Un año de Gracia del Señor, con María, la llena de Gracia

Carta Pastoral del Obispo de Guadix, Mons. Ginés García, con motivo del Año Jubilar de la Virgen de Gracia y la Institución Teresiana.

A los sacerdotes, seminaristas, miembros de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica; a los fieles cristianos laicos de la Diócesis de Guadix.

Queridos hermanos en el Señor:

Corría el año de 1.960, concretamente el día 30 de Octubre, cuando el obispo de la Diócesis accitana, D. Rafael Álvarez Lara, coronaba canónicamente a la Virgen de Gracia, devoción mariana de gran calado en el popular barrio de las Cuevas de Guadix.

Y, cincuenta años antes de este acontecimiento, en 1911, D. Pedro Poveda Castroverde, a principios del siglo XX, párroco de la parroquia de Nuestra Señora de Gracia, en la pintorescas Cuevas, fundaba en Covadonga (Asturias), la Institución Teresiana.

Ambos acontecimientos están íntima y espiritualmente unidos, y no sólo por la coincidencia de las fechas, sino por lo que significa la figura de la venerada imagen de la Virgen de Gracia ante la que San Pedro Poveda puso los inicios de su vida sacerdotal, con las ilusiones y los proyectos apostólicos que un día cuajarían en el nacimiento de una Institución dedicada a la educación y formación humana y religiosa, no sólo de los niños y jóvenes, sino también de los educadores.

El mismo Padre Poveda así lo reconoce bastantes años después, en 1934, dos años antes de su muerte: 

“Confieso ingenuamente que al subir yo a las Cuevas de Guadix con un grupo de mis seminaristas, no pensé en otra cosa sino en una catequesis; que de nuestras visitas  a la Ermita de la Virgen de Gracia, titular de aquel sagrado recinto, medio cueva, medio capilla, surgió el plan de las escuelas y que la vocación a este género de apostolado tuvo su origen allí y las cambiantes posteriores, hasta llegar a la realización de su última etapa, al Institución Teresiana, ante otra imagen de nuestra Señora, en la santa cueva de Covadonga”.

La Providencia muestra al joven Poveda la realidad de la pobreza y la necesidad de trabajar por su erradicación a través de la educación, medio imprescindible para la promoción humana y religiosa. Subió a las Cuevas de Guadix para dar catequesis y descubrió un campo apostólico que Dios le mostraba; esto nos recuerda una vez más, que cuando el hombre se pone a la escucha de Dios, escuchando también los latidos del corazón del mundo, encuentra siempre Su voluntad y el modo de cumplirla.

Podemos decir, por tanto, que la inspiración remota de lo que un día sería la Institución Teresiana está en la cueva de la Virgen de Gracia, aunque la realización definitiva, está en otra cueva de devoción mariana, Covadonga. De cueva a cueva, teniendo como horizonte que sustenta a la Virgen, la gran devoción de San Pedro Poveda y elemento de identidad de su obra. Poveda expresa así su piedad mariana y la importancia que ésta tiene en su obra: “Tan de Dios me parece esta señal que, os lo confieso sinceramente, preferiría ver desaparecer la Obra a ver disminuir en ella la devoción mariana”. E insiste el mismo santo en otro momento: “es una asociación eminentemente mariana por su origen, por su historia y por su elección. Nació en la cueva de Covadonga”.

Para celebrar tan gran acontecimiento para nuestra vida diocesana, y a petición del Sr. Cura Párroco de Ntra. Sra. de Gracia de Guadix, D. Manuel Amezcua Morillas, con el respaldo de instituciones, asociaciones y vecinos del barrio de las cuevas, solicité al Santo Padre nos fuera concedido un Año Jubilar. El Papa Benedicto XVI, escuchando nuestra petición, a través de la Penitenciaría Apostólica, nos ha concedido un AÑO JUBILAR para celebrar estos dos grandes acontecimientos para nuestra Diócesis y para toda la Iglesia. 

