Este relato del evangelista Lucas forma parte de los textos llamados “de la infancia de Jesús”, que, junto a los que se atribuye al evangelista Mateo, narran los comienzos de la vida terrena de Jesús, siempre acompañado de sus padres, José y María. Ellos tres forman una familia bendecida por Dios y que se nos muestra como modelos de amor, de unión y entrega mutua.
Esta familia cumple con los preceptos de Dios y las costumbres judías. Por eso el niño es presentado en el Templo de Jerusalén, que los creyentes judíos consideraban la morada de Dios en la tierra, pero que Lucas aprovecha para que veamos, a partir de ahora, a Jesús como la verdadera y más cercana presencia de Dios entre nosotros, al ser hombre como nosotros. Jesús ha sido enviado por el Padre para ser la Luz del mundo y para que así, en él, se vean cumplidas las promesas de Dios al enviarnos al Salvador.
Los ancianos Ana y Simeón, muy religiosos y piadosos, representan al antiguo pueblo de Dios, a Israel, que durante siglos ha vivido en fidelidad a Dios y que se siente agraciado por la venida del Señor, que nunca falla ni decepciona, porque realiza aquello que prometió.
Jesús aparece como el comienzo de un nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, que, sin prescindir de lo anterior, se fundamenta en la fe en el Cristo, oculto en la debilidad de un niño que se revela, por la actuación del Espíritu Santo, a aquellos que lo buscan aun sin saberlo.
Donde hay amor, como en las familias que verdaderamente viven el Evangelio, allí está Dios. Así nos lo enseña la Sagrada familia de Nazaret. Por consiguiente, la familia se convierte para los cristianos en un don y en la primera escuela donde descubrir la existencia de Dios.
Emilio J. Fernández, sacerdote