Filosofía y mística IX. ¿Qué decimos cuando decimos Dios?

Diócesis de Jaén
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La diócesis de Jaén es una iglesia particular española sufragánea de la archidiócesis de Granada. Sus sedes son la Catedral de la Asunción de Jaén y Catedral de la Natividad de Nuestra Señora de Baeza.

En un texto lleno de fuerza expresiva, profundidad filosófica y experiencia religiosa dice Martin Buber: «Dios es la más abrumadora de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan ensuciada, tan desgarrada… Generaciones de hombres han descargado sobre esa palabra el peso de sus vidas angustiadas y la han abatido hasta dar con ella en el suelo… Las razas humanas, con sus escisiones religiosas, han desgarrado esa palabra; han matado por ella y han muerto por ella… Pero cuando todo desvarío y todo engaño se desvanece, cuando se enfrentan a él en la aislada oscuridad y ya no dicen «él, él», sino que suspiran «tú, tú», cuando gritan «tú», cuando todos ellos dicen esa misma palabra y añaden luego «Dios», ¿no es el verdadero Dios aquél a quien invocan, el único Viviente, el Dios de los hijos de los hombres?»[1].

Tiene razón Buber cuando desvela la ambivalencia respecto al uso de una palabra con la cual se  ha defendido lo más execrable como  se ha expresado lo más elevado del ser humano. Por eso algunos pretenden una especie de moratoria en su uso. Sin embargo, renunciar a ella, a lo que representa supondría una enorme pérdida. El mismo Buber afirma:” No podemos limpiar la palabra Dios y devolverle su integridad. Pero sí podemos, manchada y desgarrada como está, alzar esa palabra del suelo y enarbolarla sobre una hora de máxima zozobra”[2]. Tan solo sabiendo qué es lo que decimos cuando hablamos de Dios experimentaremos lo que se pierde cuando se deja de hablar de Él.

 Meditemos  sobre  la palabra “Dios”.  Es lugar común hablar del Dios del creyente y del dios del filósofo. Recordemos  las tan citadas frases del Memorial de Blas Pascal tras su experiencia mística el 23 de noviembre de 1624: “Desde aproximadamente las diez y media de la noche, hasta aproximadamente las doce y media. Fuego. “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob” (Ex 3, 6) y no de filósofos y sabios. Certeza. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz.”  Ciertamente un  dios puro concepto filosófico no deja de ser el dios muerto que preconizará Nietzsche. Si tenemos que meditar  sobre  Dios como nos enseña la fenomenología de la religión tenemos que acudir al Dios ante el que podemos arrodillarnos, al Dios que se le puede rezar, al Dios presente en la vida del hombre. Si la filosofía quiere pensar sobre Dios tiene que pensar en  el Dios que se ha hecho vida en la historia del hombre y no el dios constructo humano que no deja de ser un ídolo que, como todo ídolo, finalmente se  derribará.

Pero ¿qué decimos cuando decimos Dios?

Dios es la palabra teísta para designar ese más allá al que se refieren  las religiones. Éstas   nos enseñan que con la palabra Dios se refieren a una realidad que les antecede y les provoca la necesidad de responder. Es la realidad de la que procede todo lo existente. La realidad en la que vivimos, nos movemos y existimos, como dice Pablo.  Dios no es un concepto, cuando lo consideramos un concepto lo transformamos en un ídolo. Pensar que la experiencia de Dios es como la experiencia que tenemos de un objeto es imposible. Dios no es un nombre común como con el que designamos a un ente, a una cosa. Se dice que Dios es un ser infinitamente bueno, justo y poderoso, pero ni siquiera esto es cierto pues Dios no es un ser.  Dios es el nombre propio con el que designamos la realidad  de la que estamos permanentemente surgiendo. Al hablar de Dios no hablamos del ser que ya está a este lado de la cortina, sino de la fuente del ser. El Misterio puro y simple al que llamamos Dios no es una parte objetiva  particular de realidad que podemos abarcar. De Él no podemos decir que es esto o aquello. Él es la base y la condición previa  que abarca sin ser abarcada nuestra experiencia y sus objetos. Es en esta extraña experiencia de trascendencia donde podemos aproximarnos a conocerle.  

