Pasemos ya de la dimensión vertical a la horizontal y acerquémonos al adjetivo nuestro, «Padre nuestro». De sabernos hijos, pasemos a reconocernos hermanos.
«Nuestro», porque el Padre no es de algunos sino de todos, especialmente de los pequeños y humildes en quienes se esconde: «cuando lo hicisteis con uno de los humildes, mis hermanos, conmigo lo hicisteis», nos recuerda Jesús. Por eso, si a la oración hay que ir en actitud de alabanza y filiación, también hay que ir desde la fraternidad, ya que sólo puede llamar a Dios Padre quien se sabe hermano.
«Nuestro», porque el cristiano, misteriosamente fundido en la comunión de los santos, ora siempre en plural. «Vosotros no os hagáis llamar rabí, porque uno sólo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos.» Todos vosotros sois hermanos, dice Jesús, ¿pero se puede ser hermano de todos?
Yo pienso que la fraternidad se vive en una serie de círculos concéntricos. En el primero se hallarían los más próximos a nosotros: nuestra pequeña comunidad familiar, religiosa, laboral y social en la que la relación debe ser viva y afectiva. Después un círculo mucho más amplio en el que estarían todos los que conforman nuestro barrio, parroquia, arciprestazgo o pueblo, con los que la relación ya no es tan viva pero con quienes nuestra disponibilidad de escucha y ayuda, aunque sea menos frecuente, acrecienta la fraternidad. Y por último, todos aquellos que no conoceremos nunca pero a los que ayudamos con nuestra oración, donativos y con lo que Pío XI llamaba «la caridad política», es decir, la lucha por un nuevo orden internacional, económico y social, más justo.
«Padre nuestro», porque todos somos iguales ante Dios, y porque el camino de acceso al Padre pasa siempre por el territorio de los hermanos.
Una tarde, allá en Melilla, hace muchos años, paseaba junto a la parroquia del Sagrado Corazón cuando una anciana musulmana cargada bajo el peso de un saco medio lleno se me quedó mirando. Yo le sonreí. Ella se acercó y comenzó a hablar. Yo me limité a escuchar atentamente. Antes de despedirse, dijo:
-Usted es joven, yo no. Estoy enferma y pobre, pero usted me escucha. Dios sólo uno y la Santa María Madre.
La comunión fraterna comienza por la escucha. El aire de todos los sacramentos debe ser el de la escucha. No puede haber «Padre nuestro» sin escucha del hermano. Por eso, la fraternidad es don y conquista: don, porque es regalo del Padre, un especial regalo para este mundo sin padre; y conquista, porque somos nosotros los que hemos de aprender a escuchar, acoger y ayudar a todos.
Lorenzo Orellana