Misa de Pontifical de Pentecostés en la aldea de El Rocío

Homilía del Obispo de Huelva, Mons. José Vilaplana Blasco, el 24 de mayo, en la Misa de Pontifical de Pentecostés celebrada en la aldea almonteña de El Rocío.

-Querido Hermano José, Obispo de Asidonia-Jerez.

-Sr. Cura Párroco de Almonte, Vicario Parroquial, sacerdotes concelebrantes y diáconos.

– Autoridades presentes.

-Presidente, Hermano Mayor y Hermandad Matriz de Nuestra Señora del Rocío, de Almonte.

-Hermandades y Asociaciones rocieras.

– Queridos hermanos y hermanas todos, especialmente, mayores y enfermos que os unís a esta celebración a través de los medios de comunicación:

Permitidme que comience mi homilía recordando una anécdota de la vida de Teresa de Jesús, la Santa de Ávila, de la cual estamos celebrando el V Centenario de su nacimiento. Quedó huérfana de madre a la edad de doce años y afligida por lo que había perdido, fue, como ella misma dice «a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre con muchas lágrimas» . La experiencia sencilla de una niña, que se siente huérfana y desvalida y acude a buscar la protección de la Madre del Cielo, es también la experiencia que compartimos, de algún modo, todos los que estamos aquí presentes.

Hemos llegado hasta este Santuario buscando el rostro y la protección de la Virgen, nuestra Madre del Rocío, para descansar en Ella, como hijos, nuestros anhelos, gemidos y esperanzas. Los corazones de los peregrinos, pegados a la carreta del Simpecado, –lo sabemos– van llenos de preocupaciones y sufrimientos, de súplicas y promesas y, también, rebosantes de gratitud y alegría.

Jesucristo, que conoce bien nuestro corazón y sabe de nuestra debilidad, nos regaló desde la Cruz a su Madre como Madre nuestra . Ella, acogiéndonos como hijos, acompañó los primeros pasos de la Iglesia naciente con su presencia y oración en el cenáculo , esperando que se cumpliera la promesa del Señor, el envío del Espíritu Santo que daría fortaleza y empuje a la fragilidad de los apóstoles, enviados a anunciar al mundo el Evangelio de la salvación y de la vida: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» , hemos escuchado en el Evangelio que hoy se ha proclamado.

Aquí estamos nosotros con Ella, la Madre que ora e intercede por los que hemos venido a celebrar este nuevo Pentecostés. Necesitamos recibir de nuevo el fuego y el soplo del Espíritu Santo, para realizar la misión que hoy requiere nuestro mundo. En nuestro corazón hay sentimientos de fragilidad, de temor, de combates…, pero, – arropados por tan buena Madre–, también de confianza, esperanza y deseos de colaborar en la renovación de la Iglesia y de nuestra sociedad.

Somos conscientes de que sólo con la fuerza del Espíritu Santo, que Jesucristo envía desde el Padre, podremos avanzar en la necesaria trasformación que requiere nuestra sociedad compleja. Es el Espíritu Santo el que nos da capacidad de compartir para paliar la pobreza de tantos hermanos necesitados. Es el Espíritu Santo el que nos da capacidad de diálogo para buscar juntos la verdad. Es el Espíritu Santo el que nos da capacidad de perdón para curar tantas heridas del corazón humano. En definitiva, nos da capacidad de misericordia para ser semejantes a Dios nuestro Padre .

Con María esperamos y recibimos el Espíritu Santo, tomando conciencia de la responsabilidad que tenemos como cristianos en la sociedad, en este momento que nos ha tocado vivir: ser testigos de Jesucristo en la Iglesia y en el mundo.

Hemos de participar en la renovación de la Iglesia y en la regeneración moral de nuestra sociedad. Los cristianos sabemos que toda reforma moral ha de ir precedida de la experiencia del amor de Dios, recibido como don. Nuestro comportamiento queda impregnado por el anuncio gozoso de esta Buena Noticia: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte y ahora está vivo a tu lado cada día para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte» . El comportamiento cristiano es siempre el camino de respuesta y de crecimiento a este don. «Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida según el Espíritu» .

Alentados por la intercesión y el ejemplo de nuestra Madre, la Virgen del Rocío, bajo cuya protección estamos aquí reunidos, debemos preguntarnos: ¿qué podemos hacer para que la Iglesia se rejuvenezca y nuestra sociedad se renueve? Recuerdo que me contaron una vez que, en un estadio, se produjo un apagón de luz, que generó pánico en todos los presentes. Una voz, a través de los altavoces, dijo: «por favor, que cada uno encienda su mechero o una cerilla», – hoy diríamos también que el móvil– , y de pronto, aquella oscuridad que aterraba, se convirtió en un bellísimo espectáculo de luz. ¿No es esto lo que nos pide hoy nuestra Madre y nos exige nuestra fe? Que cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás . Hemos recibido el bautismo, la confirmación, podemos participar en la mesa de la Eucaristía, conocemos el Evangelio… ¡Hagamos fructificar estos dones! De ellos han de brotar unas nuevas relaciones como discípulos de Cristo . De ellos hemos de extraer el entusiasmo para transmitir la fe en nuestras familias, contagiar la alegría del Evangelio a los jóvenes y a todos los que nos rodean. De ellos ha de brotar el estímulo para crear unas relaciones que nos humanicen y una forma de vivir en la sociedad que genere más justicia y equidad entre todos, de manera que aprendamos «a encontrar y a servir a Cristo en los pobres» .

El cristiano se reconoce hermano de todos los hombres y, por lo tanto, no puede resignarse ante las desigualdades. «Cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes» . Son palabras de nuestro querido Papa Francisco.

Después de participar en esta gran Asamblea, gozosa y colorista, en la que nos sentimos uno, personas venidas de tantos lugares, hemos de regresar a nuestras ciudades, pueblos y parroquias dispuestos a que el Espíritu Santo produzca en nosotros sus frutos: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí . Dios quiera que estos frutos caractericen las relaciones en nuestra sociedad, en la que hoy se están celebrando elecciones, para que todo contribuya al bien común.

No quiero terminar mis palabras sin hacerme eco de una preocupación que afecta al Santo Padre y a toda la Iglesia: la persecución de tantos hermanos nuestros cristianos en diversos lugares del mundo. Durante esta semana todas las diócesis de España hemos estado unidas en la oración por ellos. Hoy, aquí, bajo el manto de nuestra Madre, Auxilio de los Cristianos, pedimos la fortaleza de la fe para los que han de dejar sus casas, sus tierras y hasta su vida, y que cambie el corazón de sus perseguidores.

Queridos hermanos y hermanas rocieros:

La experiencia de compartir la alegría en esta Romería; el amor expresado a nuestra Madre; el impulso recibido en esta celebración de Pentecostés, no lo podemos guardar para nosotros solos; la hemos de difundir porque – como dice el Papa Francisco– «todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable».

Nos acercamos ahora al banquete de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana y centro de nuestra celebración rociera. En este banquete nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, el Pastor Divino que tomó nuestra carne en el seno purísimo de la Virgen María. Él es el fruto bendito de su vientre que da la vida al mundo. Que la Madre de Dios acoja nuestras súplicas y las de todos los que se han encomendado a nuestras oraciones. Que Ella, Reina y Madre, nos ayu
de a crecer en Cristo. Amén.

José Vilaplana Blasco

Obispo de Huelva

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