El Concilio II de Nicea aborda la persecución a las imágenes e iconos

Diócesis de Málaga
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Hasta el presente, los seis primeros concilios habían tenido un marcado carácter dogmático precisando la verdadera doctrina sobre la Santísima Trinidad y la figura de Cristo. Surge ahora una grave desviación en el culto y en la liturgia: la iconoclastia o persecución de los iconos e imágenes.

Éste es el último concilio ecuménico aceptado por católicos y ortodoxos. Y difiere bastante de los anteriores.

Hasta el presente, los seis primeros concilios habían tenido un marcado carácter dogmático precisando la verdadera doctrina sobre la Santísima Trinidad y la figura de Cristo. Surge ahora una grave desviación en el culto y en la liturgia, amparada de una manera eficiente por los emperadores bizantinos y es la iconoclastia o persecución de los iconos e imágenes.

La veneración a las imágenes representadas en pinturas y esculturas se remonta a la época de las catacumbas. Y la Iglesia nunca lo prohibió, salvo en alguna excepción por el peligro de idolatría. Al pueblo cristiano siempre agradó la veneración a las imágenes, pues a través de ellas contactaban con Dios, y veían en la Virgen y en los santos modelos de vida cristiana y de intercesores ante la divinidad. Algo parecido ocurrió con las reliquias. Fue el emperador León III el Isáurico el que inició la persecución iconoclasta. Los motivos no están del todo claros; unos piensan que se debe al influjo de los judíos, enemigos de las imágenes, otros que a la influencia de los musulmanes, otros que a la actitud de herejes y maniqueos.

Lo cierto es que en el año 727, León III mandó destruir la imagen de Cristo de uno de los palacios imperiales. El pueblo se amotinó asesinando a varios oficiales del emperador. Éste respondió con inusitada crueldad, con cárceles, destierros, mutilaciones, azotes. La persecución imperial se convirtió en un vandalismo feroz que destrozó innumerables obras de arte y que llevó al martirio a monjes, clérigos y laicos. Con Constantino V Coprónimo (740) hijo del anterior, la persecución se incrementó destruyendo reliquias e incluso azotando al patriarca y ensañándose contra centenares de monjes mutilándolos y asesinándolos.

En el 787 se celebró el II Concilio de Nicea, convocado por la emperatriz Irene. El papa Adriano (772-795) alabó las buenas intenciones de la emperatriz y envió dos legados. Asistieron más de 300 obispos. Los enviados pontificios leyeron una carta escrita por el propio papa y la asamblea exclamó: «así cree, así piensa, así dogmatiza todo el santo sínodo». De esta manera fueron anatematizados los defensores de la herejía iconoclasta. Se proclamó la licitud del culto a las imágenes, distinguiendo entre «prokynesis» (veneración y respeto) y «latreia» (adoración). A los iconos e imágenes se les venerará y no se les adorará. Destronada Irene, reapareció la persecución con León V el Armenio (813-820) y sucesores. Con la emperatriz Teodora (843) se impuso la paz definitiva. Desde entonces la Iglesia Oriental celebra anualmente la «fiesta de la ortodoxia» en recuerdo a los mártires víctimas del furor iconoclasta. Hoy nadie pone en duda la importancia de los iconos e imágenes en el culto cristiano.

Constituyen un medio adecuado que nos recuerda que los santos en el cielo son un modelo a seguir y unos intercesores a quienes invocar, evitando las posibles exageraciones que pueden darse en la veneración de sus representaciones pictóricas o escultóricas.

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