“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”, podemos cantar con el salmista. Nuestra iglesia diocesana se viste de fiesta porque celebramos a nuestra Madre, la Virgen María, bajo la advocación de Gracia, al mismo tiempo que expresamos nuestro agradecimiento por los frutos de santidad de uno de los hijos más preclaros de la Iglesia en España del martirial siglo XX; seminarista de nuestro Seminario diocesano, sacerdote de este Presbiterio y fundador de una de las instituciones eclesiales más arraigadas en nuestra diócesis, y de abundantes frutos apostólicos para la iglesia del último siglo, la Familia Teresiana.

Nos disponemos a celebrar un Año de Gracia que comienza hoy, día 30 de Octubre  de 2010 y finalizará el mismo día del año 2011. Durante estos meses la “Ermita Nueva”, como se conoce popularmente a la parroquia de Ntra. Sra. de Gracia, se convertirá en centro de peregrinaciones de fieles que, venidos de diversos lugares, buscan las gracias propias del Año jubilar; y allí encontrarán la mirada materna y acogedora de Santa María de Gracia, que en el bellísimo y venerado icono se muestra llevando en sus brazos la misma Gracia, Jesucristo. Los peregrinos podrán rastrear las huellas del aquel neo sacerdote, Pedro Poveda, y comprobarán como la santidad permanece por generaciones. En este lugar se derramarán las gracias del Jubileo, a través de los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia y la oración por la Iglesia y por el Papa.

Este año ha de servir para renovar nuestra comunión con toda la Iglesia y con el Papa, Sucesor del apóstol Pedro, y para agradecer al Señor, nuestro Dios, las gracias que ha ido derramando en este “porción del Pueblo de Dios”, que es la diócesis de Guadix, a lo largo de estos dos mil años de su historia. Y en concreto en el último siglo de nuestra historia, el grande y complejo siglo XX.

Pero al mismo tiempo, este acontecimiento nos ha de servir para emprender el camino, siempre necesario, de una renovación profunda de nuestra vida cristiana. En este curso pastoral, que coincide prácticamente con el Año Jubilar, nos hemos propuesto buscar caminos de conversión interior para obtener la renovación comunitaria. Sólo desde la conversión interior podremos llegar a la transformación comunitaria. No se trata de cambiar las formas, sino el espíritu interior que las sustenta y las hace creíbles. Para llevar a cabo esta misión nos ponemos bajo la protección de la Virgen santísima, y pedimos la intercesión de San Pedro Poveda.

Al dirigir esta carta a todos los fieles de la Diócesis, así como aquellos hombres y mujeres de buena voluntad que quieran acercarse a este acontecimiento de gracia, donde encontrarán gracia, pretendo elevar mi voz agradecida al Dios del perdón y la misericordia
para alabarlo y glorificarlo en sus santos, al tiempo que deseo ofrecer una reflexión, al hilo de este acontecimiento, sobre la razón de ser y los frutos del Jubileo y la devoción a la Virgen de Gracia, teniendo como telón de fondo, la figura y  la obra de San Pedro Poveda, en los albores de un nuevo siglo, y un nuevo mileno, que se abre ante nosotros con grandes retos y no menores esperanzas.

I.  PROCLAMAR UN AÑO DE GRACIA DEL SEÑOR

Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, al comienzo de su ministerio, lee la profecía de Isaías, donde se presenta la misión mesiánica del Consagrado de Dios, del Mesías; es una misión a favor de los hombres, especialmente de los que pasan por una necesidad. Pero la misión mesiánica es también la de “proclamar un año de gracia”, es decir, proclamar la salvación de Dios que llega al pueblo. Sin embargo, lo más importante del relato no es el texto profético en sí, sino el cumplimiento de la profecía en el mismo Jesús: “Hoy se ha cumplido el pasaje de la escritura que acabáis de escuchar”.

Jesucristo es la aparición de la gracia de Dios en medio de nuestra humanidad traspasada por el pecado que oculta la belleza con la que Dios la creó. El hoy de la salvación ha llegado a su plenitud en Cristo, el Mesías. 

San Pablo en su carta a Tito nos dice: “Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación a todos los hombres”. La gracia de Dios realiza en nosotros la salvación, enseñándonos a vivir según lo que somos, verdaderos hijos de Dios, e invitándonos a renunciar a una vida sin religión, guiados por los criterios del mundo, esclavos de nuestros deseos.

