La Catedral de la Merced celebra dos ordenaciones en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo

En una jornada marcada por la devoción y la solemnidad, la Santa Iglesia Catedral de la Merced acogió este sábado, 29 de junio, en la solemnidad de los apóstoles San Pablo y San Pedro, una ceremonia especial de ordenación presbiteral y diaconal. El acto, que comenzó a las 11:00 horas, estuvo presidido por el Obispo de Huelva, Monseñor Santiago Gómez Sierra, quien realizó la imposición de manos sobre los candidatos.

Juan José Travé González, originario de Isla Cristina, recibió la Sagrada Ordenación Presbiteral, convirtiéndose así en nuevo sacerdote de la Diócesis de Huelva. Su trayectoria y dedicación han sido ampliamente reconocidas en la comunidad, y su ordenación fue recibida con gran alegría y emoción por todos los presentes.

Por su parte, Ignacio Vírseda Chaves, seminarista originario de Nava de la Asunción (Segovia), fue ordenado diácono. La ordenación diaconal marca un paso crucial en su formación y compromiso con la Iglesia, preparándolo para futuros servicios y ministerios.

La liturgia, caracterizada por su solemnidad y profundidad espiritual, incluyó momentos de especial significación, como la promesa de obediencia, la imposición de manos y la oración consecratoria. Estos ritos, cargados de simbolismo y tradición, reafirmaron el compromiso de los ordenandos con su vocación y con la misión pastoral que están llamados a desempeñar.

Monseñor Santiago Gómez Sierra, en su homilía, destacó la importancia del ministerio sacerdotal y diaconal en la vida de la Iglesia. Exhortó a los nuevos ordenados a vivir su vocación con fidelidad y entrega, siendo testimonios vivos del amor de Cristo en sus comunidades. Asimismo, agradeció a los familiares y amigos de los ordenandos por su apoyo incondicional y les animó a continuar acompañándolos en su camino espiritual.

La ceremonia concluyó con una emotiva ovación y la bendición final, tras la cual los nuevos sacerdote y diácono recibieron las felicitaciones y muestras de cariño de los asistentes.

Este día quedará grabado en la memoria de la diócesis de Huelva como un testimonio de fe y esperanza, marcando un nuevo capítulo en la vida de Juan José Travé González e Ignacio Vírseda Chaves, quienes inician su ministerio con la bendición y el respaldo de toda la comunidad eclesial.

HOMILÍA DE MONSEÑOR SANTIAGO GÓMEZ SIERRA

Hoy celebramos con toda la Iglesia la solemnidad del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo. Celebramos el fundamento apostólico de la fe cristiana. En un momento crítico de la vida pública de Jesús en Cesarea de Filipo, Pedro, y por su boca los demás discípulos, confiesa su fe en Jesús, diciendo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Sobre su fe y la de los discípulos el Señor edifica su Iglesia, dándole por el ministerio de los apóstoles los medios de salvación; que continúa ofreciendo a través de los Obispos, sucesores de los apóstoles, y de sus colaboradores los presbíteros y diáconos.

Hoy nosotros tenemos un motivo redoblado de alegría y de acción de gracias a Dios por la ordenación del diácono Ignacio y del presbítero Juan José. Sí, el Señor cumple con nosotros su promesa: “Os daré pastores, según mi corazón, que os apacienten con ciencia y experiencia” (Jer 3, 15). Y esto es motivo de gozo para la Iglesia de Huelva.

Por el sacramento del Orden en sus tres grados -Obispo, sacerdote y diácono- la persona que lo recibe actúa in persona Christi Capitis –en persona de Cristo Cabeza y Pastor- para edificar la Iglesia. Así el ordenado representa a Cristo.

En el lenguaje común, representar quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representado está ausente. Sin embargo, el sacerdote no representa al Señor de esta manera, porque en la Iglesia Cristo no está ausente, Cristo Vive, resucitado y glorioso, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo y actúa en ella. Por tanto, el ministro ordenado que actúa en representación del Señor, no interviene nunca en nombre de un ausente, sino que el mismo Señor hace presente su propia acción realmente eficaz en la persona del ministro que realiza estos gestos. Es el Resucitado quien actúa realmente y realiza lo que el sacerdote o el diácono no podrían hacer por sí mismo.

Así, la salvación ofrecida por Cristo, expresada en los títulos de Profeta, Sacerdote y Rey, son las tres tareas del sacerdote: enseñar, santificar y gobernar, en las cuales se concreta esta representación eficaz de Cristo al servicio de los hermanos.

La primera tarea es el munus docendi, es decir, la de enseñar.

Esta es una ocupación del sacerdote: hacer presente, en la confusión y en la desorientación de nuestros tiempos, la luz de la palabra de Dios, la luz que es Cristo mismo en este mundo nuestro.

