Beatificaciones 2013: Vidas de los mártires.
Se trata de la historia de un joven enamorado de Cristo, que sintió en su ojos la mirada del Señor y el su corazón el fuego de su Amor y ya no vivió más que para Él hasta morir por Él.
Manuel Aranda Espejo fue sólo y todo eso: Un joven seminarista que dio la vida por el Señor y se convirtió, para todos los que entran en contacto con él, en un testigo de nuestra fe. Este joven atrae a jóvenes y mayores, a todos cuantos, llenos de ideales nobles, sienten la llamada para afrontar la vida con valentía y nobleza, a cuantos quieren comprometerse con su ser cristiano.
Sí, fue un joven con valiosos dotes naturales, que se dejó embellecer sin límites por el Espíritu; fue un seminarista modelo, fiel a su vocación y, consecuente con sus compromisos, hasta el sacrificio de su vida. Joven de fortaleza férrea, capaz de resistir los más duros embates.
Nacimiento, familia e infancia de Manuel.
En un lugar de la provincia y diócesis de Jaén, en el término municipal de Martos, Monte Lope Álvarez entonces apenas conocido, cuando se iniciaba la primavera, nació un 22 de marzo de 1916. Era hijo de Francisco Aranda Izquierdo y Dolores Espejo Ortiz; el último de los seis hijos y llega a casa muy bien recibido por padres y hermanos. Lola, Cándida, Clotilde, Francisco y José fueron sus hermanos. Era una familia normal en una pequeña aldea en el territorio de Monte Lope Álvarez, a unos 14 kilómetros de la capital del municipio. Familia de trabajadores del campo, que consiguen alguna pequeña propiedad y amplían sus perspectivas económicas y sociales con un negocio de compra-venta de cereales. En esta familia se respetaba a Dios, pero eran pocas las prácticas religiosas que tenían, pues en el lugar no hay sacerdote; sólo cuando van a Martos para cumplimentar una boda, un entierro, los bautizos y poco más. En lo cultural se diferencian poco de los demás, aunque puede apreciarse un deseo de superación. Las hermanas pasan algunos días en Martos, José comienza a estudiar en San Agustín de Jaén.
Manuel seguramente recibiera el Bautismo en Martos y en la Parroquia La Virgen de la Villa. Los Archivos parroquiales fueron destruidos y es imposible clarificar el tema. Desconocemos también el tiempo de su Primera Comunión. El Sacramento de la Confirmación lo recibiría ya en el Seminario.
Manuel vivía en el caserío de «Las Máquinas», núcleo que por entonces tendría algo más de 400 habitantes y unas 70 casas; éste formaba parte de un conjunto de cortijadas y caseríos en el territorio llamado Monte Lope Álvarez, anejo de Martos, todo ello con una población de cerca de 2000 habitantes. La mayoría de las tierras se iban plantando de olivos, quedaban algunas para sembrar trigo y cebada, algunos otros cereales en menor extensión y pequeñas parcelas para legumbres; se vivía del trabajo del campo, en ello se trabajaba y en el ámbito rural se habitaba.
La infancia de Manuel trascurre con toda normalidad, asiste a la escuela del maestro Palanca, «maestro idóneo» que acogía en su casa a grupos de chicos y chicas y también iba a casas particulares. Manuel alterna pronto con el trabajo del campo, cuando las faenas así lo precisan: escarda, recogida de aceituna, recolección de cereales. Su temperamento era alegre y espontáneo, fuerte y bien desarrollado, con la vitalidad de la niñez que goza de buena salud. Un aspecto del carácter inquieto y alegre de Manuel viene acreditado por los siguientes versos que su maestro, jocosamente, le dedicó y que aún se conservan en la memoria de familiares y compañeros:
«Don Manuel está de cava,
toda la escuela descansa,
no se reparte ni un palo
y se sigue buena marcha.»
El maestro decía de Manuel «que era muy listo y que cogía las cosas al vuelo, pero que también era revoltoso y travieso», bien lo describía el cuarteto.
El ambiente de la aldea era casi una vida de familia, los acontecimientos más destacados se celebraban por todos: las bodas, el retorno anual del carnaval, alguna feria de pueblos vecinos, las fiestas de Martos, «los titiriteros» que pasan por la calle, la matanza,…, la preocupación por las cosechas, la recolección de la aceituna y cereal, el jornal y el trabajo diario,…, y poco más. Era suficiente.
Manuel es el menor de los hermanos; en los benjamines parece se concentran afectos y cuidados especiales. Manuel cada vez fue más querido y respetado por los suyos hasta venerarle como un verdadero santo, pero no adelantemos el final.
Cómo fue la llamada de Dios y cómo respondió Manuel.
Manuel ha cumplido los 14 años, nos situamos ya en el 1930; apenas se ha estrenado la II República. La Iglesia oficialmente la ha acatado como sistema legal, aparte el pensamiento de cada uno. Desde la Iglesia nada hay que decir más que invitar, a cuantos quieran seguirla, a que acepten el nuevo régimen y a las autoridades; pero, poco a poco, las leyes y, peor aún, los hechos, van apareciendo muy conflictivos y, desde luego, cargados de anticlericalismo. Pronto se radicalizan los partidos; la Iglesia camina entre el respeto a la legalidad que desea mantener, y los evidentes obstáculos que van surgiendo para su misión pastoral y hasta una persecución clara a las instituciones católicas y a las personas. Los movimientos sociales y cambios apenas se notan al principio, pero pronto los problemas que se viven en Martos van llegando a la aldea de Manuel con ribetes más personalizados.
Manuel es fuerte y vigoroso, con la nobleza propia de su edad y de su cuna campesina. Ya ha superado la adolescencia, más rápida en aquel ambiente rural; comienzan a rondar proyectos por su mente. En su alma grande, se detuvo complacida la mirada de Dios y encontró una respuesta sorprendente. Dios se fijó en Manuel, le quiere para el Seminario y cuando llegue el momento previsto le quiere Sacerdote, él responde; objetivo: servir a Dios entregado a sus hermanos para que así conozcan, sigan y amen al Señor. Preciosa decisión.
Pero antes… ¿Qué ocurrió para que Manuel sintiera esta llamada?
Parece que fueron dos circunstancias las que despertaron la vocación en nuestro seminarista, hablamos desde lo humano, que desde Dios sólo Él sabe:
a.- La presencia de un sacerdote de Martos se hace más frecuente en la aldea para las celebraciones religiosas y la doctrina cristiana. La familia Carrasco, muy religiosa, ha construido una Capilla particular y durante las temporadas de recolección se celebra la Santa Misa. En la aldea se organiza la Doctrina, catequesis rudimentaria de preguntas y respuestas, con los niños para preparar la Primera Comunión y poco más. Manuel ha entrado en contacto con el Sacerdote y con el Sr. Carrasco. Surge la idea de que alguien podría encargarse de la doctrina, pues en temporadas la dirige don Manuel, pero y ¿cuando él se va a Martos? Ven a nuestro Manuel dispuesto, interesado, capaz; piensan en él o él mismo se ofrece. Dios está preparando el terreno, porque poco después: Y, ¿por qué no, algo más? ¿Entrar en el Seminario? ¿Ser Sacerdote? ¡Es un chispazo! La semilla está echada con mano espléndida y en surco bien abierto. La Gracia, como lluvia serena, comienza a calar. Manuel descubre un amplio campo donde emplear la energía que la mirada de Dios va inyectando en su corazón. Al fin de cuentas Jesús le miró a sus ojos, sonriendo pronunció su nombre y Manuel lo dejó todo atrás y le siguió. Encuentro de amor tan fuerte que nadie podrá romper, ni siquiera la muerte, pues ésta nunca será el final. En San Juan de la Cruz «dolencia de amor que no se cura, sino con la presencia y la figura».
El Sacerdote de Martos y don Manuel Carrasco le informan de la posibilidad de una beca y de que, en todo caso, le ayudarían cuanto pudieran para ir al Seminario.
b.- Puede añadirse otra circunstancia: su hermano José había iniciado los estudios en Jaén, Colegio de San Agustín; Manuel recibe sus libros y apuntes, se despierta en él, el deseo, casi la pasión por saber. El Seminario puede ofrecerle este camino. Lo que ya está descubriendo en su interior encuentra una puerta abierta en este gusto y deseo de saber. La fuerza de su espíritu descubre donde emplearse. Manuel perfila sus proyectos y se lanza con férrea voluntad y luminosa esperanza a conseguirlos.
A pesar de todo ello y conocido lo que vendrá después, podemos decir que el trabajo de Dios, siempre más sencillo e inmediato, fue también más maravilloso y sorprendente: Dios le llamó en un ambiente poco cultivado por lo religioso y en un momento en el que no se cotizaba ser sacerdote. Y llamó a un joven que ya se hacía necesario a la familia para su desenvolvimiento económico; suponía un jornal más, y no era fácil prescindir de él. Hasta aquí lo difícil y extraño. Y Dios le llama absolutamente para sí, lo purificó y trasformó, al estilo que se moldea el barro por el alfarero, y así, amasando por igual la naturaleza y la gracia, se fue entregando a Dios como ofrenda agradable. ¡Gracia y don junto a un sí total! Ya está la llamada y la respuesta.