El Año Jubilar quiere renovar en nosotros esta necesidad de volver a la gracia de Dios que nos da la salvación; buscar los medios de gracias que Jesucristo ha querido dejar a su Iglesia, y que esta nos ofrece cada vez que con sinceridad nos acercamos a ella.

Todo es gracia; todo lo hemos recibido de la mano amorosa de Dios, por eso, es el momento de recuperar el sentido de la gracia, la conciencia de la primacía de la gracia. Con frecuencia, el hombre contemporáneo, incluidos los creyentes, tiene la tentación de concebir la religión como algo que  depende sólo y exclusivamente de la libre decisión humana, todo consiste en la voluntad de creer o no creer. En muchas ocasiones puede parecer, que lo religioso comienza y termina en el hombre. Se olvida que la fe es, en primer lugar, don de Dios, y sólo desde la llamada puede haber respuesta libre del hombre, si no hay llamada no puede haber respuesta. Esto tiene sus consecuencias en la propia vida de fe de los cristianos y en la misma pastoral de la Iglesia, como nos recordaba el Papa Juan Pablo II: “Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos  pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5)”.

1. Año Jubilar, año de gracia.

Un Jubileo es, ante todo, una experiencia de la misericordia de Dios y de la capacidad de cambio del hombre cuando corresponde, consciente y libremente, a la gracia divina. Experimentar la hermosura y la grandeza del perdón misericordioso y la belleza del cambio que se produce en la conversión, son los fines auténticos y más profundos de un Año jubilar, al tiempo que sus mejores frutos.

El Papa Juan Pablo II, nos recordaba al convocar un Gran Jubileo del año 2000: “El término «jubileo» expresa alegría; no sólo alegría interior, sino un júbilo que se manifiesta exteriormente, ya que la venida de Dios es también un suceso exterior, visible, audible y tangible, como recuerda san Juan (cf. 1 Jn 1, 1). Es justo, pues, que toda expresión de júbilo por esta venida tenga su manifestación exterior. Esta indica que la Iglesia se alegra por la salvación, invita a todos a la alegría, y se esfuerza por crear las condiciones para que las energías salvíficas puedan ser comunicadas a cada uno”.

Si un año jubilar es expresión de la alegría por el don de la salvación, es también una llamada de atención para redescubrir la importancia que tiene el tiempo en la obra salvadora de Dios. Somos salvados en la historia, en el tiempo. “En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la           «plenitud de los tiempos» de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno. Con la venida de Cristo se inician los «últimos tiempos» (cf. Hb 1, 2), la «última hora» (cf. 1 Jn 2, 18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la Parusía”.

Si el tiempo está lleno de la presencia de Dios que lo hace santo, hemos de santificarlo. Podemos decir que el tiempo es tiempo de salvación: “De esta relación de Dios con el tiempo nace el deber de santificarlo. Es lo que se hace, por ejemplo, cuando se dedican a Dios determinados tiempos, días o semanas, como ya sucedía en la religión de la Antigua Alianza, y sigue sucediendo, aunque de un modo nuevo, en el cristianismo. En la liturgia de la Vigilia pascual el celebrante, mientras bendice el cirio que simboliza a Cristo resucitado, proclama: «Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A El la gloria y el poder por los siglos de los siglos». Pronuncia estas palabras grabando sobre el cirio la cifra del año en que se celebra la Pascua. El significado del rito es claro: evidencia que Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la «plenitud de los tiempos». Por ello también la Iglesia vive y celebra la liturgia a lo largo del año. El año solar está así traspasado por el año litúrgico, que en cierto sentido reproduce todo el misterio de la Encarnación y de la Redención, comenzando por el primer Domingo de Adviento y concluyendo en la solemnidad de Cristo, Rey y Señor del universo y de la historia. Cada domingo recuerda el día de la resurrección del Señor”.  

2. Los Años Jubilares en las Escrituras santas.

Ya en la antigüedad remota del Primer Testamento, los años jubilares representaro
n un oportunidad para reconstruir la vida personal y social, con repercusiones concretas y prácticas, a través de los dones del Señor y de la respuesta individual y comunitaria del pueblo de Israel. Tanto los ayunos y sacrificios, como las limosnas y fiestas, debían desembocar en cambios sustanciales respecto de la vida personal, para intensificar la oración y para liberar a los esclavos, recomponer el uso de las propiedades y anunciar con el testimonio la bondad de Dios.

