«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia,
mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos,
nos ha regenerado para una esperanza viva» (1Pe 1,3).
Queridos fieles diocesanos:
¡Feliz Pascua de Resurrección! Porque ha resucitado nuestra Esperanza. En este Año Jubilar, la Pascua adquiere un significado aún más profundo y que llena este tiempo y nuestra fe de sentido. El mensaje de la Resurrección es, en esencia, un mensaje de esperanza inquebrantable, una esperanza que no defrauda y que tiene el poder de transformar nuestras vidas y con esa transformación, ser capaces de cambiar nuestro mundo.
Como aquellas mujeres, hemos llegado de madrugada hasta el sepulcro vacío, y esa imagen, en lugar de llenarnos el corazón de tristeza y de desesperanza, nos ha proporcionado paz, al escuchar de los ángeles, que el que allí había sido sepultado, ha resucitado, porque en su muerte y en su resurrección está nuestra propia salvación. Benedicto XVI reflexiona sobre el sentido de la verdadera esperanza en nuestro mundo cuando afirma: «Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Spe salvi n.1).
Si nuestra mirada no se levanta hacia el cielo con la esperanza puesta en Él, nuestra vida sería solo un valle de lágrimas. Una estrella fugaz que dura tan solo un instante en la inmensidad de los tiempos. Pero, nuestra existencia tiene un sentido, un propósito que nos trasciende, y es esa misma trascendencia la que nos otorga la categoría de inmortales con la resurrección de Jesucristo. Con Él, hemos soportado su pasión, hemos cargado su cruz; con él moriremos, pero también seremos resucitados por amor. «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CIC n.1817).
Mediante la confianza en el Dios que siempre cumple su palabra, «gustamos ya en este mundo la esperanza de una vida futura que nos saciará totalmente» (San Agustín, En. in Ps.39). Este Jubileo nos ofrece una oportunidad para renovar nuestra confianza en estas promesas y para experimentar la gracia de un nuevo comienzo, que parte de la piedra movida, los lienzos tendidos y el sepulcro vacío.
Cristo, el Cordero Pascual que ha sido inmolado, ha triunfado sobre la muerte y nos ha abierto, así, las puertas de la vida eterna. La resurrección de Jesús da sentido a nuestra vida de cristianos, sin ella, como dice san Pablo «vana es nuestra fe» (1Cor 15,14) porque viviríamos una ilusión y no la certeza de contemplar la gloria. Los cristianos no seguimos a un personaje del pasado, sino alguien que está vivo para siempre y cuyo amor nos hace vivir en esperanza: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, muerto en la cruz, que resucitó al tercer día.
La Resurrección de Jesús es la manifestación definitiva de la bondad de Dios, su respuesta de amor a todas las angustias y preguntas de nuestro corazón, el principio vital del que se alimenta nuestra vida y nuestras buenas obras. Celebrar la Pascua es confesar que, en la historia y en el mundo, ha entrado una fuerza que todo lo renueva y lo transforma. Este es el Espíritu del Resucitado, que vence a cualquier dominador, que sana toda enfermedad, que revive lo caduco, que aniquila la violencia con el don de la paz, que no hace acepción de personas y a todos nos ama y salva por igual.
En este tiempo, la liturgia nos ofrece la Secuencia de Pascua, conocida como el Victimae paschali laudes, un antiguo himno que nos introduce en el gozo del Resucitado. María Magdalena, primera testigo ocular de Cristo resucitado y primera en dar testimonio de Él ante los apóstoles (cf. Jn 20,1-9), habla de su experiencia con el Maestro. Con un lenguaje poético y, ante la pregunta: «¿Qué has visto de camino, María en la mañana?»; la apóstol de los apóstoles, responde: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada; los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». Es la proclamación de la mayor de las verdades: Cristo, quien entregó su vida por amor a nosotros, ha resucitado para darnos vida en abundancia y, en Él, nuestro amor encuentra su plenitud y nuestra esperanza se fortalece. Éste ha de ser el grito jubiloso que repitamos desde lo más profundo de nuestro corazón en este tiempo pascual.
La celebración de la Pascua nos abre a la dimensión apostólica que es propia de todo cristiano. Cada uno de nosotros está invitado a ser misionero de esperanza, para buscar y anunciar. No como profetas de desventura, que solo ven problemas y amenazas, sino como mensajeros de la alegría pascual que saben ver signos de resurrección incluso en medio de la oscuridad. Nos lo dice el papa Francisco: «Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección […], en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce fruto» (EG 276).
María Magdalena buscó a su Señor, aunque todo parecía perdido después de su muerte en cruz; Él había transformado su vida, liberándola y dignificándola. El amor verdadero es incansable y busca incluso en la oscuridad. Como esta mujer valiente, también nosotros hemos de correr hacia la tumba vacía de Jesús, hemos de entrar en ella, para ver con los ojos de la fe que Jesús ya no está allí, para creer entonces en Él, que vive para siempre. En la Pascua, nuestra fragilidad es renovada por un amor que hace nuevas todas las cosas (cf.Ap 21,5) y nos hace vivir de su mismo amor y esperanza.
Como nos invita el Plan de Pastoral diocesano para este curso, todos somos discípulos del Resucitado, que es mucho más que escuchar su Palabra; es asumir su vida como modelo y guía para la nuestra. Ser discípulos de la Pascua supone percibir la luz que emana del sepulcro, agradecer y aprovechar este momento como la nueva oportunidad que necesitamos para replantear, reorientar y potenciar nuestra relación con Dios y activar nuestra conciencia eclesial, nuestro amor a la Iglesia, y el consiguiente compromiso con la transformación del mundo a través de nuestra acción proactiva en el anuncio de que Cristo vive.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén