El silencio tiene tanta relevancia como la palabra para el pensamiento humano. En el Eutidemo de Platón[1] al diferenciar entre el silencio y la palabra se llega a la conclusión de que las cosas guardan silencio, pero al mismo tiempo hablan. De lo que puede concluirse que hay silencios materializados y locuaces. Esto puede parecer paradójico pero no lo es. Mostremos como el silencio sirve como suelo nutricio de las reflexiones más profundas. Reflexionemos sobre uno de los posibles sentidos del silencio. Cuando hablamos del significado del silencio podemos pensar en la ausencia de alguien o de algo que ya no está, que estuvo en el pasado y ya no se oye. El silencio nos pondrá cara a cara con un relato que fue elocuente en su tiempo pero que ahora nos habla en su propia mudez. Pensemos por ejemplo lo que experimentamos al contemplar ciertas ruinas, vestigios de tiempos pasados. Ese silencio otorga un sentido de paso del tiempo, de fugacidad de la historia, de caducidad de la vida. No se trata del puro vacío o la nada, sino más bien nos pone en contacto con una realidad inefable, una realidad que escapa a lo conceptualizable. Como mostró Wittgenstein[2] la palabra tiene sus límites, no se trata de que no tengamos más que decir sino que llegamos al terreno de lo indecible, al terreno donde las palabras encuentran una barrera infranqueable. Esos territorios solo son inteligibles desde el silencio. María Zambrano[3] hablaba en este sentido de un “silencio diáfano”, un silencio donde se da la pura presencia. Pensemos en el encuentro amoroso o el compartir callado de dos amigos, pensemos en la experiencia que tuvimos en la soledad de un claustro o de una iglesia, o en aquel silencio cuando caminamos en el bosque o contemplamos los cielos estrellados en la negrura de la noche, o aquel silencio que nos embargó ante aquella cruz anónima en el recodo de la carretera. Todos podríamos poner decenas de ejemplos de silencios diáfanos. Me viene a la memoria el silencio de aquel campesino que pasaba horas ante el santísimo sin emitir palabra , cuando san Juan María Vianney le interpeló sobre como oraba él le respondió con un simple: Yo lo veo y él me ve.
Es el silencio que nos permite contactar con aquello que nos desborda, con lo trascendente, con el misterio que se atisba en el hondón de la realidad. Toda la historia humana está impregnada de la búsqueda de ese silencio. Las religiones son un claro indicio de ello, pero también las cimas del arte y del pensamiento se han nutrido de la diafanidad del silencio. Ese silencio es el que nos abre al ser y nos introduce en la esfera de lo sagrado. De hecho el silencio es una condición necesaria para la relación con lo divino. Dice San Ignacio de Loyola que el buen ángel se introduce en el alma leve y suavemente con el silencio[4]. San Juan de la Cruz habla de la música callada que es inteligencia sosegada, sin ruidos, que es callada para los sentidos pero muy sonora para el espíritu[5].
El silencio exterior es un medio para ese silencio interior del espíritu y el corazón tan necesario para descubrir la palabra que se nos dirige desde todos los ámbitos de lo real y para que, penetrando en nuestro propio ser, podamos descubrirnos a nosotros mismos. Compartiendo esta convicción Margaret Parry afirma: Si queremos alcanzar una vida auténtica, es indispensable fundar un monasterio del silencio en nosotros mismos[6]. Todos conocemos a esos tipos de individuos que nunca hacen silencio, que matan el silencio en torno suyo, esas almas sin rostro de las que habla Maeterlink[7]. Es el silencio el que entraña la esperanza de un retorno sobre sí mismo. El silencio es el lugar en el que se forjan las cosas importantes mientras que el ruido, y en muchas ocasiones las palabras no hacen más que ahogar y suspender el pensamiento. Entonces ¿por qué muchas personas eluden el silencio? Como Pascal[8] comprendió, a muchos hombres les cuesta la soledad, no saben estar a solas porque el silencio les asusta, por eso suelen buscar lugares donde no reine. Quizás teman encontrarse con la faz de su propia nada, sin embargo hundirse en el silencio es el camino para llegar a la realidad última y es ese momento del silencio, en el que se deja hablar, la condición indispensable para el coloquio con Dios. El silencio no es solo callar es sobre todo atender y escuchar un silencio que es diáfano, elocuente, un silencio que es pura presencia, puro encuentro con Dios que nos habla en el silencio en cuanto desmaterialización del mundo y en cuanto acceso a la infinitud del misterio que nos permite descubrir que hasta lo más pequeño e insignificante tiene una voz.
Juan Jesús Cañete Olmedo
Sacerdote diocesano y Profesor de Filosofía
[1]Platón, Eutidemo, Universidad Nacional Autónoma de México, México 2001.
[2]L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Tecnos, Madrid 2007.
[3]M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Alianza, Madrid 2002.
[4]Ignacio de Loyola, ejercicios espirituales, 335.
[5]Juan de la Cruz, Cantico Espiritual, en Obra completa, Vol 2, Alianza ,Madrid p 103.
[6]M. Parry, Le silence en litteraturé. De Mauriac à Houellebecq, L’Hartmattan, Paris 2013, p. 49.
[7]M. Maeterlinck, El tesoro de los humildes, citado por A. Corbin, Historia del Silencio. Del Renacimiento a nuestros días, Acantilado, Barcelona 2019, p. 65.
[8]B. Pascal, Pensamientos, Alianza, Madrid 2009.