«No es de los nuestros», comentario al Evangelio del XXVI Domingo del Tiempo Ordinario − B

Jesús y sus discípulos. Rembrandt (1634). Museo Teylers, Haarlem (Holanda)

La psicología de grupos dice que uno de los factores de cohesión interna es marcar diferencias con otros grupos, sobre todo con los afines. La reacción de los discípulos ante alguien que libera a los hombres en nombre de Jesús, sin ser uno de su grupo, es indicativa de este fenómeno. Lo que esta postura esconde es la pretensión de apropiarse de Jesús y hacer de su figura, de su mensaje o de su obra un patrimonio grupal. Él sale al frente y afirma que tiene otros muchos seguidores a los que no se debe entorpecer su tarea en favor de los hombres.

La cosa se complica cuando se trata de la Iglesia o la comunidad cristiana de un lugar. Es cierto que la unidad sólo se puede construir a partir de la diversidad, es decir, que sólo se puede unir lo diferente y que -según las enseñanzas de Pablo- el pluralismo de dones  y tareas es una manifestación del Espíritu. El problema surge cuando alguien -sea persona o grupo- absolutiza lo que le es propio y desautoriza todo lo demás. Cuando esto ocurre, se está atacando uno de los rasgos de la Iglesia, aquel que engendra la fe en los extraños: la unidad. Es bueno reconocer lo que nos diferencia, pero no es menos bueno valorar lo que nos iguala y une.

El verdadero enemigo no es el otro o los otros, sino el escándalo -seducir al débil para que se entregue al mal-. Ése es el verdadero enemigo al que hay que temer y contra el que hay que luchar. Si una persona tiene buen corazón y sus obras son buenas -aunque parezcan insignificantes, como dar un vaso de agua-, ¿qué importa lo que piensen los hombres? El cristiano sabe que, cuando llegue la hora de la verdad, muchos se sorprenderán al ser recompensados porque ayudaron al juez del mundo sin saberlo.

Y este enemigo no es ajeno a cada uno. Es tan propio como la mano, el pie o el ojo. La verdadera lucha del creyente -y de cada ser humano- no es contra los demás, sino contra sí mismo. La maldad es una semilla que alguien, en algún momento de la existencia, sembró en nuestro corazón. La mejor tarea es arrancarla para que la semilla de la bondad -que nació con nosotros- brote, se desarrolle y madure. Dios -que es amor- nos ha creado a su imagen, pero la serpiente nos ha mordido y su veneno amenaza con destruirnos. El antídoto es el perdón. Pero éste sólo es posible cuando uno está dispuesto a la renuncia del amor propio y del orgullo. Y eso duele porque está muy dentro de nosotros. Pero así es la cosa. Quien no se adentre por este camino de vida, se sumergirá en el abismo donde la destrucción es completa -el fuego no se apaga- y la putrefacción, total -el gusano no muere-. Se trata por tanto de ser uno mismo, unido a los demás y luchando contra el enemigo interior que pretende convertirnos en apóstoles de nuestra propia maldad.

Francisco Echevarría Serrano,
Licenciado en Sagradas Escrituras y vicario parroquial de Punta Umbría.

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