HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA Y
CLAUSURA DEL AÑO JUBILAR EN LA SANTA IGLESIA
CATEDRAL DE JAÉN 2025
Lecturas: Eclo 3, 2-6. 12-14; Col 3, 12-21; Mt 2, 13-15. 19-23
Celebramos en este domingo de Navidad una fiesta muy entrañable: la Sagrada Familia de Nazaret, Jesús, María y José. Y lo hacemos, además, en un día muy significativo para nuestra Iglesia diocesana, porque en esta Catedral de Jaén, Templo Jubilar, clausuramos el Año Jubilar de la esperanza que hemos vivido como tiempo de gracia, de conversión y de esperanza.
Venimos a dar gracias por lo recibido. Venimos también a pedir luz para el camino que continúa, la peregrinación de nuestra vida. Y venimos, sobre todo, a poner en manos del Señor lo más valioso y lo más frágil que tenemos: nuestras familias.
La primera lectura, del libro del Eclesiástico, nos lleva a lo concreto: honrar a los padres, cuidarlos, acompañarlos, no dejarlos solos en la vejez. La fe se juega también en esos gestos sencillos: respeto, paciencia, ternura.
Esta Jornada de la Familia, con el lema “Matrimonio, vocación de santidad” está plenamente justificada: hoy necesitamos la familia más que nunca, enraizada en la vocación matrimonial, llamada de Dios, voluntad de Dios que genera “un hogar”. En un mundo duro, con soledades y cansancios, todos necesitamos un lugar de aceptación y afecto. Y, al mismo tiempo, sabemos que la familia sufre: dificultades de identidad – cuando se presenta la fidelidad, el sacrificio, la renuncia y la entrega total como una carga – y dificultades muy reales: trabajo, vivienda, economía, conciliación, educación de los hijos… Por eso, hoy reafirmamos con serenidad que la familia es un bien insustituible, y cuidarla es servir al bien común, es cuidar y proteger a nuestra sociedad, a nuestra humanidad.
San Pablo, en su carta a los Colosenses, nos da el “estilo” de una familia cristiana donde hay: compasión, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia; perseverancia y perdón; y, donde por encima de todo, está el amor.
Para que una familia camine hacen falta muchas cosas, sí, pero sobre todo dos claves: un descubrimiento y una actitud. El descubrimiento de la grandeza de la persona: que somos hijos de Dios, con un valor infinito. Donde mirar así cambia el trato, abre al respeto y facilita el perdón. Y la actitud ante el amor: pues el amor verdadero en la pareja es presencia, manifestación del amor de Cristo, un amor que es entrega, generosidad, oblativo y que se renueva cada día y se alegra de hacer felices a los demás. Es un amor que llama a la santidad y hace santidad.
El Evangelio de Mateo nos muestra a José en la huida a Egipto: de noche, sin ruido, con prontitud. José custodia a María y al Niño. Se fía de Dios y protege la vida. La Sagrada Familia conoció la fragilidad, la incertidumbre, el camino difícil. Por eso está cerca de tantas familias que hoy pasan pruebas. Y José nos enseña algo precioso: amar es estar, sostener, proteger.
Y recordemos lo esencial: como en Caná, Jesús tiene que estar presente en nuestras casas para transformar nuestros amores pobres en un amor más fiel y generoso. Y con Él, María, Madre que acompaña y enseña a creer y a perseverar.
Queridos hermanos, hoy no solo contemplamos a la Sagrada Familia, hoy, en esta Catedral, cerramos un Año Jubilar. Y lo cerramos preguntándonos, con sencillez y con verdad, qué quiere el Señor de nosotros después de todo lo vivido.
Damos gracias por este tiempo de gracia en el que Dios nos ha devuelto a lo esencial: la esperanza no es un optimismo ingenuo; la esperanza es Cristo. Él ha sido el centro de este Jubileo: su misericordia, su palabra, su perdón, su Eucaristía.
Pero al concluirlo nace una pregunta muy concreta para nuestra Iglesia de Jaén: ¿a qué nos lleva todo lo que hemos vivido como “Peregrinos de esperanza”?
No sería cristiano quedarnos solo en el recuerdo de actos y celebraciones. El Jubileo ha sido un don, y todo don se convierte en misión. Por eso, yo diría que lo vivido nos conduce, al menos, a cuatro caminos muy claros:
- a) A volver a lo esencial: a poner a Jesucristo en el centro.
El Jubileo nos ha purificado de lo accesorio y nos ha recordado lo primero: Cristo. Él es nuestra esperanza. Él sostiene la Iglesia. Él nos espera siempre. De aquí nace una llamada para nuestra diócesis: cuidar con más amor la Eucaristía dominical, la escucha de la Palabra, la adoración, la vida sacramental. Si Cristo no es el centro, todo se desordena; si Cristo es el centro, todo encuentra su sitio.
- b) A una Iglesia reconciliada y misericordiosa.
En este año hemos experimentado – de muchas maneras – que Dios abre puertas: la puerta del perdón, la puerta de la paz, la puerta de la comunión. Por eso, el Jubileo nos empuja a ser una diócesis donde se respire reconciliación: en las familias, en las parroquias, en las comunidades, también entre nosotros, siendo fermento de comunión en nuestra sociedad. Que no nos acostumbremos a vivir con heridas abiertas o con distancias. Lo que hoy vivimos en nuestra sociedad no es nuestro hábitat natural. La esperanza se nota cuando una Iglesia sabe perdonar y volver a empezar, generando un ambiente de fraternidad.
