El Viernes Santo es día de silencio y oración, día de contención. Celebramos la Muerte del Señor, en la Cuz, por nosotros, por nuestra salvación. Eso sí, con la mirada puesta en el Domingo de Resurrección, en el Cristo que vence a la muerte y que nos hace a nosotros, también, victoriosos.
Las celebraciones de este día vienen marcadas por los Viacrucis que se van a rezar por las calles de nuestros pueblos. Recorreremos la Pasión y Muerte del Señor con nuestras oraciones, rezando por los otros Cristos que hoy sufren “otras pasiones y muertes”, pero que son las del mismo Cristo que murió por nosotros. Pediremos por ellos, con la esperanza puesta en el Señor. Porque un Viacrucis solo puede ser rezado desde la esperanza, sabiéndonos en las manos de Dios, que envió a su Hijo para salvarnos, y que nos salva con su Muerte y Resurrección.
Pero el gran momento del Viernes Santo será la celebración de la Muerte del Señor, o los “Santos Oficios”, como más se le conoce. Escucharemos la Pasión según San Juan y adoraremos la Cruz, desde la que se obró nuestra redención. También pediremos por todas las necesidades del mundo y participaremos, cómo no, de la vida que nos da Cristo en el Pan de la Eucaristía, reservado en el Monumento desde la tarde del Jueves Santo.
Sin duda, el Viernes Santo es un día de silencio y de fe. La Iglesia se sitúa a los pies de la Cruz, junto a María y al discípulo amado, para contemplar el misterio salvador que se obró aquel otro viernes de pasión en el Gólgota. Pero contempla la Cruz con la mirada puesta en la resurrección, que nos da la vida y mantiene nuestra esperanza. En el Viernes Santo, la Iglesia, sobrecogida, espera.
Antonio Gómez