Cuando Jesucristo, en la sinagoga de Nazaret, desenrolla el pasaje de Isaías, nos de las claves más hondas para el anuncio del AÑO DE GRACIA: “Jesús, lleno de la fuerza de Espíritu, regresó a Galilea, y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todo el mundo hablaba bien de Él.

Llegó  a Nazaret, donde se había criado. Según su costumbre, entró  en la sinagoga un sábado y se levantó  para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, al desenrollarlo, encontró el pasaje donde está escrito:

El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a libertar a los cautivos y a proclamar el año de gracia del Señor.

Después enrolló  el libro, se lo dio al ayudante y se sentó. Todos los que estaban en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido ante vosotros esta profecía que acabáis de oír”.

Con Jesús, también nosotros podemos afirmar ahora: “hoy se cumple entre nosotros esta escritura que acabáis de oír”, no sólo porque en Cristo está cumplida la plenitud de la Gracia de Dios, sino porque se nos ofrece la oportunidad, siempre novedosa, de actualizarla en nuestra vida a través de este Jubileo. Nuestra vida ha de ser anuncio de libertad y de misericordia, de preferencia por los pobres y riqueza de vida interior, para salir de nuestras prisiones y sacar a los demás de las suyas, para curar nuestras cegueras ante las necesidades de los hermanos y de anticipar el júbilo eterno del Reino de Dios. A esto, con toda certeza, estamos llamados y enviados.

Por nuestro bautismo, también cada cristiano es “ungido”, o sea “Mesías” en hebreo, que en griego de dice “Cristo”. En cuanto ungidos, estamos llamados y enviados a anunciar con nuestra conducta el AÑO DE GRACIA. Han de ser nuestras buenas obras, junto a la enmienda de nuestra vida en aquello que no esté todavía de acuerdo con la voluntad de Dios, las que manifiesten el júbilo gozoso de ser cristianos en nuestra sociedad y en nuestro mundo. Por el bautismo, asumimos la misma vocación y la misma misión de Cristo, por un don inmerecido al que sólo correspondemos viviendo la fe, la esperanza y la caridad, en el seno de la Iglesia, con la mayor plenitud posible.

Los jubileos en la Escrituras tienen también como elemento esencial una perspectiva social; es el reclamo de la igualdad y de la justicia social, el momento propicio para devolver a los pobres lo que en justicia les corresponde, para borrar de la comunidad las situaciones injustas que contradicen los planes de Dios y su amor por el pueblo. El Jubileo era el momento de volver al estado de la creación, a la plan original de Dios sobre le mundo y sobre el hombre. Juan Pablo II, lo expresa con gran profundidad y belleza: “El año jubilar debía devolver la igualdad entre todos los hijos de Israel, abriendo nuevas posibilidades a las familias que habían perdido sus propiedades e incluso la libertad personal. Por su parte, el año jubilar recordaba a los ricos que había llegado el tiempo en que los esclavos israelitas, de nuevo iguales a ellos, podían reivindicar sus derechos. En el tiempo previsto por la Ley debía proclamarse un año jubilar, que venía en ayuda de todos los necesitados. Esto exigía un gobierno justo. La justicia, según la Ley de Israel, consistía sobre todo en la protección de los débiles, debiendo el rey distinguirse en ello, como afirma el Salmista: «Porque él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará» (Sal 7273, 12-13). Los presupuestos de estas tradiciones eran estrictamente teológicos, relacionados ante todo con la teología de la creación y con la de la divina Providencia. De hecho, era común convicción que sólo a Dios, como Creador, correspondía el «dominium altum», esto es, la señoría sobre todo lo creado, y en particular sobre la tierra (cf. Lv 25, 23). Si Dios en su Providencia había dado la tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de ese modo al restablecimiento de esta justicia social. Así pues, en la tradición del año jubilar encuentra una de sus raíces la doctrina social de la Iglesia, que ha tenido siempre un lugar en la enseñanza eclesial y se ha desarrollado particularmente en el último siglo, sobre todo a partir de la Encíclica Rerum novarum”.

