Belén, encuentro con Dios

Diócesis de Málaga
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La diócesis de Málaga es una sede episcopal dependiente de la archidiócesis de Granada, en España. Su sede es la Catedral de la Encarnación de Málaga.

El sacerdote malagueño Manuel Gámez explica el sentido de los belenes.

Nuestro pueblo arrastra preciosas tradiciones religiosas. El sacerdote, como un zahorí, ha de descubrirle el manantial de aguas puras que pulula en todas estas manifestaciones, frutos de un dogma vivido y asimilado. Como otro Cristo «no ha de destruir, sino darles cumplimiento», llenarlas de contenido.

Se aproximan las Navidades. En las familias cristianas se presiente la más pura alegría en torno a los belenes. La escena del nacimiento más humilde, pero el más universal de la historia, se va a reproducir en graciosas figurillas de barro, montes de papel y agua de cristal.

Un nacimiento hace frente al pecado

¡Qué espléndido exponente de todo lo que realizó en nuestra tierra la Encarnación del Verbo! Porque Cristo no solo redimió al hombre, sino que elevó a toda la creación a un orden sobrenatural.

El pecado frustró la armonía maravillosa de la obra de Dios.

San Pablo, el auscultar el latir de todas las criaturas, percibe el común desquiciamiento. Todas «gimen como de dolores de parto, ansiando el día de la restauración». Y la restauración llegó en Cristo.

Las calendas

Las calendas de la Natividad nos lo anuncian: Jesucristo, Eterno Dios e Hijo del Eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su misericordioso advenimiento, concebido del Espíritu Santo nace en Belén de Judá, de la Virgen María, hecho hombre. Belén, la más pequeña de las aldeas de Judá, es testigo del maravilloso trueque.

El armonioso concierto de la creación, interrumpido por la interferencia del pecado, adquiere nuevamente la amplitud sonora de sus notas de alabanzas en Cristo. Los cielos otra vez cantan la gloria del Señor. La creación es “recreada” por Cristo, con Cristo y en Cristo. Dislocada de su cauce por la culpa, encuentra la ruta de su destino: servir al hombre para que ascienda a Dios.

Pequeño mundo de fantasía que acerca a Dios

Los belenes del pueblo cristiano son la realización plástica de esta misteriosa redención cósmica. En ellos hay un punto de atracción, en torno al cual gravita aquel «pequeño mundo» de fantasía: el establo y en el establo, el pesebre donde, «en medio de dos animales» (Resp. 6o de los Maitines. I Enero) yace el Verbo encarnado.

Los humildes, los primeros

Hacia el establo convergen todos los caminos, «enderezados y allanados» (Is 40, 4) para que los hombres lleguen sin tropiezos al niño que es el «único camino, verdad y vida». Y, claro, los más diestros, los primeros en encontrar esta ruta, los humildes: unos pastores, gente sencilla del pueblo, en graciosos grupos, van hacia el portal. Cantan y saltan de alegría: «¡Ha nacido el Salvador!» En lo íntimo de su corazón perciben el mandato: «Hijos de los hombres, bendecid al Señor» (Cántico de los tres jóvenes, 14). Sus voces se asocian a los Ángeles del cielo «que alaban al Señor» (íd. 2).

Unos magos se acercan…

Por la llanura del desierto de serrín se acercan unos magos. Cabalgan sobre camellos ricamente enjaezados. La abigarrada caravana tuvo dificultades en acertar con el camino: se interpuso Herodes; pero al fin, atinaron con la ruta de Belén. Una estrella de papel de estaño, ingenuo remedio de las que en el cielo «bendicen al Señor» (íd. 4), les sirve de guía seguro. El itinerario se les hace fácil, porque dóciles a la luz de la estrella, allanaron antes las sinuosidades de su corazón y no se dejaron crecer con la soberbia de la ciencia que hincha. Llevan al niño el tesoro de sus dones, porque solo «los sanos y humildes de corazón pueden alabar a Dios» (íd. 17).

