El obispo de Huelva, Mons. Santiago Gómez, ha presidido esta tarde de 28 de marzo en la Santa Iglesia Catedral la Misa Vespertina del Jueves Santo, con la que se inicia el Triduo Sacro.
En su homilía, monseñor Santiago Gómez ha recordado en este día que “Cristo se nos da como nuestro alimento, como el cordero pascual que se sacrificaba en la Pascua y se daba a comer a los israelitas. Jesús no se sacrifica una y otra vez, pero es capaz de hacernos presente su sacrificio, en todo tiempo, para que seamos receptores de su gran amor por nosotros.”
La Misa de la Cena del Señor es el centro de la liturgia del Jueves Santo. La Sagrada Eucaristía nos muestra el Sacrificio de la Alianza definitiva que Dios realiza, en Cristo, con los hombres.
Las lecturas de la Misa inciden en estas ideas: la Eucaristía es la verdadera pascua (primera lectura y Evangelio) y la continuación de la Ultima Cena de Cristo en la celebración de la Iglesia a lo largo de los siglos (segunda lectura).
Tras la homilía, varios hombres han subido al altar donde se ha llevado a cabo el Lavatorio de pies. El Lavatorio de los pies es una catequesis sobre la Eucaristía y una parábola en acción sobre el mandamiento nuevo: la Caridad. Cristo ha venido no para ser servido, sino para servir (Mt 20, 28).
La celebración ha terminado con el traslado en procesión solemne del Santísimo Sacramento al lugar preparado para la reserva.
La Delegación Diocesana para la Liturgia recuerda que el Jueves Santo conmemora un triple misterio: la institución de la Sagrada Eucaristía, la institución del sacerdocio y el amor fraterno. La Eucaristía es el centro y raíz de los otros misterios, puesto que los origina y los exige. Este triple misterio queda plasmado con la Misa, la adoración del Santísimo en el monumento y el lavatorio de los pies.
La liturgia del Jueves Santo concluye con la reserva del Santísimo en el monumento. Las formas consagradas se reservan para la comunión del Viernes Santo y para la adoración de los fieles. No debemos entender el altar de la reserva (Monumento) como la sepultura del Señor. Es muy apropiado dedicar algún tiempo después de la Misa a la adoración eucarística que, pasada la medianoche, se hará sin solemnidad.
Homilía íntegra del obispo de Huelva, Monseñor Santiago Gómez Sierra
El cuerpo de Cristo como don
En esta tarde de Jueves Santo, Jesús nos invita a entrar en el Cenáculo. Lo que allí ocurrió se hace presente para nosotros por toda la eternidad, en la Santa Misa. No es imaginación. Estamos invitados a la Cena del Señor. Cuando el sacerdote levanta la hostia dice: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor“. Estamos ahi, presentes. Y Cristo se nos da como nuestro alimento, como el cordero pascual que se sacrificaba en la Pascua y se daba a comer a los israelitas. Jesús no se sacrifica una y otra vez, pero es capaz de hacernos presente su sacrificio, en todo tiempo, para que seamos receptores de su gran amor por nosotros.
En la institución de la Eucaristía, según hemos escuchado, Jesús afirma “Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros“. Fijémonos que no dice solamente “Esto es mi cuerpo” sino que añade “que será entregado por vosotros“. Por medio del don de si expresado en su carne -su cuerpo, Cristo se transforma en don que puede ser recibido por cada uno de nosotros. De modo paralelo, Cristo añade “ésta es mi sangre que será derramada por vosotros” Sí, de este modo, Cristo transforma el acto violento de los hombres contra Él en un acto de entrega a favor nuestro, en un acto de amor.
¿Cómo comprender más profundamente esta entrega de amor dentro de la Eucaristía? Podemos pensar en una madre que alimenta con su propio cuerpo y con su propia sangre a su hijo. Lo lleva en su propio cuerpo durante nueve meses. Una madre puede decir “he dado mi cuerpo por mi hijo”. También lo hace el padre, de otro modo. Trabaja incansablemente y así, entrega su cuerpo, a través de su trabajo, para proporcionar a sus hijos alimento y todo lo necesario. Así mismo, de vez en cuando, conocemos historias sobre alguna persona que ha dado su vida para salvar a otro.
Son meras comparaciones para comprender mejor la entrega de Jesús, cuerpo entregado y sangre derramada. Pero el sacrificio de Cristo es aún más que eso, es único. Nadie con su entrega puede hacernos el don que nos ofrece Jesús, pues dice el Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54).
Que hermoso es nuestro Dios que se encarnó. El Creador nos dió cuerpo y espíritu, y Él mismo se dignó dignificó tanto nuestro cuerpo físico que tomó carne y se hizo uno con nosotros. Él no desea que nuestra relación con Él sea solo intelectual, racional y emocional. No, Cristo se encuentra con nosotros a través de nuestro cuerpo físico, y se nos da en alimento, verdadera comida.
Hasta aquí la lógica del don que recibimos. Pero se nos pide una respuesta: aprender a vivir en la lógica del don de sí. Nunca hay que darlo por supuesto, pues sabemos bien por experiencia propia personal de las resistencias y dificultades que encontramos para vivir en esta lógica. Por eso necesitamos celebrar y vivir la Eucaristía con frecuencia. Como afirmaba, en este sentido, Benedicto XVI: “La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega” (Exhortación apostólica post-sinodal Sacramentum caritatis, n. 11).
La Eucaristía, manantial de concordia
También la Eucaristía es un desbordante manantial de concordia, de unidad. Esto también lo celebra el Jueves Santo. Lo hemos oído en el Evangelio según san Juan.
Una preocupación que proviene tanto del ambiente social como del ambiente eclesial que vivimos es la siguiente: ¿qué nos une? ¿qué vertebra nuestra sociedad? ¿cuál es el factor de cohesión social que aglutina a todos los hombres? Hablamos de globalización, pero asistimos a divisiones, enfrentamientos y guerras. Es la trágica experiencia que vivimos.
En la Eucaristía hacemos memorial de un acto del cual manó vida nueva, que sigue fluyendo. Este evento fundador de la última Cena es memorial en cada Eucaristía, no es solo el inicio temporal de algo, sino el principio generativo que no deja de brotar. La Eucaristía es una acción de Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre, de la que brota permanentemente vida nueva.
San Pablo nos enseña que sacramento de la Eucaristía genera una profunda unidad y comunión entre todos los que participan de ella, cuando afirma: “Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todo comemos del mismo pan” (1Cor 10,17).
Así podemos comprender mejor que la finalidad de la Eucaristía es la transformación de los que la celebramos en una verdadera comunión con Cristo y entre nosotros.
Hoy también expresamos nuestra gratitud al Señor con la adoración al Santísimo Sacramento después de la Santa Misa. En la Eucaristia el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros.
Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Adorar nos ayuda a todos a ser formados por el amor desinteresado que contemplamos en el Cuerpo entregado del Señor. Se dice que santa
(Madre) Teresa de Calcuta dijo una vez: «Cuando miras el crucifijo, comprendes cuánto te amó Jesús entonces. Cuando miras la Sagrada Hostia, comprendes cuánto te ama Jesús ahora»”
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