3. Jubileo y vida cristiana.

Así pues, el Jubileo nos convoca a reestrenar nuestra condición de bautizados. Apenas sacados de la pila bautismal, todavía empapados de la gracia santísima de la Trinidad bendita, somos ungidos con el Crisma para ser como Cristo, sacerdotes, profetas y reyes, es decir, para dedicar nuestra vida a santificar, enseñar y servir. Los cristianos llevamos dos mil años haciendo lo mismo que Cristo hizo, si bien es cierto que Él lo hizo en la plenitud de su santidad, de su preciosa enseñanza y de su desinteresado servicio hasta la muerte en la cruz, y nosotros lo realizamos sólo parcialmente, aún en medio de no pocas contradicciones y, a veces, por desgracia, envueltos en el lodo del pecado. Por eso es muy conveniente volver a experimentar la misericordia de Dios a través de este año santo que, lejos de ser entendido como una simple organización externa de numerosas visitas y peregrinaciones, ha de vivirse como una intensa experiencia cristiana de renovación, personal y comunitaria, parroquial y diocesana, con alcance a toda la Iglesia y, particularmente a la Institución Teresiana, en todas las manifestaciones de su fecundo apostolado, repartido por los continentes. Así también, se nos ofrece la oportunidad de agradecer desde Guadix, la preciosa labor de la ya secular Institución de San Pedro Poveda, cuya primera vocación tuvo lugar a los pies de la Virgen de Gracia, como hemos indicado y según proclama el propio Santo.

En cuanto pueblo sacerdotal, todos los bautizados participamos, en diverso grado, del único sacerdocio de Cristo. Así, el Señor nos llama a ser santos, y dispone los sacramentos y la vida espiritual en su conjunto para llevarnos interiormente a la belleza de su amor. El bautismo, fortalecido en la confirmación, alimentado en la eucaristía, remediado en la penitencia cuando es necesario, nos identifica con Cristo de modo admirable. La misma extensión e intensidad de nuestra oración es el termómetro de nuestra vida de fe, pues sin la plegaria frecuente y agradecida, tanto litúrgica como en la “soledad sonora” de la intimidad divina, el ser cristiano languidece y se marchita.

Nosotros, en cuanto profetas, hemos de conocer y experimentar la intimidad con Dios, para proclamar su verdad ante el mundo. Este aprendizaje y enseñanza continuos, no sólo son propios de la vida en Cristo, sino ejemplares en la vida de María y en la de Pedro Poveda. Es por ello que os convoco con gozo a participar en la misión popular que, especialmente dirigida para los feligreses de las parroquias de las cuevas, supondrá una seria experiencia de renovación comunitaria. Es mucho más que imprescindible un mayor y mejor conocimiento de la Biblia, especialmente del Nuevo Testamento; en este sentido quiero recordaros las palabras de San Jerónimo, recogida por el Concilio Vaticano II, en la Constitución “Dei Verbum”: “pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (DV 25).

En cuanto reyes, no para dominar sino para servir al estilo de Cristo, somos servidores del Reino de Dios y de todo nuestro prójimo, especialmente de los más pobres. La grandeza del amor de Dios ha de manifestarse en nuestra amable, educada y acogedora capacidad de servicio, a lo largo, a lo ancho y a lo hondo de toda nuestra vida, de tal manera que los demás, al vernos, piensen en Dios con amor. Os convoco a materializar los mejores gestos solidarios, tan abundantes en nuestra diócesis, con particular intensidad.

Estas mediaciones de santificación, enseñanza y servicio, han de ser vividas en comunidad por la propia naturaleza del bautismo que nos hace miembros de la Iglesia, en un único Cuerpo místico que tiene al mismo Jesucristo como Cabeza. Pertenece a la entraña del Evangelio la vida en comunión, porque nuestro Dios es Comunión; el misterio de la Trinidad Santa, misterio fontal de la fe cristiana, nos muestra el camino de la comunión como camino necesario del ser y del hacer de la existencia cristiana. La comunión eclesial, reflejo y expresión de la comunión trinitaria se expresa cotidianamente en nuestra comunión afectiva y efectiva con el Papa, Sucesor de San Pedro y Cabeza del Colegio episcopal, con el Obispo, Sucesor de los apóstoles y con todo el pueblo de Dios que peregrina en nuestro mundo.

