuro de las cosas. La envidia es un quiero y no puedo. Conviene estar alerta.
Paradójicamente, quien envidia delata con su comportamiento y carencias el ansia de plenitud que todos experimentamos de manera más o menos afortunada en la vida. En definitiva, el legítimo deseo de crecimiento y evolución. Si eres de los que envidian, sugiero que ahora que nadie lo sabe, investigues las razones que te llevan a envidiar: proyecciones, frustraciones, deseos inconfesables… Recuerda que la envidia, con o sin intención, busca infundir miedo al cambio. Y eso, pronto o tarde, se convierte un bumerang. Paraliza.