Pero ahora Manuel ha de conseguir el permiso de sus padres. El mayor obstáculo es el problema económico, a lo que se ha de añadir el anticlericalismo del momento; el padre es sensible a los dos problemas y se opone terminantemente. Debió insistir con fuerza de voluntad y con humildad; en casa comenzaron a entender que aquello era una decisión firme, un propósito y un proyecto bien madurados; la madre más cercana a los sentimientos del hijo comenzaba a actuar y los hermanos terminaron por apoyarle; al fin, el padre cedió, a pesar de su fuerte carácter, pero con la bondad natural y el deseo de lo mejor para el hijo.
En el Seminario de Baeza y Jaén
La Diócesis de Jaén tenía un Seminario Menor Baeza, en aquel centenario edificio «el San Felipe de Neri». Los estudios filosóficos y teológicos se hacían en el nuevo edificio de Jaén. Manuel debe, por tanto, marchar a Baeza. Preparativos, despedidas, viajes: Martos, Jaén, Baeza. Adiós al modo de vivir en un ámbito rural; adiós a las personas queridas y al ambiente de familia. Atrás quedan las casas blancas del Monte, rodeadas del verde olivar. Entramos en un Seminario, vida de comunidad, disciplina, estudio, costumbres más refinadas. Manuel ha superado la adolescencia y llega a la juventud; sus compañeros son aún niños y con ellos ha de compartir la vida; sería una dura experiencia que superó con fuerza de voluntad. Serán los cursos de 1931-32 y 32-33. Sólo dos años en Baeza. Su aprovechamiento en los estudios fue excelente. El primer año debió ser más difícil, todo era nuevo para él, pero, dada su fuerza de voluntad, venció todo escollo y aún multiplicó cuanto recibía. Manuel se distinguió por la disciplina, la piedad, el deseo de aprender, de ganar el tiempo perdido, de ponerse a la altura del nuevo ambiente. Pudo dar la impresión de retraído, pero esto era más bien fruto de su madurez respecto a sus condiscípulos, unido a la condición, no necesariamente negativa, de aldeano. Sus cualidades hicieron que sólo con dos años en el Seminario Menor, los superiores lo vieran preparado para iniciar los cursos de Filosofía en el Seminario de Jaén, curso 1933-34.
El Seminario de Baeza fue su primera casa de estudio, oración y convivencia. Su persona se iba forjando al entrar en contacto con los demás, con los estudios, con los ejemplos de la historia, con todo lo que se le ofrecía; pero cada intervención positiva que llegaba a él desde fuera, la interiorizaba haciéndola propia, con su estilo particular, muy suyo, que buscaba lo bueno y lo verdadero, y así lo asumía en su personalidad. Las intervenciones del Espíritu quedan en el secreto, pero podemos vislumbrarlas por los frutos. La Ciudad de Baeza, rica en arte e historia, debió de influir mucho en él, pero, sobre todo, en estos dos años se afianza su enamoramiento por Jesucristo y la Virgen María, centrando su vida espiritual en los misterios más profundos de la vida cristiana. Sus compañeros nos lo han trasmitido con sinceros y emocionados testimonios.
Tres años de Filosofía en Jaén: cursos 1933-36. A finales del mes de septiembre de 1933, llega Manuel al Seminario Conciliar de la Inmaculada y San Eufrasio, en la Ciudad de Jaén. Unos días de Ejercicios Espirituales y apertura solemne de curso. La Hermandad Sacerdotal de los Operarios Diocesanos dirigía, como en otras diócesis, los seminarios de Jaén y Baeza. Trataban de darles altura espiritual y científica a los centros de formación de Sacerdotes, tan importantes para la vida de la Iglesia. Otros sacerdotes, especialmente del Cabildo Catedralicio, eran profesores; pero «los operarios» eran los responsables de la formación humana, espiritual y sacerdotal. Manuel comienza ilusionado; se apasionará por ser santo sin espiritualismo ni beaterías; por saber, sin altanerías ni petulancia; tenía siempre una meta a la vista: ser sacerdote santo y sabio, como se pedía tantas veces y él mismo rezaría: «¡Danos, Señor, santos y sabios sacerdotes!» Obediente: fiel a las orientaciones de los superiores y al reglamento; era estudioso: lo demuestran sus notas, los premios en trabajos literarios y de sencillas investigaciones; y muy piadoso: Amor a Cristo Eucaristía, devoción al Sagrado Corazón; amor a la Virgen María y devoción al Santo Rosario. Son los compañeros y profesores quienes lo dicen.
