Excmos. Sres. Arzobispos y obispos, gracias por vuestra cercanía y vuestra oración, y por el esfuerzo que han realizado para acompañarme en este momento. Vuestra presencia es un signo visible de la comunión en la iglesia que me alienta y conforta ante la misión que inicio esta mañana.
Excmo. Sr. Nuncio, Mons. Auza, gracias por las palabras de cariño y ánimo que me ha dirigido. Nuevamente, le pido que transmita al Santo Padre, el Papa Francisco, mi total comunión y fidelidad a su persona y a su Magisterio.
Saludo a D. Amadeo, mi antecesor, y agradezco, también, las palabras con las que nos ha presentado el rostro de mi esposa, la Iglesia que camina en esta hermosa tierra, el Santo Reino de Jaén. ¡Gracias por sus palabras de acogida y bienvenida!
Sacerdotes que habéis venido desde los distintos puntos de nuestra Diócesis y los que habéis llegado desde fuera para acompañarme, de una manera especial, D. José Manuel, el obispo de mi querida Diócesis de Cartagena, ha sido para mí un padre, un hermano y un maestro.
Cabildo catedralicio, religiosos, seminaristas ¡Gracias por vuestra acogida!
Excmas. e Ilmas. autoridades civiles, académicas, militares y judiciales, agradezco su presencia en este acontecimiento tan importante de nuestra Iglesia jienense. Nuevamente, les manifiesto mi disponibilidad, mi servicio y colaboración en todo aquello que les pueda ser necesario para el bien de nuestro pueblo.
Saludo, especialmente, a todos los ancianos, enfermos y amigos que nos estáis siguiendo por la Cadena Cope, Radio María, así como a los que nos estáis viendo por Trece TV y Popular TV.
Queridos feligreses, familia y amigos.
Nuevamente, como Pedro, he vuelto a escuchar de la boca del Señor esa pregunta que llega hasta lo más hondo de nuestro corazón: “¿me amas?” y, ante mi respuesta de amor, Él me ha dicho: “¡Sígueme!”. Lo dijo de una manera especial cuando me llamó al ministerio sacerdotal, y acepté; por segunda vez lo dijo cuando me llamó al ministerio episcopal, como obispo auxiliar de la diócesis de Cartagena, y acepté; y por tercera vez, ante esta nueva llamada que me hace para que pastoree a ésta Diócesis de Jaén, como sucesor de los Apóstoles, me lo ha dicho y he vuelto a aceptar, y siempre con el deseo de “amarle con todo mi corazón, con todo mi ser y con toda mi mente” (Cfr. Mt. 22, 38) y entregarme, confiadamente, a Su voluntad.
Doy gracias a Dios por la gran misericordia que siempre ha tenido conmigo, por el don de su Espíritu, con el que me ha enriquecido, y le pido que me ayude a vivir la santidad, “porque tengo que servir a la Iglesia como maestro, santificador y guía… Y, configurado con Cristo, amarla con el amor de Cristo esposo y ser ministro de unidad, haciendo de ella un pueblo convocado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Cfr. Pastores Gregis n. 13)
Hoy vivimos un momento importante en el devenir de nuestra Iglesia diocesana. Vivimos el proceso de la Sucesión Apostólica, donde cambiamos las personas, pero permanece el ministerio y el servicio al pueblo santo de Dios. Desde aquellos primeros tiempos apostólicos, la Iglesia del Señor continúa y crece por obra del Espíritu Santo, que nos envió el Resucitado, por medio de la Palabra y el ministerio de los Apóstoles. Demos gracias a Dios, en este día, por cómo nos está cuidando.
Desde los tiempos de San Eufrasio, uno de los siete Varones Apostólicos que llegaron a nuestras tierras hispánicas, Cristo preside, vivifica y dinamiza a esta Iglesia. Aquí está viva su Palabra como permanente revelación del amor de Dios y de nuestra salvación; aquí se hace presente en cada altar mediante el Sacramento de la Eucaristía, fuente de vida que emana hasta la vida eterna; aquí encontramos su perdón, el consuelo de nuestras heridas y la fuerza para ponernos en pie y seguir caminando; aquí está el poder de Dios transformando nuestros corazones, haciéndonos una gran familia: sus hijos, y abriéndonos camino para alcanzar la plenitud de su Gloria y, por tanto, viviendo en esperanza; y desde aquí, desde esta Iglesia peregrina, Iglesia en salida, Iglesia samaritana, emana la fuente de Caridad, que brota del Corazón abierto de Cristo, que se ofrece para curar, sanar y salvar al hombre.
