
Judas, Pedro, Herodes, Barrabás, el Cireneo, la Verónica, Longinos, el discípulo anónimo de Emaús… El profesor de los centros teológicos diocesanos Santiago Vela analiza la figura de algunos de los personajes secundarios del relato de los Misterios centrales de nuestra fe.
Jesús, agonizando en la cruz, clamó con voz potente: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo ocurrido, dijo: «Realmente, este hombre era justo». Todos
se han ido, solo el centurión, un pagano que habría conocidoaJesúsesemismodía,permaneciópor obligación y tuvo el privilegio de escuchar al Señor y verlo lanzar su último aliento. El pagano se dejó mirar por Él y comprendió que ese hombre era inocente y que en esa muerte estaba la misteriosa presencia de Dios.
Jesús ha expirado, ha muerto desnudo, solo y abandonado. Y el centurión observó que sus últimas palabras no fueron de rabia, ni de condena, ni de venganza; al contrario, fueron palabras que sellaron una vida fiel, confiada y de amorosa obediencia al Padre. Con su expiración inundó el mundo de auténtico amor.
El centurion y el soldado de la lanzada
Longinos, como posteriormente la tradición llamó al centurión al que identificó también con el soldado que atravesó a Jesús con su lanza una vez muerto, recibió la gracia y reconoció en el que pende del madero al Justo, al Mártir, al Hijo de Dios, porque esa muerte estaba inundada de amor y de entrega. ¿Y nosotros, nos dejamos transformar por su mirada? ¿Lo confesamos como el Señor que ha entregado su vida por amor?