Su vida en las vacaciones de verano
Conservamos, por milagro, un manojo de cuartillas escritas por nuestro seminarista y en ellas un verdadero filón para el conocimiento de su personalidad. Se perfila en él un verdadero apóstol, lo cual se hizo notar en la pequeña aldea, en la propia familia y entre sus compañeros. En cuatro escritos suyos, «La cuestión social», «Mi apostolado veraniego», «La devoción más floreciente en mi pueblo, Modos de fomentarla y encauzarla» y «Mi querido Correo. Carta al Correo Josefino», encontramos bases para describirlo:
Como un verdadero apóstol: Entre sus primeras preocupaciones están los niños y a ellos dedica gran parte de su actividad apostólica. Los quería, la primera nota del apóstol de Cristo. Unido al quehacer de catequista está la preocupación por las vocaciones sacerdotales; consiguió que un adolescente entrara en el Seminario, y tenía un grupo de niños preparados para ello, y alguno ya dispuesto para el curso 1936-37
Veía la importancia de los jóvenes y trataba de formar círculos de estudio con ellos, y cuando no, el contacto personal. Sabemos que preparaba a los que iban a contraer matrimonio; cuando no podía hacer otra cosa les prestaba libros y hablaba con ellos. Fuerza de voluntad, actitud férrea consigo, pero nunca dureza con los demás.
Una población diseminada, como en la que él vivía, necesitaba un «apóstol itinerante», y Manuel iba por los cortijos y cortijadas en un apostolado verdaderamente valioso; con la irreligiosidad imperante se estaba perdiendo la «costumbre» de bautizar a los niños, pero él consigue que se bauticen en un verano a unos 25; visita las familias en los cortijos, les habla a las madres, habla con el Párroco, quien facilitará los trámites y hasta renunciará al estipendio, pues esta era una de las grandes dificultades y excusas que encontraban los reticentes. Manifestó siempre un especial respeto y piedad para con sus padres y hermanos, a los que consideraba campo especial de su apostolado y oración.
Preocupado por los problemas sociales de su tiempo: Una interesante faceta de su vida es la preocupación por los problemas sociales; es sorprendente el estudio de los mismos y la aplicación práctica, que en el ambiente sencillo de su pueblo, realizaba. Algunas veces dio duras respuestas a los «medianiles» del lugar, «que bajo los pretextos de que el jornal estaba muy alto y que ni siquiera lo pagaban los socialistas… quienes tenían un papel firmado de que los habían pagado según ley, se negaban a pagar los atrasos según las bases. Sometida la cuestión a Manuel, él se inclina a lo justo y es que debía pagarse viniera la ley de quien viniera, pues aquello era justo, aunque no lo pagaran otros… y porque un papel no puede tapar la conciencia».
Amor al Seminario, fomento de las vocaciones y cuidado de su propia vocación. Destaca Manuel en un empeño por llevar chicos al Seminario: había conseguido uno y tenía preparados un grupo, uno de los cuales ya habría ingresado en el curso 1936-37. Demuestra un cuidado especial de su propia vocación y de la del seminarista Aurelio, pues al perderla… ¡Cuánto se perdería en bien de los fieles y para la gloria de Dios! La personalidad del joven Manuel se va fraguando sobre los firmes pilares que cimientan la vida cristiana: el Amor a Dios y el amor al prójimo; por ello se distingue en él:
El amor a Dios, que le comprometió con su causa. Durante su estancia en el Seminario, vivía una relación íntima con Dios: «oraba y con cuanta entrega, parecía no darse cuenta de lo que le rodeaba». Todos hablan de que era muy piadoso. Besaba la forma cuando en la sacristía la preparaba en la patena y decía: «Mi beso será el primero que encuentres cuando mañana vengas, Señor.». Durante su estancia en vacaciones no menguaba esta vida de piedad, al contrario, trataba de mantenerla, a pesar de las dificultades, por la situación de su pueblo. La Noche de Navidad de 1935 fue sólo, de noche y a «campo traviesa» hasta Santiago de Calatrava, a 7 km., para la Misa de media noche «pues no podía permitir no recibirle aquella noche», terminada la cual, volvió a casa llegando a las 4 de la madrugada y pidiendo perdón a sus padres, pues había ido sin el permiso que le negaban. Su amor a la Eucaristía, misa, comunión, adoración nocturna, procesión del Santísimo, el Sagrado Corazón, La Virgen María, el rezo del Rosario… aparecen en los propósitos que encontramos escritos.
Cercanía a los pobres, hasta compartir lo necesario. Vivió Manuel un tiempo y en un lugar donde la pobreza se hallaban a la vista. En casa no estaban sobrados y el sentido del ahorro no facilitaba las limosnas y menos la generosidad; pero Manuel no podía estar al margen de los pobres. Toda su vida espiritual pudiera parecer dudosa si no hubiera ido acompañada de un amor al prójimo, manifestado, especialmente, en la cercanía a los más necesitados. Se habla de que hacía obras de caridad, disimuladamente, aquí y allí, con niños, enfermos y obreros, con los pocos ahorros que conseguía. Compartía la merienda -la talega- con trabajadores, siempre pedía a su madre que echara más comida y así se supo que la daba a un jornalero para sus hijos; visitaba enfermos, defendía el salario justo y los derechos del obrero. Tuvo especial preocupación por una niña muda por ataque de meningitis y lo tenía todo preparado para llevarla a Madrid a un centro especializado.
Era un joven normal. Lo dicho hasta aquí, no nos autoriza a forjarnos la idea de que nuestro seminarista fuera un tipo ajeno a sus compañeros, uno de aquellos personajes con virtudes extraordinarias y comportamientos impropios ya al poco de nacer. No. Manuel era un muchacho normal, enriquecido por la gracia y por su propio esfuerzo. Como una tierra buena donde cae la semilla y cuando vienen las primeras aguas se empapa sin dejar que corra ni una sola gota, así el joven seminarista recibía la simiente y la devolvía convertida en frutos abundantes. Ante un grupo de personas, le preguntó una señora, Manuel, ¿a ti no te gustan las mujeres? Respuesta tajante: Señora, si no me gustaran, ¿qué mérito tendría? Los testimonios de sus compañeros lo presentan como un buen amigo, atento, capaz de compartir las alegrías y bromas de los demás, sin una simpatía arrolladora, pero de agradable compañía. «Sonreía siempre, aunque nunca se le vio dar carcajadas». Los Superiores le estimaban sobremanera.
¿Cómo fue visto por sus paisanos? Nos situamos en aquel lugar y en aquel tiempo. Año tras año, en vacaciones de verano, Manuel da catequesis a niños, habla de Dios a los jóvenes, visita enfermos, es consultado en temas religiosos…, así aparece, ante los ojos de sus paisanos, como el único «representante» de la Iglesia. Él nunca disimuló su condición; al contrario, se manifestaba enérgico como creyente en Dios y firme defensor de la Iglesia: mal cartel en aquellos tiempos. Al principio le acogieron bien, pero cuando la agresividad hacia lo religioso se iba acrecentando, comenzaron a echarse atrás: algunos padres ya no querían que sus hijos fueran a catequesis, aunque los niños «iban a hurtadillas» y sin que se enteraran. Pero el ambiente se hace incómodo, sobre todo en el verano de 1934 y 1935. Solamente unos hechos: una especie de cómicos visitan la aldea, estos tratan de provocarle cantando coplas como «los curas son unos pillos…», viendo que no se inmuta, comienzan a blasfemar… Manuel entonces responde enfrentándose a la panda; no podía soportar la ofensa a Dios, aunque aguantara otras cosas. Unos segadores blasfeman al pasar por su lado, él quiere explicarles el mal que hacen, pero es mucha la tensión y su hermano le disuade. En una taberna se está blasfemando, lo oye Manuel y con valentía los desafía, «uno a uno». No obstante, Manuel es respetado; en su familia todos le admiraban por su saber, por la bondad y el afecto que les profesaba, siempre respetuoso y adaptándose a cada uno, pero sin condescendencias en sus convicciones. Coherente ante los propios y ajenos. El seminarista menor, Aurelio Moral, valoraba sus ideas y creencias, y la fuerza con que las vivía. Don Manuel Carrasco, farmacéutico y su «protector», le escuchaba con respeto y apreciaba el alcance de sus planteamientos. El párroco de Santiago de Calatrava, Don Ramón de la Chica Cruz, le encomió en la homilía de la «Misa del Gallo», la noche de Navidad, y el párroco de Santa Marta de Martos, Don José Teba Merino, le atendió y consideró positivamente sus propuestas.
Jesús lo había elegido y él dio la vida por su Señor
Como el grano de trigo que cae en tierra y da mucho fruto, así Manuel Aranda cayó un día en la tierra que le vio nacer, tierra plantada de olivos y desde entonces regada con su sangre. Una estela de rojo-verde dejó Manuel tras de sí: su amor apasionado y su esperanza plena en el Señor; así se convirtió en Testigo de Dios. El joven seminarista Manuel Aranda Espejo murió por el Señor. Su propia vida y la objetividad de los testimonios no dan opción a pensar de otro modo; pero es más, su muerte fue el lógico desenlace de una vida como la suya. En él no había un sí y un no; en él no hubo más que una meta: su vocación y en ella Dios… y el mismo Dios le adelantó su encuentro.
Cuatro años le faltaban para ser sacerdote, y el Señor lo vio tan bien preparado, que le abrió las puertas del cielo. Manuel tuvo la gloria de recibir el abrazo de Dios antes de que la eficacia del sacramento le consagrara en el sacerdocio. Se quedó ahí: joven valiente, seminarista ejemplar, ejemplo para jóvenes y seminaristas en su entrega total.
Un conjunto de circunstancias provocaron la guerra de 1936-39, que no enjuiciamos en este momento, y cuyas consecuencias padeció Manuel. Él estaba por encima de todo ello, entendía su lógica y los hilos que entretejían los hechos, y lo que es maravilloso, en todo descubría la llamada de Dios a que diera el máximo testimonio de amor: su propia vida. Lógicamente, sus padres y hermanos sintieron el desgarro de un dolor irreparable, pero jamás fomentaron el odio; siempre se hablaba de Manuel, como de un santo, un mártir, y esto bastaba. El conocimiento de su muerte provocó en la mayoría de los sencillos habitantes de la aldea un sentimiento de dolor y un silencio temeroso, fruto del miedo a los que mandaban. Desde su muerte, todos creyeron que había muerto por Dios, por no querer ofenderle, por ser seminarista, así familiares, compañeros, cuantos le conocían, pues sabían que Manuel no podía claudicar. La muerte de Manuel no tenía otra explicación, no había razón suficiente, si no era Dios, su condición de Seminarista y su profundo amor y fe en Jesucristo; esta era la razón última para él.
Su muerte no podía explicarse porque fuera «un señorito», le habían visto cavando olivos, escardando, segando, cerca de los pobres.
Ni tampoco por ideología política, que no se identificaba con ninguna, sino que defendía la doctrina de la Iglesia.
No por rencores personales; él fue un niño y un muchacho con los demás y como ellos; trataba con todos, era amable, sencillo y servicial, en una reducida comunidad vecinal y familiar; a los 15 años va al Seminario y ya sólo viene en vacaciones de navidad y verano, él ya estaba por encima del ambiente.
Ni por ninguna clase de interés político u hostilidad ideológica, desde los 15 años en el Seminario, en nada se había implicado.
¿Cómo se explica su muerte? ¡En nada implicado!
Pero no, Manuel sí que estaba implicado y comprometido con la fe cristiana, con la vocación sacerdotal, que veía clara; estaba implicado con Dios y con la Iglesia, implicado hasta el fondo en el seguimiento de Jesucristo, en la siembra de su Palabra, con Jesús que es Camino, Verdad y Vida, la fuente del Amor y de la Justicia.
Aquel verano de 1936
El año 1936 se presentó difícil para la vida del Seminario, en abril se suspendieron por un tiempo las clases y los seminaristas marcharon a sus casas. El curso se reanudó, pudieron celebrarse los exámenes de junio, y el día trece salieron los seminaristas de vacaciones de verano. Manuel llega a su casa y se incorpora a las faenas del campo, sin celebraciones religiosas, aunque muy unido a Dios. Viene con una cita para el retiro de mes en el Seminario de Jaén, exactamente el 14 de Julio; este día vuelve y hace el Retiro y «habiendo hecho la comunión con la preparación inmediata para la muerte», ya fuera por costumbre, ya por el ambiente prebélico, ya porque él mismo lo expresara para sí, vuelve a su casa el día 15; el 18 de julio estalla la guerra.
Las noticias llegaron al poblado desde Martos, donde arde la iglesia de la Villa y a los vecinos del Monte alcanza una inquietante alarma; el padre de Manuel es detenido, le piden declaraciones, le amenazan, le sueltan, pero a los pocos días vuelve a ser encarcelado, y todo se precipita: la aldea que parecía una familia se convierte en un avispero y una angustiosa pesadumbre llega a muchos corazones.
Manuel vive el momento con la inquietud propia y el disgusto por el apresamiento de su padre; pero su comprensión de la realidad le proporciona una visión más clara de la gravedad del momento.
