Creo en el amor para toda la vida. Para esta. Y para la eterna. No me imagino, por ejemplo, que mis familiares, fallecidos, hayan dejado de quererme. Aunque, en esto de certezas eternas, habría que recurrir a la fe. José Luis Garci dijo recientemente en una entrevista en referencia a la vida post mortem: «No hay nada o hay misericordia». Interesante.
Porque de manera sintética y honesta no se cerraba a la posibilidad de que después de la muerte hubiese vida; misericordia. De hecho, esta vida, a modo de avance, dejemos la vida eterna para otro artículo, está plagada de evidencias e intuiciones de que el amor eterno existe; sí. A las pruebas me remito: el amor por un hijo, por la pareja, por un amigo; el amor por unos padres, por unos nietos, por Dios. Que no se da en todo el mundo, es cierto; pero que se da, también es igual de verdad.
La vida, como si se tratase de una moneda, tiene cara y cruz: hay vidas que muestran cómo lo que llaman amor no perdura; por otra parte, dudo si se habla de amor verdadero o si es que hay amores que caducan por circunstancias que lo pudren. También sé que existe el amor para siempre.
El sábado participé de una boda de oro; Mari y Pepe llevan cincuenta años casados. Y ahí hay amor. Que se lo digan a sus hijas. Que se lo digan a quienes celebramos la ceremonia. Alegra ver cómo se festeja el amor después de tantos años: más de medio siglo, noviazgo incluido; como dice la canción, «el amor está en el aire». Es más, todos tenemos capacidad de amar y disfrutar del amor. Conviene recordarlo: si amamos más, viviremos mejor. Es cuestión vital que nos sitúa en la órbita de la plenitud.
