En la filosofía se pueden reconocer una serie de actitudes afines a la mística. En la medida que la filosofía se abre al ser y al sentido se encuentra en la cercanía de la mística y por ello pueden entablar un diálogo muy fructífero. Veamos esas actitudes que las emparentan.
Quiero comenzar por una actitud que hermana de un modo muy particular al místico y al filósofo, me refiero en concreto a la admiración. Admiración significa romper con la mirada rutinaria de las cosas, por la que nos habituamos a ellas y nos pasan desapercibidas. Los hombres comenzaron siempre a filosofar motivados por la admiración al descubrir que las cosas aparecían con una significación más allá del simple uso y la utilidad. Ahora bien, ¿Cuál es el objeto de admiración? ¿Qué es eso que provoca nuestra admiración? La admiración puede provenir de sorpresa que nos causa cualquier fenómeno común de la vida, desde la percepción de un amanecer, un cielo estrellado, una flor, hasta algo más indefinible como es la experiencia del inabarcable mundo del alma. La admiración nos confronta con el hecho de que hay una realidad que nos circunda, que es anterior a nosotros, que se nos da, una realidad que nos desvela el estar insertos en un misterio. La admiración nos lleva a plantearnos la cuestión del porqué y el para qué de las cosas, o sea del sentido de la realidad.
La admiración hace que se derrumbe el edificio de las obviedades y permite que surja la duda. La duda es la segunda actitud que liga a la mística y la filosofía. La duda hace que desconfiemos de las percepciones de los sentidos y de los conocimientos heredados, impulsándonos en la búsqueda de la verdad. La duda puede llevarnos, si se radicaliza, al escepticismo y al nihilismo, pero también nos puede sacudir posibilitando que nos abramos al ser de lo real y a su significado al abandonar las falsas seguridades en las que estábamos anclados. La duda nos introduce entonces en esa noche oscura tan afín a la mística, agudizando la conciencia de nuestro ser efímero y limitado (los filósofos se refieren a esto al describirnos como seres contingentes), esa experiencia hace que al desapegarnos de las cosas nos abramos a lo absoluto, a lo divino, a lo único que puede dar consistencia a nuestra vida.
Aquí encontramos otra actitud que comparten la mística y la filosofía: la aspiración a la totalidad. Aspiramos a la totalidad tanto en el plano del saber como en el del desear, el del querer, el del sentir y el del amar. Esta aspiración tiene que ver con ese anhelo de plenitud que se manifiesta en la búsqueda de la felicidad que define a cualquier ser humano. Este impulso universal nos conecta con Dios. De hecho ese anhelo es visto por los místicos, y por algunos filósofos, como la huella de lo divino en nuestra alma, pues solo Dios podría saciarnos.
En esa búsqueda de la plenitud, del amor auténtico, de la verdad sin mácula, del bien supremo de triunfo sobre el mal, de la belleza que borrando la oscuridad permita que trascendamos, nos encontramos con lo divino que se oculta y se desoculta, dicho de forma paradójica: que se desvela velándose y que se vela revelándose. El ser y sus trascendentales, la verdad, el bien y la belleza se muestran y se ocultan. Esto hace que no podamos dominarlo con nuestra voluntad ni objetivarlo con nuestro pensamiento. Lo divino se revela mostrándose como Misterio.
Este ocultarse y desocultarse del Dios que busca el filósofo (cuando busca a Dios y no se limita crear su propio dios filosófico) y experimenta el místico, nos permiten atisbar la última actitud que liga la filosofía y la mística. Se trata del vaciamiento de sí. El filósofo y el místico están en las antípodas del ideólogo. Mientras que el filósofo y el místico se abren al misterio de lo real, dejando que sea la propia realidad la que les hable, el ideólogo pretende someter lo real a sus criterios, visiones o intereses. La ideología no deja de ser una proyección de nosotros mismos y no una atención a lo real. Hay que vaciarse de sí mismo para que podamos escuchar a la realidad que nos interpela, que nos habla, que nos sorprende. Solo en este vaciamiento podremos abrirnos a la totalidad del ser, al otro y al “totalmente Otro” (Dios). Solamente desde este vaciamiento puede uno experimentarse habitado por alguien más íntimo a mí que mi interior, más alto que mi mayor altura. Ya Heidegger nos enseñó que quien no se deja interpelar, coger o aprehender por lo real, pues siempre pretende imponer su “yo” es incapaz de comprender.
Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía