
Una de las pinturas del museo de la Catedral que más llama la atención a quienes la contemplan es la titulada como La Fuente de la Vida. Se trata de una composición alegórica que centra la imagen de Cristo clavado a un madero en forma de tau.
Esta iconografía fue difundida por san Francisco que asoció la última letra del alfabeto hebreo a la cruz como recuerdo del día postrero y signo de salvación ya presagiado por el profeta Ezequiel (9,4): «El Señor le dijo: Pasa a la ciudad de Jerusalén y ponles una señal en la frente a los hombres que gimen a causa de las abominaciones» .
El Crucificado tiene como base una pila que embalsa la sangre que brota de sus heridas. En su borde, tras la cruz, unos ángeles sostienen un tarjetón que expresa en latín: «Estos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras y la han blanqueado en la sangre del Cordero» (Apocalipsis, 7,14).
Al pie de la fontana se encuentra yacente el poverello de Asís rodeado de frailes. Todos ellos quedan identificados con unas bandas que indican su pertenencia al ejército de los mártires. Del pecho de Francisco brotan unas azucenas de cuyas flores surgen diminutos bustos de bienaventurados como Clara, Buenaventura, Bernardino, Antonio… En definitiva, la pintura quiere plasmar cómo la orden franciscana, tiene como basamento a su fundador que a su vez se ha nutrido de la fuente salvífica que es Cristo y que ha purificado y librado de la muerte eterna a cuantos han dado testimonio suyo con su martirio o su vida ejemplar. La obra, de origen anónimo, debió ser realizada a fines del siglo XVI.

