El profesor de los Centros Teológicos Andrés García Infante ayuda a profundizar en el Evangelio de este domingo, XXVI del Tiempo Ordinario, 29 de septiembre.
En el evangelio de hoy nos encontramos con un peligro que nunca nos ha abandonado: la ceguera espiritual. Esta ceguera hunde sus raíces en la madre de muchos pecados, la soberbia. En efecto, en esta matriz podemos encontrarnos, por una parte, la tentación de mantener a Dios y su obrar en los márgenes de nuestra comprensión y gusto, pero permíteme que te diga algo… Si crees tenerlo todo muy claro y piensas que Dios sólo puede obrar conforme a tus ideas, recuerda aquello de san Agustín: “si lo comprendes, no es Dios” (s117). ¡Nuestro Dios es el de las sorpresas! El Dios siempre mayor que no deja encerrarse en esquema alguno.
Por otra parte, y en conexión con esto que vengo diciendo, nos encontramos con la tentación que nos lleva a entender el poder, no en clave de servicio, sino de dominio. Así las cosas, entendemos el poder que se nos confiere, no como un don inmerecido que hay que poner al servicio de los demás, sino como algo que nos pertenece por derecho y que debe estar sometido a nuestra voluntad. Es por eso por lo que esta ceguera no nos permite apreciar una realidad básica: Dios actúa de muchas y misteriosas maneras… y no sólo en “los míos”, sino también en “los otros”, incluso en los que me caen mal. Digo más, el Espíritu sopla incluso fuera de los límites visibles de la Iglesia católica.
Pidámosle al Señor la humildad necesaria para reconocer que su obra es mucho mayor que nosotros.