Un santo es ante todo una persona, una persona humana, en la teología hay también personas divinas, pero los santos no pertenecen a ese grupo. Los santos son humanos que han vivido de forma extraordinaria su ordinaria humanidad. Cada uno de ellos ha vivido su vida, ha formado parte de la historia y en algún modo, no sabemos hasta qué punto, incluso la han cambiado ¿Sería España igual si no hubiesen existido Teresa de Jesús o Ignacio de Loyola? ¿Sería Hispanoamérica la misma sin Santo Toribio de Mogrovejo? ¿Nuestra filosofía sería igual sin Santo Tomás o sin San Agustín?
Pues bien, lo humano ante un problema es huir, evitarlo o evadirlo, pero hay personas que no lo hacen, que afrontan el problema, a veces “a puerta gayola”. Y de este modo Teresa abandonó el convento de señoritas nobles y salió a fundar otro en el que se viviera de forma más cristiana; Ignacio dejó las armas y se fue a estudiar a Paris buscando otra forma de vivir; Santo Toribio impuso leyes justas frente a quienes para excusarse del mal que estaban haciendo, para justificar la corrupción, decían que “esa era la costumbre”, el Obispo Toribio de Mogrovejo respondía: “Cristo es verdad y no costumbre”.
Este domingo será inscrito en el libro de los santos una de estas personas que no huyó, que se enfrentó a todos los problemas que fue viendo a su alrededor y acometió mil iniciativas con el fin de solucionarlos. Los santos antes que santos son grandes personas, con muchas virtudes humanas, y porque son santos saben aprovechar esos dones que poseen. Son santos quienes ante una postura fácil de cumplimiento y otra más difícil de compromiso optan por la segunda. Eso y no otra cosa son los santos, seguramente lo de menos es que por su intercesión tenga lugar una actuación milagrosa.
El sacerdote Manuel González, no huyó, aunque confesaría que al llegar a Palomares del Río no le faltaron ganas. Más tarde, y como contará con gracia, esquivaba las piedras que le arrojaban aquellos muchachos, que poco después, quizás por verle “toreando” las pedradas, se convertirían en sus “chaveitas”, en los alumnos de las escuelas que puso en marcha y en los aprendices de los talleres.
No huyó cuando se puso de lado de los mineros que recelaban del clero, ni huyó cuando las epidemias azotaron la ciudad, sino que supo en cada momento estar con quien lo necesitaba, seguramente porqué encontró, un día en un Sagrario, solo y abandonado, a quien había ya hecho esto antes, unos dos mil años antes, Jesús de Nazaret.
D. Manuel González, tenía gracia, don para escribir, empatía y eso que ahora llaman capacidad de liderazgo. Tenía también el don de aprovechar el tiempo, tenía audacia, tenía la humildad de aprender de los niños, también la habilidad para gestionar el dinero y tenía además un gran sentido de la amistad ¡cuánto recibió y dio a sus amigos ¡y todo esto supo aprovecharlo para el bien de quienes compartieron su tiempo.
Creo que merece la pena conocer bien “lo que pudo un cura entonces”, leer y meditar los escritos, siempre llenos de razón, gracia y sensatez de D. Manuel González, que así se le seguirá conociendo incluso después de ser proclamado santo en esta Huelva que el tanto amo y que tanto le quiso. Y después pararnos un poco, mejor si es ante un Sagrario, para ver cuán importante es elegir siempre hacer lo mejor, aun cuando no sea malo lo que dejemos de hacer, pues con esa sencilla regla de vida se hacen santos, se hacen sociedades mejores, y se hace que la vida merezca la pena. Para esto se “canoniza” a los santos.
Aurora Mª López Medina