Juntos, queridos hijos, iniciamos esta nueva etapa. Vengo con el único programa de unirme a vosotros y caminar juntos, como vuestro servidor, de todos, pero de forma especial de los pobres, los débiles, los enfermos, los que no tienen hogar, los migrantes…, con el emblemático “encargo de predicar, dando solemne testimonio de que Dios ha constituido a Cristo juez de vivos y muertos” (Cfr. Hch 10,42) También, me uno a vosotros como vuestro hermano en la fe, con el deseo de sentir el calor fraternal que brota de nuestro bautismo y nos hace ser comunidad, familia, Iglesia, ayudándoos a crecer en la fe y a vivir en el amor de Dios y del prójimo.
Soy consciente de mis debilidades y limitaciones, pero os puedo asegurar que llego con pleno deseo de entregarme por entero a Cristo para dar mi vida al servicio de su Reino y al servicio de todos vosotros. Pues, “el buen pastor da su vida por sus ovejas” (Jn 15, 3)
Sé que cuento con la Gracia de Dios, pues así se ha manifestado a lo largo de toda mi historia, pero, también, os pido vuestra ayuda para ser un buen obispo, signo del Buen Pastor, Siervo, Esposo y Maestro de la Iglesia; un pastor según el corazón de Cristo, de quien un día se pueda decir: “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10, 38)
Juntos, viviendo la comunión, la participación y la misión, es decir, en sinodalidad, continuaremos la misión que el Señor nos encomendó: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15), con el realismo y la profundidad que esto significa e implica. Es cierto que no son pocos los obstáculos que nos encontramos, en este momento de nuestra historia, y que incluso nos pueden estar afectando en nuestra vida cristiana y en nuestra vocación, pero sabemos que vivimos el tiempo de Dios. Él nos ayudará a superarlos a través de nuestros dones, de las iniciativas comunitarias y, sobre todo, con su Gracia, haciéndonos crecer en calidad y cantidad para el servicio del Evangelio y de su Pueblo.
Vengo en un momento espléndido para escuchar el latir de vuestro corazón y el deseo que el Espíritu Santo nos quiere sugerir para nuestra peregrinación como Iglesia, ante la reflexión que el Papa Francisco nos pide para la preparación del Sínodo de los Obispos, en este momento concreto de nuestra historia, pero pensando en los hombres y mujeres que han de recibir y vivir el testigo de nuestra fe.
Acabo de llegar a esta Diócesis, y ya me siento estrechamente unido a vosotros, mis hermanos sacerdotes, primeros colaboradores del obispo, que lleváis la gran responsabilidad del servicio al pueblo de Dios y del anuncio del evangelio en las parroquias y en los distintos oficios que desempeñáis. Os felicito por el “Sí” que un día disteis, por vuestra entrega y por vuestra fraternidad sacramental a la que desde hoy me incorporo. Desde ahora me pongo enteramente a vuestro servicio. Manifiesto mi cercanía y oración a los sacerdotes mayores y enfermos, a los que estáis en la misión o estudiando fuera de la diócesis. A todos, os aseguro, que vengo ilusionado y con gran deseo de empezar a trabajar juntos, viviendo en fidelidad al amor de Dios y al amor al pueblo santo que tenemos que servir en su nombre. A aquellos que desempeñáis responsabilidades diocesanas, a partir de este momento, os renuevo vuestra responsabilidad y deseo contar con vuestra ayuda. ¡Os voy a necesitar!