- c) A una Iglesia en salida: esperanza para los que más sufren
Ser “peregrinos” significa moverse. Y la esperanza, si es verdadera, nos pone en camino hacia los demás, especialmente hacia quienes cargan con más peso: los pobres, los enfermos, los mayores que están solos, los que viven la precariedad, los que están lejos de la fe, los que se sienten descartados. El Jubileo no puede quedarse en la Catedral: tiene que salir de la Catedral. Se traduce en caridad concreta, en cercanía, en compromiso.
- d) A fortalecer la fe en lo cotidiano
El Jubileo nos enseña a vivir la fe no como algo añadido, sino como alma de la vida. Y eso se juega en lo ordinario: en el trabajo, en las relaciones, en la educación, en la familia, en las pequeñas decisiones de cada día. Por eso, clausurar el Jubileo significa volver a Nazaret, como la Sagrada Familia: santificar lo cotidiano. Llevar la esperanza a nuestras parroquias, colegios, cofradías, movimientos, asociaciones, a nuestros pueblos y barrios.
Así entendemos lo esencial: clausurar el Jubileo no es cerrar la gracia. Lo que termina es un tiempo señalado; lo que permanece es la llamada a vivir lo celebrado. Como Iglesia de Jaén, después de este año, el Señor nos dice: “No os quedéis parados. Seguid caminando. Sed peregrinos de esperanza: con Cristo en el centro, con misericordia en el corazón, con caridad en las manos y con fe encarnada en la vida.”
Y así, al cerrar hoy este Año Jubilar en nuestra Diócesis, el Señor nos envía a llevar lo vivido a nuestras casas y a nuestras calles, para que se note que la esperanza no defrauda (cf. Rom 5,5).
Esta Catedral es casa de todos. Es signo visible de nuestra comunión. Aquí venimos como somos: con nuestras alegrías y nuestras heridas. Y hoy, como familia diocesana, pedimos una gracia: que nuestra diócesis tenga alma de hogar, que nadie se sienta solo, que haya acogida, consuelo, luz.
Y pedimos también que cada hogar sea una “iglesia doméstica”. Para llegar a ser ella misma, la familia necesita desarrollarse en todos los aspectos de la vida humana; no basta el solo afecto, ni los intereses comunes. Es precioso que los esposos compartan también su vida espiritual: la oración, la participación en la Eucaristía, el servicio a los demás, la caridad concreta.
Por eso, en una familia cristiana es bueno que haya signos de fe a la vista, momentos de oración común, tiempos para hablar de lo que Dios nos pide, gestos compartidos de solidaridad. Y así la fe se transmite no como rutina, sino como vida. Los hijos no aprenden solo por lo que se les dice, sino por lo que ven: una fe operante, una fe que se traduce en obras, una fe que perdona y sostiene.
Y también hoy renovamos un compromiso eclesial: acompañar a los jóvenes en la preparación al matrimonio, sostener a los matrimonios en sus dificultades, ayudar a las familias a educar en la fe, cuidar a los mayores, estar cerca de quienes viven situaciones de fragilidad o soledad. La Iglesia quiere ser madre: una casa donde se aprende a amar.
Hermanos, al concluir esta Eucaristía y clausurar el Año Jubilar, no nos llevamos solo un recuerdo: nos llevamos una llamada. Hemos peregrinado, hemos celebrado, hemos pedido perdón, hemos dado gracias… y ahora el Señor nos dice: “Volved a casa conmigo”.
Y hoy, en esta clausura, es de justicia DAR GRACIAS. Gracias: al equipo de la Comisión diocesana para el Año Jubilar, presidida por el Comisario, el Vicario Episcopal D. Bartolomé López, por el trabajo constante, discreto y generoso; a la Cofradía de Nuestro Padre Jesús, “el Abuelo”, por acoger y sostener a tantos peregrinos que han iniciado desde el Santuario diocesano “el Camarín de Jesús” la peregrinación hacia la Catedral; a los voluntarios, que han sido el rostro visible de la caridad organizada: acogiendo, orientando, sirviendo, solucionando; y aquí hago mención especial a la presencia de Cáritas Diocesana, que han mantenido vivo el signo de caridad de este Jubileo; a los coros de nuestra Diócesis, que han elevado la oración del pueblo y han embellecido nuestras celebraciones; a parroquias, comunidades religiosas, movimientos, cofradías, hermandades, delegaciones, y a tantos fieles sencillos que han puesto su granito de arena. Así como de manera especial, agradecemos a la Catedral y a su Cabildo, así como la ayuda y disponibilidad del Ayuntamiento de Jaén y de los distintos organismos y fuerzas de seguridad de nuestra ciudad y de nuestra Provincia, que gracias a ellos ha sido posible realizar y vivir las peregrinaciones y determinadas celebraciones: ¡Gracias!
Y gracias, sobre todo, al Señor, que nos ha sostenido en este camino y nos ha regalado su gracia.
Encomendemos a Jesús, María y José a todas nuestras familias. Que nos enseñen a vivir unidos, a sostenernos en las pruebas y a cuidar lo esencial. Y que, al salir de esta Catedral, cada uno pueda ser en su casa y en su entorno una pequeña luz que diga, sin palabras, una gran verdad: Dios está con nosotros. Y por eso, siempre hay esperanza.
+ Sebastián Chico Martínez Obispo de Jaén

