Homilía Crismal del obispo de Jaén, Mons, Amadeo Rodríguez
Queridos hermanos sacerdotes:
Acentos de la misión de Jesús.
No quiero distraer vuestra atención con algo personal. Es verdad que vuestra vinculación conmigo tiene un valor sacramental; pero no quiero olvidar que nuestra comunión la realizamos en Cristo, Él es nuestro referente espiritual y pastoral.
No sé si para mí es o no la última de las misas crismales que celebro como vuestro obispo titular; pero quisiera deciros que, para el Presbiterio Diocesano, es una más y tiene el mismo alto valor que todas las que habéis celebrado a lo largo de vuestra vida ministerial. En cada una, se renueva (hacemos nuevas) las promesas sacerdotales que luego mantenemos a lo largo de nuestra vida, todos unidos en un mismo presbiterio, en la misma acción pastoral, en la misma Iglesia Diocesana.
Considero, por tanto, que esta homilía la he de centrar en lo que le de unidad a nuestro ser sacerdotal; es decir, a nuestro ser en Cristo, que es lo que importa. Entre las palabras de autodefinición de Jesús, la Iglesia nos propone justamente para hoy, las mismas que leyó en la sinagoga de Nazaret. Jesús, desde la Escritura, elige los destinatarios de su misión: pobres, cautivos, ciegos, oprimidos… Y al terminar, dice: “hoy se cumplen en mí estas palabras que acabáis de oír”. A nosotros nos ha dicho que actualicemos los acentos de nuestro el ministerio en el hoy de una Iglesia servidora de los hombres.
Las Palabras elegidas por Jesús han de conformar la vida en Cristo de un sacerdote y han de enriquecer, cada día, su celo pastoral, ese que nos hace vivir para los demás sin desentendernos de ninguno. Al identificarse con esas palabras, la vida de un presbítero debe de ser el testimonio vivo de una Iglesia al encuentro del ser humano en sus necesidades. Quien aprende a vivir el encuentro con Cristo (en la oración), que este año podríamos hacer con la complicidad intercesora de San José, aprenderá a ver siempre en sus hermanos la presencia del mismo Jesucristo. ¿Cómo no nos vamos a acercar a la vida de las personas, si Jesús nos espera cada día en cada una de ellas?
Las promesas que renovamos esta mañana, con el cuestionario litúrgico que nos ofrece la Iglesia, nos llevan a renovarnos en nuestra caridad pastoral. Este año, si me lo permitís, os propongo, como fondo de estas preguntas y de nuestras respuestas, la biografía espiritual de San José. Será el homenaje que le dediquemos con nuestro cariño y respeto. Intentaré hacer nuestra semblanza sacerdotal teniendo como guía lo que el Papa Francisco nos propone para acercarnos a la figura de San José en la Carta Apostólica Patris Corde. En ella hace un precioso retrato del Patriarca, en el que los sacerdotes haríamos muy bien en reflejarnos.
1. Padre amado. Sería muy pretencioso por nuestra parte ser como José en el afecto que recogemos en nuestro ministerio; seguramente, nunca lograremos que se nos considere así; entre otras razones, porque no siempre a nuestro alrededor se dan las condiciones para que se pueda interpretar nuestra vida como un acto de amor; a veces lo que en nosotros es bien y servicio, recibe incluso el rechazo por tópicos sociales, por falsas interpretaciones o, incluso, por las culpas de unos pocos. Pero con independencia de lo que recojamos, lo que importa es que lo que hagamos sea un don total de nosotros mismos, de nuestro corazón y de toda nuestra capacidad para amar a nuestros hermanos.
2. San José nos enseña que Dios puede actuar a través de nuestra fragilidad, de nuestra debilidad, de nuestras miserias e incluso de nuestros miedos, si los hubiere. Él es Padre en la ternura. ¿Qué hacemos con nuestra fragilidad, con nuestra pobreza cuando tenemos la suerte de descubrirla en la humildad? ¿En manos de quién lo ponemos? En principio no hay otras manos que mejor nos traten que las de Dios mismo. Sólo Él saca lo mejor que podemos tener y ofrecer cuando nos parece que no tenemos nada, saca a la luz nuestra ternura. Es la ternura de sentir que Dios nos apoya y no nos condena en nuestra debilidad; pero, también, es una invitación a no condenar; al contrario, nos hace ver que la Verdad que viene de Dios acoge, abraza, sostiene, perdona.
3. Padre de la obediencia. San José no duda en obedecer, aunque lo que se le pidió fuera difícil y no lo entendiera bien. En el segundo sueño escucha: “Levántate… coge al niño y a su Madre y vete a Egipto”. ¿Quién no ha sentido miedo, angustia, quién no ha dudado de sí mismo ante lo que descubría como voluntad de Dios? El sacerdote, en muchas circunstancias de la vida, tiene que pronunciar su fiat apoyado en la confianza en el Señor. Solo confiando en el Señor en cada acto ministerial, seremos, como San José, “ministros de la salvación”.
4. Cuando nos dirigimos a San José como Padre castísimo, no es una indicación meramente afectiva. Es el reconocimiento de una actitud. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Dios mismo nos ama, con amor casto, y nos deja libres incluso para equivocarnos o ponernos en contra suya. La lógica del amor es una lógica de libertad, nunca de posesión. Por eso, la castidad en José es el don de sí mismo. Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo. Sólo en la castidad nuestra vida alcanza su belleza y su alegría. De lo contrario, nos sumiremos en la infelicidad, la tristeza, la frustración y en un largo camino de desajustes.