La experiencia de la humanidad, expresada a través de innumerables tradiciones, nombra a Dios como símbolo. El discurso sobre Dios es incompatible con cualquier otro discurso. La palabra Dios es un símbolo que se revela y vela en el mismo símbolo. Al igual que el concepto busca la univocidad (solo tiene un significado) el símbolo es polisémico. Hablar de Dios es poner palabras a una experiencia que nos hace conscientes de que hay algo más, de un sin fondo. Se trata de la raíz de toda experiencia que nos hace descubrir una dimensión de in-finito, in-acabado, es la experiencia de la contingencia. Se trata de una experiencia de profundidad  y de humildad. En palabras de Eckhart, todos debiéramos rezar diciendo: Dios mío líbrame de mi Dios. Líbrame del dios  que he creado y hazme capaz de acoger tu presencia[3].

El hombre religioso, el hombre de fe, no dice Dios, él dice Dios mío. El Dios del sujeto religioso siempre es el Dios de alguien, de Abraham, de Isaac o de Jacob, en palabras de Pascal. Todas las religiones se refieren con esa palabra a una realidad que se puede caracterizar con estos términos: “presencia de la más absoluta trascendencia en el fondo de lo real y en el corazón de la persona”[4]. Con la palabra presencia aplicada a Dios significamos que más que un ser nos referimos a un Tú que consiste en un acto de permanente comunicación, de darse a conocer y de darse a amar provocando así la existencia de esos sujetos que pueden reconocerle y amarle.

Dios no es la contestación a ninguna pregunta. Conocer a Dios no es convertirlo en objeto de conocimiento sino reconocerlo ya previamente presente acogiéndolo en el amor original que  Él mismo provoca. De hecho, habría que invertir la epistemología:  a Dios no lo conozco porque intencionalmente me dirijo a un objeto, sino que lo conozco porque soy conocido, al igual que lo amo porque soy amado. En el nivel del hombre natural que todo lo convierte en objeto de interés Dios no puede aparecer. Si partimos del   presupuesto de Protágoras  que considera al hombre como la medida de todas las cosas, Dios no tiene cabida. Solo reconociendo nuestra contingencia (nuestra limitación, nuestra finitud), sabiendo que estamos  en una vida en la que no se nos ha pedido permiso para embarcarnos, solo así podremos entrever a Dios.  

Nadie como poeta, que aúna en metafísico lo místico y lo paradójico, expresa la experiencia del Misterio al que apuntamos cuando decimos Dios;  dejemos aquí estos versos  de San Juan de la Cruz y de Antonio Machado.

Este saber no sabiendo/ es de tan alto poder,/ que los sabios arguyendo/ jamás le pueden vencer;/ que no llega su saber/ a no entender entendiendo,/ toda ciencia trascendiendo. (San Juan de La Cruz, Entreme donde no supe).

Señor, me cansa la vida,/ tengo la garganta ronca / de gritar sobre los mares, / la voz de la mar me asorda./ Señor, me cansa la vida/ y el universo me ahoga./ Señor, me dejaste solo,/ solo, con el mar a solas.

O tú y yo jugando estamos/ al escondite, Señor,/ o la voz con que te llamo / es tu voz.

Por todas partes te busco/ sin encontrarte jamás,/ y en todas partes te encuentro/ sólo por irte a buscar. (A.  Machado, Tres cantares enviados a Unamuno en 1913).

 Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía


[1] Martin Buber, Eclipse de Dios. Sígueme, Salamanca, 2003, págs. 42-43.

[2] Ib.

[3] Bernabé, Carmen (ed.). Los rostros de Dios: imágenes y experiencias de lo divino en la Biblia. Verbo Divino-Estella (Navarra), 2013, p 35.

[4]  Juan de Dios , una espiritualidad para tiempos difíciles en https://web.unican.es/campuscultural/Documents/Aula%20de%20estudios%20sobre%20religi%C3%B3n/2011-2012/CursoTeologiaUnaEspiritualidadParaTiemposDificiles2011-2012.pdf

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