Prisionero de Cristo
Sería el 21 de julio cuando sacan a Manuel de casa para hacer la guardia en el límite con Córdoba, cercano a la aldea y, de donde, creen que pueden venir los nacionales. Le obligan, y se llega a la máxima tensión. Han de intervenir el médico y el alcalde pedáneo. Por fin sale para hacer la parodia de «guardia, por si vienen los otros». A la vuelta, Manuel se detiene en Las Colmenas, donde vive su hermana Lola. Cuando en la aldea descubren que Manuel no ha llegado a casa, se lanzan en su busca y captura; su hermano Paco lo recoge y vuelve; declaraciones, arresto domiciliario, despedida de los suyos, de su madre y, al fin, Manuel es detenido y hecho prisionero en aquella Iglesia de Ntra. Sra. del Carmen, pequeña capilla, donde él había experimentado tantas vivencias espirituales y casi el ejercicio de su primer ministerio. Ya tenemos a Manuel, cautivo de Cristo, situado bajo el púlpito y recogido en oración profunda, ensimismado en Dios y meditando en lo que le va a pedir. Así lo recordaban los compañeros de prisión, entre los que estaba su padre. Los guardianes o milicianos, se ensañan con él; le dedican a trabajos pesados: barrer los patios de la fábrica, acarrear la basura, regar el jardín -sacar y acarrear agua del pozo-, todo lo soporta. Le mandan que descuelgue cuadros del Vía-Crucis para quemarlos, no lo consiguen; le amenazan, le ordenan que blasfeme, se niega rotundamente, le maltratan. Manuel es más fuerte y más firme que sus guardianes, los domina por la fe y fortaleza, por sus palabras, por su valentía y el dominio de sí. Manuel recibía presiones de los mismos compañeros de prisión en el sentido de que hiciera lo que mandaban, «pues si no lo hacía de corazón no importaría…», pero él sufría con estas insinuaciones, tanto que su padre pidió respetaran su conciencia.
Llegó el momento supremo
Es el día 8 de agosto, Manuel sigue en la cárcel, que es la pequeña Capilla del Carmen; el calor de la época añade fatiga en el ambiente y le envuelve un silencio mortecino; sólo el cantar de las cigarras y algún ladrido de perros. Quizá, Manuel pasara la noche soñando con el final. Ya le habían amenazado con matarle en este día; por eso aquella noche se preparó conscientemente y, según dijeron, al despertarse rezó más que de costumbre. Hacia las 9 horas del día 8 le sacan para el trabajo diario: barrer, recoger la basura, llevar un carrillo cargado de huesos para enterrarlos en el campo; va entre dos jóvenes armados de escopetas, y salen por la carretera de Martos: pasan por la encrucijada, por aquel esbozo de plaza, las últimas casas; y ya, carretera adelante, sobrepasan la revuelta, se pierden las casas, la cuesta se pronuncia y el carro se hace cada vez más pesado. ¿Acaso pensaría en la Cruz de Cristo, camino del Calvario? Cuatro niños los seguían a poca distancia, y ellos contaron muy bien lo sucedido. Las varetas, muy a mano en las patas de los olivos, pudieron servir de flagelo que recordara a Manuel el camino de la amargura, el recuerdo de la Virgen María no pudo faltarle y, así, sudoroso, caminaba adelante, soportando los envites e inútiles exigencias para que blasfemara.
Una vez frente al cortijo de «oliveros» o «ramales», cerca de «La Patrocinia», le mandan dejar la carretera y entrar en el olivar; sortea con dificultad el cantón o ribazo de la cuneta, el carrillo se le viene encima, le empujan, le dicen malas palabras y, le dan algún varetazo; entra en la tierra, primera hilera de olivos, segunda, tercera; le hacen parar, le mandan cavar un hoyo para enterrar los huesos. En un momento, se abre este diálogo de gloria:
Ahora sí que vas a blasfemar.
Pues yo os digo que no diré ni una palabra contra Dios.
Tenemos cargadas las escopetas.
No y no.
Pues te matamos.
¡Venga de ahí! Perdón, Señor, y Misericordia.
Quedó su cuerpo tendido bajo el sol,
junto al olivo;
¡que su alma había volado a las alturas
más allá del sol… y las estrellas…!
«El joven seminarista de 20 años de edad, dando ejemplo admirable de firmeza en la fe, de amor insigne a su vocación sacerdotal y de celo admirable por la salvación de las almas, cayó en la tierra que le viera nacer y que fue testigo de sus grandes virtudes, y allí subió su heroica alma al Cielo, en donde, en el glorioso coro de los mártires, goza eternamente de las delicias de la vida inmortal.» (Juan Montijano)
Su cuerpo había quedado tendido bajo el olivar que le arropaba como si fuera un manto de esperanza y daba sombra al charco de su sangre, fruto del amor, la cual había fluido de una gran fe y confianza en Dios.
