LA LEY Y EL ESPÍRITU (Mt 5,38-48)
Tras presentar de modo programático la nueva justicia en las bienaventuranzas y explicarles a los discípulos que están destinados a ser luz en medio del mundo con sus buenas obras, Jesús pasa a exponer los rasgos de esa nueva justicia. Había un debate en la iglesia primitiva: si la ley antigua –la propuesta por medio de Moisés– seguía teniendo valor o, por el contrario, el cristiano no estaba sometido a ella. Algunos pensaban lo primero y trataron de imponer su opinión a los que venían del paganismo. Pablo y otros pensaban lo segundo y defendieron la libertad frente a la ley mosaica. El asunto se resolvió en la asamblea de Jerusalén. El evangelio de Mateo, escrito para los cristianos procedentes del judaísmo, se mantiene en una postura intermedia. Viene a decir que las exigencias morales del Antiguo Testamento son válidas, pero insuficientes. Sólo el nuevo modo de ser justo es completo y definitivo.
La primera parte del sermón de la montaña es una cuidada exposición de las exigencias morales que han de guiar al buen discípulo. No ha de ajustarse éste a lo que manda la ley. Si su corazón es morada del Espíritu, irá más allá. Quien se limita a no hacer daño es un hombre bueno, pero no es un buen discípulo de Jesús. El ideal nos es limitarse a cumplir la Ley como hacen los escribas. El ideal del discípulo de Jesús viene recogido al final de esta primera parte: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.
En realidad el asunto es más importante de lo que a primera vista puede parecer porque lo que se debate es el origen de la vida moral. Unos –como hacían los fariseos en tiempos de Jesús– defienden que la fuente de la moral es la ley. El hombre encuentra al nacer dos caminos: el del bien y el del mal. El primero es el camino estrecho de la justicia; el segundo es la senda ancha de la maldad. La ley tan sólo es un indicador en las encrucijadas que señala el camino mejor. El hombre –creado libre– decide y, por eso, la responsabilidad es toda suya. Otros –como Pablo– piensan que la ley deja al hombre solo ante esa gran decisión y, dado que es débil, corre el riesgo de equivocarse. Necesita una fuerza interior que le guíe y le sostenga en la lucha. Esa fuerza es el Espíritu. Pero, cuando el Espíritu está presente, ya no cuenta la ley, porque el Espíritu es la luz que guía las decisiones del hombre.
Aunque el debate viene de antiguo, muchos no se han enterado todavía. Son los cristianos que examinan su vida y modelan su conciencia a la luz del Decálogo. Y no es que esté mal hacerlo. Pero es insuficiente. Si el vivir cristiano está regido por los preceptos entregados a Moisés en el Sinaí, ¿qué necesidad había de Cristo? Si los mandamientos son suficientes, ¿para qué queremos el Evangelio? Parecen leer las palabras de Jesús oyendo sólo “sabéis que se dijo” e ignorando “pero yo os digo”. No es éste un debate estrictamente moral o religioso. También en el ámbito social está presente. Si los ciudadanos se quedan en el estricto cumplimiento de las leyes, la sociedad nunca irá a más aunque mantendrá el orden establecido, que no es poco. Pero sólo avanzará, si los ciudadanos comprenden que, más allá de las leyes, existe un mundo de valores que las sobrepasan.
Francisco Echevarría Serrano, sacerdote diocesano, Ldo. en Sagradas Escrituras y vicario parroquial de Punta Umbría
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