5. San José, a la hora de acoger a María, supedita todo a la caridad, por eso es padre de la acogida. Cuántas veces nosotros sacerdotes tenemos que hacer opciones sobre qué hacer, cómo valorar la vida de los otros, cómo situarnos ante decisiones, juicios y demandas que nos llegan. Nunca pretendamos tener claras las razones para el rechazo o la condena. Nos dice el Papa Francisco, aludiendo a la reacción de San José, que la vida espiritual, ante esos debates internos en los que nos sitúa la vida pastoral, hemos de optar por la acogida incondicional, sin darle muchas vueltas al qué y cómo hacer. Hemos de elegir no una vía que explica, sino una vía que acoge. Dejémonos ayudar por Dios mismo que siempre, como hizo con José, nos llevará por el camino de su voluntad divina.
Y lo mismo vale también para el juicio que hacemos sobre nosotros mismos cuando estamos en situación de dificultad, de duda, de tropiezo o incluso de infidelidad. ¡Cuántas veces nos puede suceder que no entendamos nada de lo que se nos pide hacer en ese momento! No nos victimicemos echándole las culpas de todo a los demás. José asume su responsabilidad y acepta su propia historia. San José acoge la voluntad de Dios, aunque no la entienda. Por eso se convirtió en un protagonista valiente y fuerte que asume las dificultades y las contradicciones. Acoger la vida como la acogió José nos puede llevar a comenzar de nuevo milagrosamente y a resituarnos en nuestro fiel seguimiento de Cristo. José no buscó atajos fáciles, afrontó la responsabilidad de acoger en su vida a Jesús.
6. Como Padre de la valentía creativa, San José nos enseña a encontrar cada día el sentido de lo que hemos de hacer en nuestro ministerio, aunque, no sea siempre lo que esperamos o deseamos. Las dificultades no nos van a faltar nunca, y mucho menos ahora que lo que somos, lo que damos o lo que hacemos ya no goza de la comprensión y simpatía de un ambiente, que ha dejado de sernos propicio no solo a nosotros, sino también a la misma fe. Ante las dificultades, siempre hay al menos dos opciones: o bajar los brazos y dejarnos ganar por el desánimo; pero también cabe, y es lo que nos hace seguir hacia adelante, la valentía creadora para encontrar el camino del plan salvador de Dios. ¿Cómo nos situamos en este mundo que deconstruye poco a poco nuestra cultura cristiana? Asustados, porque nos parece que Dios no nos ayuda o, por el contrario, somos conscientes de que Dios confía en nosotros para planear, inventar y encontrar nuevos caminos para el anuncio del Evangelio. Pensemos, hermanos sacerdotes, que la Iglesia necesita de nosotros para ser defendida, protegida, cuidada, animada y amada en su misión. De San José hemos de aprender la alerta permanente de nuestro corazón para estar cerca de cada persona necesitada, de cada pobre, de cada persona que sufre, de cada moribundo, de cada extranjero, de cada prisionero, de cada enfermo… y así… de cada persona que busca nuestra ayuda. No olvidemos que somos sacerdotes de una Iglesia en salida.
7. San José era un carpintero que trabajaba honestamente. Esa fue la impronta que dejó en su Hijo. Jesús aprendió de él el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa comer el pan como el fruto del trabajo. Se puede decir que José fue elegido para plasmar la humanidad en la vida de Jesús, que trabajó con manos de hombre. Hoy, como sabemos muy bien, el concepto de trabajador se ha extendido a las más diversas profesiones. Nuestro ministerio, aunque sea tan específico, tiene todas las características, en dedicación, entrega, sacrificio y servicio, para que nos consideremos y seamos considerados unos trabajadores. Ya no puede existir el viejo y falso concepto de que un cura solo puede ser trabajador si se busca un oficio al margen del ministerio. Aprendamos de San José el sentido del deber en el trabajo y que aparezcamos en nuestro ministerio como persona que trabaja y que, en lo que hace, colabora con Dios creador y renovador del mundo. Pongamos de relieve que nuestro servicio tiene un gran valor social. Con criterios de la Doctrina Social de la Iglesia, siempre hemos de estar alertas a los derechos y deberes de los hombres y mujeres del mundo del trabajo, haciéndolos nuestros e incorporándolos a nuestra misión profética.
8. Nosotros, los pastores, hemos asumido la responsabilidad de la vida de otros. De algún modo, ejercemos la paternidad sobre todos los que nos han sido encomendados. “Cada sacerdote u obispo debería poder decir con el apóstol: fui yo quien os engendré por Cristo al anunciaros el Evangelio”. Pero nuestra paternidad es signo de una paternidad superior, es sombra del Único Padre celestial; y sombra también que sigue al Hijo. Acompañamos para hacer a los otros capaces de elegir, de ser libres en su fe, de salir a la intemperie para el anuncio del Evangelio. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, de descentramiento, de don. San José siempre supo que el niño no era suyo, simplemente había sido encomendado a su cuidado. San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. Somos como José, padres en la sombra.
Vivir en este fiat de San José e inspirarnos siempre en el fiat de la Virgen nos situará en el mejor clima espiritual y pastoral que un sacerdote necesita para vivir con pasión el seguimiento de Cristo en fidelidad a su ministerio de salvación de los hombres.
+Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén