
El profesor de los centros teológicos diocesanos Dionisio Blasco invita a profundizar en el Evangelio de este domingo, 26 de octubre, XXX del Tiempo Ordinario (Lc 18, 9-14).
La Palabra del Señor es sanadora, salvadora. Jesús dirige esta parábola “a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”. Y es que apoyarse en la convicción de la propia santidad, en la certeza de haber ganado el cielo, lejos de acercarnos a Dios, nos distancia. Ese fue el gran error de los fariseos.
La palabra fariseo proviene de un término hebreo que significa “el separado”. En el empeño de tener que separarse del pecado y los pecadores, los fariseos terminaron alejándose de Dios, aislándose del prójimo. Y es que las profundas convicciones religiosas, si no se mezclan con amor y sentido común, pueden terminar convirtiéndose en puertas que nos separan de la auténtica santidad, que no es otra que la vida en el corazón de Dios.
Eso es lo que les pasó a los fariseos: grandes conocedores de la Ley de Dios que, sin embargo, se alejaron de ella al considerarse mejores que los demás, al olvidar la pedagogía de Dios manifestada en la historia de la salvación.
Por eso, Jesús les propone mirar al publicano y, en esa mirada, redescubrir la misericordia de Dios que perdona, que levanta, que enaltece al que se humilla, es decir, al que reconoce su pequeñez. La parábola del fariseo y el publicano es una invitación a sentirnos reconfortados no con nuestras propias obras, sino con la ternura de Dios que nos acompaña y nos ama.

