
Hay sonidos que atraviesan el alma. Uno de ellos es el timbre: esa llamada repentina que interrumpe, incomoda o sorprende. Suena y no nos deja impasibles. Siempre significa lo mismo: alguien está esperando. Una persona necesita que abramos la puerta. Así sucede con el hambre en el mundo. Es un alarido que nos despereza, un grito estridente que nos advierte de la presencia de muchos hermanos nuestros que aguardan que los saquemos de su postración. En este sentido, la celebración del Día Mundial de la Alimentación viene en nuestra ayuda como una alarma que busca arrancarnos de nuestra insensibilidad, alentándonos a exterminar esa terrible lacra, que tanto está haciendo sufrir a innumerables multitudes de personas privadas de la comida necesaria para subsistir. En efecto, desde 1981, por decisión de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), cada 16 de octubre, se dedica esa Jornada Internacional a concienciar sobre el problema del hambre, promover la seguridad alimentaria y la nutrición y fomentar la acción global para que todos tengan acceso a una alimentación adecuada. Anualmente, en esa fecha, suena con fuerza un timbre silencioso pero persistente y estruendoso: el desgarrado clamor de millones de hombres, mujeres y niños que no tienen lo esencial para vivir. El hambre no es una estadística lejana, es una grave ofensa a Dios a la vez que un aldabonazo a nuestra conciencia. Nos dice: “abre, comparte, hazte cargo”.
El hambre como llamada
En 2024 aproximadamente 673 millones de personas en el mundo padecieron hambre, lo que representa el 8,2% de los habitantes del planeta. Aunque se percibe una leve disminución respecto a años anteriores, la situación sigue siendo espantosa. En África el hambre afecta al 20% de la población, mientras que en Asia occidental la cifra asciende al 12,7%.
El lema del Día Mundial de la Alimentación 2025, “Mano de la mano por unos alimentos y un futuro mejores”, nos invita a la colaboración internacional para construir un porvenir pacífico y próspero, garantizando la seguridad alimentaria para todos. Esta llamada resuena estremecedoramente como un timbre que nos insta a actuar juntos para erradicar el hambre y la malnutrición.
En su mensaje dirigido a la FAO el pasado 30 de junio de 2025 el papa León XIV recordaba que “hay personas que padecen cruelmente y ansían ver solucionadas sus muchas necesidades” e insistía en que “es lamentable que tantos pobres del mundo sigan careciendo del pan nuestro de cada día” cuando hay medios para resolverlo; denunciaba, además, que “en la actualidad asistimos desolados al inicuo uso del hambre como arma de guerra. Matar de hambre a la población es una forma muy barata de hacer la guerra”. Y reafirmaba que “la Iglesia alienta todas las iniciativas para poner fin al escándalo del hambre en el mundo”.
El yobel: una llamada ancestral
La Biblia conocía bien este lenguaje del timbre y la llamada. Cada cincuenta años, el pueblo de Israel hacía sonar el yobel, la trompeta que anunciaba el jubileo (cf. Lev 25,8-10). Aquel sonido proclamaba un tiempo de liberación y de justicia: se liberaban esclavos, se perdonaban deudas, se devolvían tierras. El yobel recordaba que todo pertenece a Dios y que nadie puede apropiarse de los bienes como si fueran solo suyos.
Ese cuerno antiguo no es tan distinto del timbre moderno. Ambos sorprenden, ambos sacuden, ambos invitan a abrir. El yobel llamaba a restituir dignidad y esperanza; el timbre del hambre nos llama hoy a compartir el pan y a construir un mundo sin excluidos.
El timbre del hambre, escuchado con corazón creyente, es también invitación a encender la esperanza. Porque sabemos que es posible acabar con el hambre: hay recursos suficientes en el planeta, hay tecnología, hay medios. Lo que falta es voluntad y solidaridad. El timbre nos invita a abrir la puerta, a compartir, a organizarnos como sociedad para que el pan llegue a todos.
Jubileo de la Esperanza
Estamos celebrando este año el Jubileo de la Esperanza. Y es providencial: en un mundo donde muchedumbres de seres humanos pasan hambre, el jubileo suena como un gran timbre que no nos permite vivir tranquilos en la indiferencia. Al convocar el Jubileo, el papa Francisco escribía: “Es necesario que cuantos poseen riquezas sean generosos, reconociendo el rostro de los hermanos que pasan necesidad. Pienso de modo particular en aquellos que carecen de agua y de alimento. El hambre es un flagelo escandaloso en el cuerpo de nuestra humanidad y nos invita a todos a sentir remordimiento de conciencia” (Spes non confundit, n. 16).
El hambre nos recuerda que la tierra es de todos y para todos. El jubileo trae a nuestra memoria que Dios nunca deja de ofrecernos nuevos comienzos. El timbre y el yobel se encuentran: uno en las casas de todos los días, otro en la historia sagrada; uno llamando a abrir la puerta al hermano, otro proclamando que la puerta de Dios está siempre abierta para los pobres y los pequeños.
El timbre del hambre suena fuerte en este Día Mundial de la Alimentación. La pregunta es si vamos a abrir la puerta. Podemos hacerlo de muchas maneras: reduciendo el desperdicio de alimentos, apoyando la agricultura familiar, defendiendo políticas justas, contribuyendo con nuestras organizaciones de Iglesia que luchan contra el hambre, o cambiando nuestros estilos de vida para que sean más sobrios y solidarios.
Conclusión: abrir la puerta
El timbre del hambre suena hoy con urgencia. Podemos elegir fingir que no escuchamos, o podemos abrir nuestros corazones a las necesidades de los menesterosos. Y cuando respondemos, cuando compartimos, cuando luchamos contra las causas estructurales del hambre, entonces el timbre se convierte en anuncio de esperanza. El yobel, la trompeta del jubileo, nos recuerda que ese gesto es ya semilla del Reino de Dios: tierra para todos, pan para todos, vida para todos. En este tiempo jubilar, escuchar el timbre del hambre es acoger la llamada de Dios mismo.
No dejemos el timbre sonar en vano. Abramos la puerta, porque detrás está Cristo mismo, que nos dice: “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25,35). También hoy resuena en clave de examen personal y comunitario: ¿hemos dado de comer al hambriento, hemos compartido el pan de cada día, hemos reducido el despilfarro de comida? Es como si escucháramos a Cristo decir, con todas las personas hambrientas del mundo: “Estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré y comeremos juntos” (Ap 3,20).
Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA
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