Nos tenemos que ayudar mutuamente para estar siempre alejados de la mediocridad. El Papa Francisco nos decía, a todos los cristianos, en una de sus homilías que: “Hay un sueño peligroso: el sueño de la mediocridad. Llega cuando olvidamos nuestro primer amor y seguimos adelante por inercia, preocupándonos sólo por tener una vida tranquila. Pero sin impulsos de amor a Dios, sin esperar su novedad, nos volvemos mediocres, tibios, mundanos. Y esto carcome la fe, porque la fe es lo opuesto a la mediocridad: es el ardiente deseo de Dios, es la valentía perseverante para convertirse, es valor para amar, es salir siempre adelante” (Hom. Adv. 29-11-2020)
De una manera especial, os manifiesto mi compromiso de ayuda y cercanía a todos vosotros, queridos seminaristas, pues sois nuestro “corazón diocesano”. He vivido intensamente durante años, con gran inquietud y entrega, la misión de la formación sacerdotal, tan necesaria hoy en nuestra Iglesia. Doy gracias a Dios por nuestro Seminario y manifiesto mi alegría por el grupo de seminaristas que lo formáis, pero también comparto mi preocupación por la pastoral vocacional y el celo por una buena formación de los futuros presbíteros, que nos pide la Iglesia Universal.
Expreso mi cariño y mi afecto a todos los religiosos y religiosas de nuestra Diócesis, a los Institutos Religiosos, a las Asociaciones de Vida Religiosa y Vírgenes Consagradas, que servís a esta Iglesia con vuestra entrega, enriqueciéndola espiritualmente con vuestro testimonio y siendo herramientas eficaces de trabajo y de recursos humanos al servicio de nuestros hermanos en las distintas realidades apostólicas que desempeñáis. Os saludo a todos y os agradezco vuestra entrega y vuestra fidelidad, así como vuestra oración por nuestra Diócesis y, de una manera especial, por mí en estos primeros pasos.
Queridos fieles, me siento ganado por vuestro afecto y por la acogida que estoy recibiendo. Vosotros: familias, jóvenes, ancianos, niños… sois junto a todos nosotros, sacerdotes y religiosos, la carne de Cristo, el rostro de mi esposa, la Iglesia, a la que deseo amar como esposo, padre y hermano. Desde el primer momento de mi nombramiento me han hablado con mucho cariño de vosotros, contándome que sois abiertos, cercanos, sencillos, bondadosos, agradecidos, una Iglesia muy viva.
Os deseo conocer personalmente, escuchar vuestras inquietudes y atender las necesidades propias, de vuestra familia o de vuestra realidad eclesial, pero también os necesito para la tarea que Dios me encomienda y para que me ayudéis, desde vuestra cercanía y la frescura de vuestra sinceridad, a ser el pastor que Dios desea para vosotros. Os tengo muy presentes en mi oración, sobre todo a los enfermos y a los que están sufriendo por alguna circunstancia. Pienso, de manera especial, en los pobres y necesitados, en las familias en dificultad, en las personas que no tiene vivienda, en los maltratados, en los presos, en los que no tienen trabajo y viven en precariedad económica, sobre todo pienso en el gran número de jóvenes que están viviendo en esta circunstancia, en los temporeros que no son tratados con dignidad, en los que sufrís las consecuencias directas o indirectas de esta pandemia… a todos vosotros, sabed que contáis con el amor preferencial de Dios. Sois las llagas abiertas de Cristo que tenemos que besar con nuestra atención, cercanía y ternura.
Del mismo modo, tengo presentes, a los que no creen, a quienes piensan diferente a nosotros, a los que no conocen a Jesús, ellos, también, son nuestros hermanos, y un reto de caridad en nuestra misión evangelizadora. Desde lo más profundo de su corazón nos están gritando, como a Felipe: “queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). El desconocimiento del Señor nos debe pesar como le pesa a Jesús, (nuestro Hermano Mayor), lo que debe avivar nuestra inquietud y “nuestro poner al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido” (1 Pe 4, 10), manifestando con nuestra vida que “la Iglesia es la casa de la alegría” (EG) y aquella pobreza que nos hace vivir en libertad.
A todos los que habéis participado en esta celebración (un nutrido número sois de mi Diócesis materna) y a los que la habéis hecho posible, preparando hasta los últimos detalles, ¡GRACIAS!
Encomiendo a toda nuestra Diócesis a la Virgen María, Nuestra Sra. de la Cabeza, Patrona de Jaén y en su maternidad pongo mi ministerio, para que me ayude a cuidar de la grey, a cuyo servicio hoy me pone el Espíritu Santo, para pastorear a esta Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen represento en la Asamblea; en el nombre del Hijo, cuyo oficio de Maestro, Sacerdote y Pastor ejerzo, y en el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia de Cristo y fortalece nuestra debilidad. Que Ella nos bendiga y nos proteja en esta etapa que comenzamos.
+ Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén