Homilía del obispo de Huelva, Mons. José Vilapana
Mis queridos hermanos y hermanas todos:
Otros años, cuando iba a dirigiros estas palabras de la homilía, veía ante mí una multitud inmensa, llena de colorido, venida de lugares distintos, que convertía la plaza del Real, donde fue coronada la venerada imagen de la Virgen del Rocío, en un templo grandioso.
Este año estamos en el interior de la Parroquia de Almonte. Estoy con el Párroco y el Vicario Parroquial, y ante mí están el Presidente y la Junta de Gobierno de la Hermandad Matriz y la Sra. Alcaldesa, a los que saludo cordialmente, pero sé que más allá (detrás de las cámaras de televisión) estáis vosotros, los rocieros, una multitud inmensa, haciendo una peregrinación del corazón para estar aquí, junto a Ella, nuestra Madre del Rocío, y celebrar con Ella este singular Pentecostés del 2020, marcado por la pandemia del COVID-19.
No hay Romería, pero sí hay Pentecostés, sí hay Rocío, porque el Espíritu Santo no conoce fronteras. A todos vosotros rocieros, que peregrináis de corazón, y a todas las personas que nos siguen a través de los Medios de Comunicación, especialmente los que de una u otra forma habéis estado afectados por el coronavirus o habéis trabajado intensamente para combatirlo, os enviamos un abrazo fraternal los que estamos aquí bajo el manto maternal de la Blanca Paloma.
Antiguamente, antes de que se estableciera la visita de la Virgen a Almonte cada siete años, la bendita imagen de Nuestra Señora venía con motivo de sequías, pestes y situaciones difíciles para proteger a sus hijos. Este año Ella ha querido quedarse providencialmente para estar en medio de su pueblo en esta situación dolorosa de la pandemia. Quiso adelantarse para acompañarnos y protegernos, para decirnos una vez más: soy vuestra Madre.
Con Ella celebramos cada año la fiesta de Pentecostés, esperando recibir el rocío del Espíritu Santo, que renueva nuestros corazones y nos da la fuerza para ser testigos de Jesucristo en medio de nuestro mundo. María oró con los Apóstoles: estaba con ellos cuando recibieron las lenguas de fuego que llenaban sus corazones del amor de Dios, y recibían el viento impetuoso que los lanzó a la evangelización de todos los pueblos. El Espíritu Santo transformaba los corazones de aquellos hombres apocados y acobardados, en corazones de apóstoles animosos y valientes.
Este año, queridos hermanos y hermanas, estamos viviendo, como os decía, una peregrinación del corazón. No hemos podido hacer la peregrinación por los caminos, detrás del “Simpecado”; no hemos podido compartir los momentos de comida y descanso con tantas personas que amamos, disfrutando de su compañía… Pero sí hemos podido pensar, añorar, rezar, recordar en nuestras casas entrando más en nuestro interior, y ahí, siempre está la Virgen, nuestra Madre, mostrándonos a su Hijo divino, luz del mundo, pastor de nuestras almas, camino, verdad y vida.
Vivamos este Pentecostés, pidiéndole a la Virgen que nos dejemos renovar el corazón con el rocío del Espíritu Santo. Dice el Papa Francisco que: “En la Biblia, el corazón son nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá de lo que aparentamos”. Y añade: “Lo que más hay que cuidar es el corazón”. El corazón, pues, es el núcleo más profundo y entrañable de nuestra persona.
A lo largo de la Historia de la Salvación, Dios ha estado siempre atento al corazón de su pueblo y en todas las situaciones, cuando se deterioraba o cuando quería hacerlo crecer, le prometía el Espíritu Santo. A veces encontró a Israel desanimado, desesperanzado, como un valle de huesos resecos: “Se ha desvanecido nuestra esperanza, ha perecido, estamos perdidos”. En esos momentos Dios le prometía: “Yo mismo infundiré espíritu sobre vosotros y viviréis”. Otras veces el corazón del pueblo de Dios se endurecía, a causa de los pecados, de las injusticias, de la explotación del forastero y la viuda, del olvido de Dios: “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. En esos momentos, lleno de compasión y misericordia, prometía a su pueblo: arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Y en el momento culminante de la historia, cuando Dios eligió a la madre de su Hijo, el Salvador del mundo, puso su mirada en María, la humilde muchacha de Nazaret, y le dijo a través del ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. Y desde entonces la llamamos la Madre de Dios.
Aquí estamos, con nuestro corazón tantas veces desanimado por las dificultades de nuestra vida; con nuestro corazón endurecido por nuestro olvido de Dios, por nuestros egoísmos y pecados; con nuestro corazón acobardado de cristianos mediocres.
Pero no podemos quedarnos así, aquí está María con nosotros como estaba con los Apóstoles, y con Ella podemos suplicar: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dento con espíritu firme”. Confiemos porque el Señor cumple su promesa: os infundiré mi espíritu y viviréis.
Permitidme que subraye algunas características de este corazón renovado. ¿Cómo es?
Es un corazón agradecido, porque sabe que la vida es un regalo, que todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de la mano generosa y providente de Dios. Así es el corazón de nuestra Madre, la Virgen, que en un canto de alabanza exclamó: Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador… El Poderoso ha hecho obras grandes por mí… ha mirado la pequeñez de su esclava.
En esta peregrinación del corazón recordemos agradecidos a las personas que nos han iniciado en la devoción a la Virgen María y nos han acompañado en nuestras romerías. Yo quiero recordar expresamente a nuestro querido Don Ignacio, Obispo Emérito, que este año estará celebrando este Rocío con los rocieros del cielo.
Es un corazón solidario, que sabe mirar a los otros como hermanos, que se deja conmover por los que sufren, que sabe ayudar a los desvalidos, que sabe hacerse prójimo, derribando el muro de la indiferencia.
Así es también el corazón de nuestra Madre. Sus ojos misericordiosos nos miran acogiéndonos, atenta como en Caná de Galilea. En su canto del Magníficat brilla ese amor entrañable de Dios que Ella alaba: el Nombre de Dios es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación…enaltece a los humildes… a los hambrientos los colma de bienes.
Durante este tiempo de pandemia se han multiplicado los gestos de solidaridad en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia. Que este corazón solidario se agrande para este momento difícil que hemos de seguir afrontando.
Es un corazón creyente, que confía en Dios y edifica su vida sobre roca y no sobre arena. Que no obedece solo al vaivén de los sentimientos sino a la Palabra de Dios, que indica el camino de la Vida. Necesitamos vivir en esa confianza que nos mantiene firmes y arraigados en la fe en Cristo Jesús en medio de las dificultades.
Isabel saludó a la Virgen con estas palabras: Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. Se ha cumplido, como también se cumple lo que dijo la Virgen: “me felicitarán todas las generaciones”.
Madre y Señora nuestra, Virgen del Rocío. Gracias porque nos acoges siempre con amor de madre. Tu Hijo desde la cruz te dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y luego al discípulo, a nosotros: “Ahí tienes a tu madre”. Tú estabas junto a su cruz, manteniendo firme tu fe. Tú estás junto a nuestras cruces, por eso te encomendamos a todos los que han muerto a causa del coronavirus y a sus familias; a nuestros enfermos, a nuestros mayores, a todos los que están desanimados y se sienten atribulados por falta de trabajo, por no saber qué hacer. Que todos te sientan a su lado como Madre.
Gracias porque estás atenta siempre, como en las Bodas de Caná. Protege a nuestros jóvenes y a nuestros niños. Que no les falte nunca la alegría y que encuentren siempre caminos de crecimiento y esperanza, que tengan a tu Hijo Jesús, el Pastor divino, como su mejor amigo.
Gracias porque nos reúnes como una gran familia, familia rociera. Concédenos hacer presente en nuestro mundo la fraternidad, el compartir, la fiesta, para que, superando las adversidades, vivamos siempre como peregrinos, testigos del Evangelio en un permanente Rocío de luz.
Almonte, 31 de mayo de 2020
+ José Vilaplana Blasco
Obispo de Huelva