Tras las dos primeras palabras del padrenuestro acerquémonos a lo que resta de la invocación inicial: «que estás en el cielo».
¿En el cielo? Ciertamente el cielo no es un lugar geográfico, aunque nosotros digamos: «allá arriba, en el cielo». Si fuera así, comenta con humor San Agustín, «los pájaros serían más felices que los hombres, pues vivirían más cerca de Dios.» No, el cielo es la alteridad, la trascendencia y la infinitud. El cielo es lo que el hombre no puede alcanzar con sus propias fuerzas.
Por eso, con la expresión «que estás en el cielo», Jesús subraya que a Dios, el Padre cercano y cargado de ternura, no lo debemos confundir con un padre terreno, pues habita en el cielo. Está diciendo que frente a la cercanía que sugieren las dos primeras palabras: «Padre nuestro», no debemos olvidar la distancia que hay entre Dios y nosotros. Más aún, está indicando que, los que así oramos, no podemos contentarnos con los diosecillos de la tierra, y por eso afirmamos que Dios siempre es mayor, pues está en el cielo. Y, entonces, esta fe nos otorga grandeza de ánimo, libertad de espíritu y generosidad sin medida, porque el Padre nuestro que está en el cielo nos da fuerza para ser libres, incluso en medio de las contradicciones y persecuciones.
Todavía más, los que esto creemos, descubrimos que Dios siempre nos antecede y sorprende. Que su amor brota no de nuestros méritos, sino de su bondad. Que el Padre del cielo es el único que puede calmar nuestra sed. Que su presencia nos llama, y que solamente un Dios tan Padre y tan grandioso es el único que puede ayudarnos para que nuestro camino desemboque en el cielo.
Y cuando así creemos y oramos, alcanzamos la respuesta a la gran pregunta que somos. Y nuestra vida queda iluminada por una experiencia gozosa: que el Dios del cielo habita en nuestra intimidad: «intimior íntimo meo». Y saboreamos lo que es nacer de lo alto. Y nos crece el deseo de ser mejores hijos y hermanos. Y nos embarga la alegría, porque no hay mayor alegría que la de sabernos hijos del Padre y hermanos de los hombres. Entonces, fundidos en la comunión de los santos, descubrimos que nuestra oración se puebla de caras y rogamos por todos, por los que conocemos y por los desconocidos, pues deseamos que todos conozcan al Padre. Al Padre que sacia nuestra sed, la perenne sed que sentimos los que habitamos en la tierra.
Todo esto y más es lo enseña Jesús cuando dice que oremos con estas palabras: «Padre nuestro que estás en el cielo».
Lorenzo Orellana