Por tanto, el sacerdote no enseña ideas propias, que él mismo se ha inventado, encontrado o que le gustan; no habla desde sí mismo, quizás para crearse admiradores; sino que enseña en nombre de Cristo, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra y su modo de vivir. El sacerdote debe poder decir siempre: no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo y hago presente su doctrina, que ha fundado a la Iglesia y que da la vida eterna.

El hecho de que el ministro ordenado no enseñe ideas propias no significa que él se mantenga al margen de lo que enseña. Su vida debe identificarse con Cristo. El mismo intenta vivir como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha transmitido. A través de ese libro no escrito que es la propia vida, el sacerdote y el diácono enseña. Pero no con la presunción de quien impone verdades propias, sino con la humilde certeza de quien ha encontrado la Verdad, que es Cristo, y por ello no puede menos que anunciarla. Así, el Pueblo cristiano reconocerá lo que siempre se debería reconocer en un sacerdote o diácono: la voz del Buen Pastor.

La segunda tarea que tiene el ministro ordenado es la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia.

Ningún hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. La inmersión en el Misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación, se reinicia en el sacramento de la Reconciliación, y se alimenta en la Eucaristía. Por tanto, es Cristo mismo quien nos santifica, es decir, nos introduce en la comunión con Dios. Además, llama a algunos a convertirse, mediante el sacramento del Orden, pese a sus limitaciones humanas, en ministros de esta santificación.

El ministro ordenado representa a Cristo, que continúa su misión, mediante la “palabra” y el “sacramento”. Queridos ordenandos, sacerdotes y diáconos, no subestimemos nunca el ejercicio del munus sanctificandi, que nunca en nosotros ni en vosotros, queridos fieles, se debilite la fe en la eficacia salvífica de los sacramentos. Quien salva al mundo y al hombre es Jesús de Nazaret, nuestro Señor Jesucristo, crucificado y resucitado. Y donde se actualiza la salvación que Él nos brinda es en los Sacramentos (cf. Presbyterorum ordinis, 5).

Tampoco olvidemos que el pueblo de Dios espera de sus pastores no sólo que le ofrezcan los sacramentos, sino que también sean un ejemplo de fe y un testimonio de santidad.

Otra de las tareas esenciales del sacerdote, además de enseñar y santificar, es la de guiar, con la autoridad de Cristo, a la porción del pueblo que Dios le ha encomendado. Los tres niveles del sacramento del Orden: episcopado, presbiterado y diaconado forman parte de la jerarquía. La palabra “jerarquía” es la designación tradicional de la estructura de autoridad en la Iglesia.

Para muchos “jerarquía” suena a dominio y, de ese modo, no parecería corresponder al verdadero sentido de la Iglesia ni al mandamiento nuevo del Amor.

Sin embargo, el verdadero significado de la “jerarquía” es el de una autoridad que tiene origen en el Sacramento del Orden Sacerdotal; que convierte al individuo ordenado en un servidor de Cristo y sólo en cuanto servidor de Cristo puede gobernar. Por esto, quien entra en el Orden sagrado del Sacramento, en la “jerarquía”, no es un autócrata, sino que recibe un vínculo nuevo de obediencia a Cristo, en comunión con los demás miembros del Orden sagrado. Jerarquía implica, por tanto, un triple vínculo: con Cristo, con los demás pastores y con los fieles encomendados.

Así, a través de los pastores de la Iglesia, Cristo apacienta su rebaño. Es él quien lo guía, lo protege y lo corrige, porque lo ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio apostólico, hoy los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, con los sacerdotes y diáconos sus colaboradores, participen en esta misión suya de ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana.

San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, dice: “Apacentar el rebaño del Señor ha de ser compromiso de amor” (123, 5); esta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, particularmente, delicado con los más pobres, los débiles, los pequeños y los pecadores.

Aunque esta tarea pastoral esté fundada en el Sacramento, no es independiente de la existencia personal del presbítero. “Apacentad la grey de Dios que os está encomendada (…); no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón (…) siendo modelos de la grey” (1 P 5, 2-3).

Queridos sacerdotes y diáconos, queridos fieles, tened la firme convicción de que el anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer a los hombres de hoy. En esta vida terrena no hay bien mayor que llevar a las personas a Dios, despertar la fe, sacarlas de la indiferencia, dar la certeza de que Dios nos ama, está cerca, guía la historia personal de cada uno y del mundo, y que el futuro que nos ofrece es vivir con Él siempre felices en su presencia. Este es el sentido profundo y último de la tarea que el Señor nos ha encomendado, a la que vosotros, queridos Ignacio y Juan José, por la ordenación que os vamos a conferir asumís de un modo nuevo al servicio de la familia de Dios.

Hermanos y hermanas, quiero invitaros ahora a orar por Ignacio y por Juan José, así como por mí y por vuestros sacerdotes y diáconos. Rezad para que sepamos cuidar de la porción de la Iglesia que se nos ha confiado.

Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.

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