Toda la filosofía, desde los presocráticos a Hegel, así como las antiteologías de Feuerbach, Marx o Nietzsche giran en torno al problema de Dios, problema que constituye una cuestión central del pensamiento. Lo que llamamos Dios aparece como el trasfondo último de todo lo que existe. Si nos enfrentamos a las cuestiones últimas sobre la realidad o sobre el ser humano estaremos sacando a colación la cuestión de Dios.
Hablar de Dios es hablar de la relación entre la fe y la razón. Si nos centramos en el cristianismo podemos observar que desde sus inicios implicó un doloroso compromiso entre Atenas (la razón) y Jerusalén (la fe). La tensión entre la razón y la fe está presente en toda la historia del cristianismo.
Podemos ilustrar las relaciones de la fe y la razón a lo largo de la historia con una imagen tomada de la mitología griega. En las orillas del estrecho de Mesina entre Calabria y Sicilia habitaban dos grandes monstruos, Escila y Caribdis, por lo que los marineros debían evitar las orillas para que sus naves no fuesen destruidas. La historia ha oscilado entre la Caribdis que representa el racionalismo donde la razón se diviniza excluyendo la fe, y la Escila del fideísmo en la que la razón queda excluida permaneciendo solo la fe. Ambas posiciones terminan degenerando en puras ideologías ajenas a cualquier verdad pues, como dijera San Agustín todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando, o sea no se puede separar la fe de la razón. Debemos pues rechazar tanto el racionalismo incapaz de ver que la fe no elimina la razón sino que la revitaliza y la fortalece, como el fideísmo que termina degenerando en pura subjetividad, en fantasía desbordada o en mera magia.
Sí miramos desde la perspectiva de la razón hay que reconocer que ésta es limitada, pero este límite no implica que no posea una capacidad de apertura al absoluto. Sin esa apertura el hombre cae preso de su sinsentido y sus propios logros acabarán volviéndose contra sí mismo. Sin la fe se recortan las riberas de lo humano y el hombre se queda sin saber si viene o va, recluido en el tiempo y el espacio, en lo geográfico y en la historia. La fe al potenciar la razón permite que ésta no quede reducida a una razón instrumental enclaustrada en lo exclusivamente objetivo o en lo científicamente demostrable. La fe permite ensanchar la razón, posibilitándole ver y escuchar, razonar y sentir en profundidad. La interrelación entre la fe y la razón nos permite acceder a un conocimiento sapiencial que eleva nuestro pensamiento hasta el fundamento de lo real y el sentido de nuestra existencia posibilitando orientar nuestra propia vida.
Mirando desde la perspectiva de la fe ésta no tiene que ser lógicamente inconsistente e irracional. La experiencia de Dios no se agota en la racionalidad pero no puede prescindir de ella. No debemos asumir como divino lo contradictorio para nuestra racionalidad moral, científica y lógica. La fe ha de abrirse a la razón y mostrar su razonabilidad. Se trata de mostrar como la realidad nos permite intuir a Dios, pues Dios se desvela en los ámbitos del fundamento, del sentido o de la moral. La fe abriéndose a la razón enseñará que Dios no aliena al hombre sino todo lo contrario, que lo sustenta, impele y plenifica. Que Dios fundamenta lo que hay de bueno en el mundo, en la ciencia, en los deseos profundos del hombre, en la búsqueda del bien y la verdad. Que Dios más que un freno a la autonomía de lo humano es el garante de nuestra marcha esperanzada en el mundo. La fe no exige el “sacrificium intellectus” dado que la verdad se va desvelando por medio de una fe y una razón que se nutren mutuamente.
Ni la fe debe diluirse en la razón ni la razón en la fe. Ambas deben establecer un diálogo enriquecedor manteniendo su autonomía. La fe no es creer en abstracto sino creer en Alguien, y aquí es un Alguien concreto, Jesucristo crucificado y resucitado, ese es el núcleo del cristianismo. Aquí la fe y la razón se encuentran de un modo especial. Cristo crucificado-resucitado puede resultar para algunos el gran escollo contra el que la razón puede naufragar, pero si logramos profundizar en ese acontecimiento podremos, por el contrario, desembocar en el océano sin límites de la verdad donde todo, al verse desde esa luz, cobre un sentido total. Como decía san Juan Pablo II, en el acontecimiento CRISTO pueden evidenciarse no solo la frontera entre la razón y la fe sino también el espacio en el que ambas puedan encontrarse (Fides et Ratio 23).
Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía