Ante el 35 aniversario de la muerte de la sierva de Dios Laura Aguirre

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Artículo de Tomás Salas, postulador para la causa de beatificación de la Señorita Laura, ante el 35 aniversario de su fallecimiento.

Desde hace varios años, en la parroquia de Álora se termina el año con la celebración de una Eucaristía en recuerdo de la muerte de Laura Aguirre, que acabó su vida terrena, precisamente, el último día del año 1986.

Ese acontecimiento supuso una gran conmoción en Álora y, al día siguiente, su entierro y funeral, presidido por el obispo D. Ramón Buxarráis, fue una enorme manifestación popular de cariño y respeto. 

Justamente 36 años antes, en el último día del Año Santo de 1950, comenzó su labor en Álora con tres niñas y su fiel colaboradora Ángeles Medina, en un pobre local, frente a la iglesia parroquial, donde no tenía casi nada, pero donde no faltaba una firme confianza en la providencia y la certeza de que emprendía un camino que iba a ser su definitiva vocación. 

Puede decirse que su muerte fue coherente con su vida. Estuvo ese día con sus niñas, ayudando en el comedor. Durante la comida se sintió indispuesta. Llamaron al médico y poco tiempo después había fallecido.  

Todos los que vieron su cuerpo sin vida coincidieron en que transmitía una extraña sensación de paz y serenidad. Tenemos el testimonio del D. Diego Núñez García, que era el médico que la atendió en aquellos últimos momentos. El doctor Núñez, que además tenía amistad con la Sierva de Dios, era consciente de que aquella vida estaba acabando. «No se me pasaron por alto -decía- dos sensaciones que siempre me acompañaron en mi relación con Laura: una, que la habitación destilaba la humildad que siempre había acompañado a Laura en su vida; y otra, que el semblante de la Señorita Laura era de profunda paz, pues estaba como dormida, sin sufrimiento, y se marchaba en paz». 

Aunque sólo el Señor conoce totalmente la intimidad de cada alma, suponemos que a la Sierva de Dios este trance la encontró preparada para partir en paz y con el equipaje preparado para el último viaje. Un equipaje repleto con una vida de renuncias, caridad, profunda espiritualidad y -siempre lo repetimos- inagotable confianza en la Divina Providencia. 

Atrás quedaban 85 años de una vida plena, que dejó detrás de un puñado de semillas que hoy siguen germinando y produciendo frutos. 

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