Después de su muerte
La noticia de la muerte de Manuel corrió de boca en boca. Los niños, catequizados suyos y que estaban junto al pozo de ‘La Patrocinia’, corrieron a contarlo rápidamente a sus padres; estos aconsejaron silencio, aunque los mismos autores de la muerte lo decían, envalentonados, sin disimulos y celebrándolo con unas copas.
Todos lo sabían, menos los suyos. El padre esperaba la vuelta en la capilla-cárcel, la madre deseaba verle atravesar la calle y el corazón le latía de ansiedad. Pero el cadáver de Manuel pasó el día bajo el sol y a la sombra del olivo, la noche trascurrió al sereno, velado por la luna y las estrellas. Mandaron a unos guardias rurales que lo custodiaran. El día 9, su hermana Clotilde con la pequeña sobrina, Luisita, bajaron por la mañana a llevarles el desayuno, Manuel ya no salió; inquietud y alboroto, calle arriba; a la vez unos hombres se acercan a la casa y dijeron a la madre: «venimos a por una sábana, nos hemos encontrado a su hijo, muerto en el campo». Por respuesta, solo un grito: ¡Mi hijo! A este grito sucedieron llantos y penas, pero él ya gozaba de Dios.
Fue la primera muerte violenta en el municipio tuccitano y en este núcleo pequeño; una muerte consentida por la autoridad y aún ordenada por el comité organizado en la aldea y en conexión con el frente popular de Martos. Así mandaron trasladar el cadáver para los requisitos «legales», pues había que darle apariencia de legalidad. Le hicieron la autopsia, ¿habría que buscar causas porque la evidencia no bastaba? En la partida de defunción dicen: «Profesión Seminarista»… «falleció en el olivar denominado ‘La Patrocinia’ a consecuencia de hemorragia interna…» Claro está, sin especificar las causas: unos cartuchos de escopeta y un inmenso amor a Dios y a su Iglesia; pero lo de «seminarista» quedará siempre vinculado a muerte tan gloriosa. Nadie de la familia pudo asistir al entierro; el cuerpo de Manuel fue tirado a una fosa común; al otro día, un niño fue mandado por su padre a ocultar la sangre que todavía estaba sobre la tierra y recogió el sombrero que también había quedado allí.
Terminada la guerra sería exhumado su cadáver, llevado a la puerta de la iglesia de Monte Lope Álvarez, aquella que le sirvió de cárcel, y reconocido por la familia por las botas y un trozo de pantalón. Sus restos, envueltos en una sábana, con los de otros muchos, reposaron en el cementerio de Martos, hasta que fue edificado el nuevo Templo de la Virgen de la Villa y los trasladaron a la cripta de una capilla destinada al efecto. Allí está inscrito su nombre con los demás.
Otros hechos en torno a nuestro mártir.
El lugar de su martirio, se señaló con una Cruz respetada siempre y ante la cual, han rezado desde entonces, familiares, amigos y cuantos conocen la vida y testimonio de Manuel. Desde hace unos años se ha convertido en «un lugar de peregrinación» para seminaristas, sacerdote y fieles, llegados no sólo de nuestro entorno sino de lugares más lejanos.
En el Seminario, en el ambiente de la diócesis y aún entre los Operarios Diocesanos se le consideró siempre como un verdadero mártir de Cristo. Por el año 1941 apareció un artículo sobre él en la Revista Sígueme para sacerdotes y seminaristas.
Se erigió un busto en el jardín de la Parroquia en el año 1963, donde se lee: «Manuel Aranda Espejo, tu vida fue ejemplar y orienta nuestras vidas».
Se crea en Jaén el Centro de Orientación Vocacional en 1989 y se le da el nombre de «Manuel Aranda».
Ya conocemos cómo se inicia y desarrolla el Proceso de Canonización de la Causa «Mons. Basalto y V Compañeros mártires» en el que se incluye a nuestro Seminarista..
El 29 de Abril del año 2000 se constituye la Asociación «Manuel Aranda», asociación canónica y civil, con estatutos propios para ayudar a su beatificación, al fomento de las vocaciones sacerdotales y dar a conocer la persona de Manuel.
Manuel fue un muchacho que quiso ser cura, sintió la llamada de Dios, se empeñó en responderle y enamorado de Cristo encontró sentido pleno a su vida.