La gloria de los mártires

En la armonía conjuntada de este concierto, alguien intenta poner estridencias. Se oyen llantos y alaridos. Allá, en la colina de un monte se levanta altivo un castillo. La soberbia de Herodes derrama sangre inocente. ¡Siempre un Herodes turbando la paz de Belén!; pero su orgullo es frustrado. El bullir de aquella sangre es el preludio de un nuevo himno: «A Ti, oh Dios, te alaba el blanco ejército de mártires» (Te Deum).

La armonía y la luz de la tierra

En esta «tierra nueva de gozo y alegría… pacen juntos el lobo y el cordero y el león come paja junto al buey» (Is. 65, 17-25). No hay discordia, ni la fiera poderosa reclama imperiosamente sus derechos al manso corderillo. Es que «hoy ha bajado del cielo la paz verdadera» (Resp. 2a Mait. De Navidad) y hasta «las fieras y los animales bendicen al Señor» (Canto de los tres jóvenes 14).

Unos pececillos saltan en el fingido lago, les falta espacio para su algarada. ¿Qué ocurre?… ¿Será acaso porque el paciente pescador no acierta a engancharlos en el anzuelo? El villancico popular conoce el secreto: «Brincan y bailan los peces en el río, brincan y bailan de ver a Dios nacido». Ellos, sin saberlo, son otra estrofa del maravilloso himno: «Peces y cuanto se mueve en el agua, bendecid al Señor» (íd. 13).

El cielo azul con luna y constelaciones de oropel es un hervidero de luces: «Pregonan la gloria del Creador» (Sal. 18) Siempre tienen los belenes cielo de luna, porque el verdadero sol, «engendrado en los resplandores de los santos, antes que el lucero de la mañana» (De la 1a Misa de Navidad) dejó el cielo y yace en el pesebre.

Los montes asentaron su mole de corcho y papel respetando el relieve de la cueva. Se achicaron para que creciera el espacio donde nació Dios. Con sus cumbres coronadas de nieve y sus laderas exuberantes de hierbas cantan alabanzas al Señor. Por extraño fenómeno las nieves de las alturas, sin tocar el valle, se posan tenuemente en el dintel del Establo. Allí todo es pureza: Dios niño, la madre virgen y san José. Tienen un mandato: «Hielos y nieves, bendecid al Señor».

La palmera oriental y el nórdico abeto, la rosa que es flor de primavera y la vid que reverdece en verano; la más variada flora ha germinado en los campos del belén. No quieren ir a la zaga en las estrofas del himno de gloria: plantas todas que germináis en la tierra, bendecid al Señor. Una fuentecilla brota de junto al Portal; su agua es, como la quería san Francisco de Asís, humilde, hermosa y casta. Por eso también bendice, canta a Dios.

El instinto del Belén

Posiblemente el pueblo no sabrá explicar por qué construye así sus belenes. Ni dará con la raíz que hasta justifica los anacronismos: una locomotora, un automóvil o un hangar con aviones junto al Portal. El niño de Belén, creador de los elementos, es también el señor de la técnica. La liturgia tiene bendiciones para las máquinas y nada escapa a su influjo redentor. Mas, es cierto, al pueblo le guía un instinto de profunda raigambre cristiana. Todas sus manifestaciones religiosas tuvieron un mismo principio, brotaron de una misma fuente, «ex abundantia cordis». Este fino instinto le hizo descubrir el secreto de los sacrosantos misterios del cristianismo.

Recuerdo la letra de un villancico nacido en el ambiente popular de una de las aldeas de nuestra Diócesis de Málaga. Es bellísima. Narra el misterio de la Encarnación en un largo romance. La letra es un modelo acabado de teología popular. Cada estrofa es interrumpida por un estribillo, donde se invita a todos los elementos de la creación a expresar su alegría, porque María es madre del Verbo divino.

… «Y por ser Madre del Divino Verbo,
canten los hombres, tierra, mar y cielo».
El himno litúrgico del O cio de Navidad posiblemente sirvió al pueblo para su inspiración:
«El cielo, la tierra, los mares
y todo cuanto ellos encierran,
saludan con nuevo cántico
al Autor de la nueva salvación».
(Himno: “Jesu Redemptor”)

Estas ideas son el cañamazo sobre el que trama el pueblo la liturgia de los “belenes”. «¡Ex vidit Deus quod esset bonum!» (¡Y vio Dios que era bueno!).

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