La belleza de nuestro ser bautismal es la clave para comprender en profundidad el Jubileo. La misma indulgencia plenaria, también llamada en la edad media “gran perdonanza”, no es si no el reestreno íntegro de nuestra condición de bautizados. Así, se nos pide la conversión radical más completa posible, manifestada en la celebración del sacramento de la penitencia, la oración por la paz como expresión de nuestra comunión con toda la humanidad, la oración por el Papa como signo de la unidad con la Iglesia universal, y la participación en la Eucaristía que es “la fuente y el culmen de toda la vida de la Iglesia”.

Por eso, en la celebración eucarística de cada domingo, e incluso en la de cada día, los que se acerquen como peregrinos a este santuario de la Cueva Santa de la Virgen de Gracia, en la que recibió su primera vocación al género de apostolado de la Institución Teresiana San Pedro Poveda, podrán, debidamente dispuestos, vivir la experiencia jubilar en toda su plenitud por la comunión con Cristo en la sagrada Eucaristía, “el sagrado banquete en el que Cristo es nuestro alimento, se realiza el memorial de su pasión, nuestra alma se llena de gracia y se nos anuncia la gloria futura”, en magnífico resumen de Santo Tomás de Aquino.

Conviene explicar, por tanto, la hermosura honda de estas acciones jubilares, tan tradicionales en los años Jubilares.

La peregrinación no es un simple viaje, ni mucho menos meramente turístico, ni una visita asidua u ocasional. Peregrinar es un acto orante y, por tanto, una gracia de Dios: así como la oración es facilitarle a Dios que nos llene totalmente, pues siendo Él el más interesado en repletarnos de su gracia, hemos de abrirle de par en par las puertas de nuestra alma, así también cuando peregrinamos, andamos un camino externo que favorece otro camino interior. Andamos hacia un santuario para facilitar a Dios la tarea de que realice su peregrinación hasta nosotros y nos llene por completo. No es la oveja perdida la que busca al Pastor, sino el Pastor el que deja todo para encontrarla. Por ello animo a todos a ser peregrinos para que Dios pueda hacer con facilidad su peregrinación hacia nuestro interior, desde la conciencia de que el verdadero protagonista del Jubileo es Dios mismo y no nuestras acciones.

Lo mismo ha de afirmarse respecto de los demás dones jubilares:

La oración por la paz es un signo de unidad con todo el género humano, en virtud del cual, imploramos el mayor de los dones para toda la humanidad. La paz entre los pueblos y las naciones es un bien en si misma que, asentada sobre la justicia, según la doctrina de los Santos Padres y los Romanos Pontífices, no sólo evita el horror de la guerra, sino que es condición imprescindible para la salvaguarda de la dignidad de la persona humana. Es bueno ampliar la noción pacificante y pacificadora a las regiones y ciudades, así como a la paz familiar y matrimonial y a la paz interior de nuestras propias conciencias. Todos estos aspectos de la paz, a cuál más importante, han de nutrir la oración del peregrino.

Orar por el Papa nos ayuda a entrar en comunión con toda la Iglesia, por medio del que tiene como misión cuidar la unidad y apacentar a todos. El sucesor del Apóstol San Pedro nos remite a las raíces del cristianismo y nos une con todos los que peregrinan en este mundo hasta la venida del Señor. Benedicto XVI se presentó a todos desde el principio de su ministerio apostólico como “un humilde trabajador de la viña del Señor”, por tanto, “como la mies es mucha pero los obreros son pocos”, acudimos al Dueño de la mies para que al primero de sus obreros no le falte nuestro apoyo orante y esperanzado.

La conversión personal y la consecuente enmienda de nuestra vida, expresada sacramentalmente en la celebración de la penitencia, es sin duda una de las grandes gracias jubilares. La conversión es un don de Dios siempre ofertado; aceptarlo en su integridad supone el cambio de nuestra vida y su orientación a la voluntad de Dios, para cumplir sus mandatos y vivir según el Evangelio. La “segunda tabla de salvación después del bautismo”,
nos permite, según la inagotable misericordia divina, estrenar nuestra condición de hijos de Dios y miembros de la Iglesia, muriendo a nuestros pecados para resucitar con Cristo a la grandeza de su amor y reconstruir nuestra vida cristiana en la gracia del Señor.

La participación en la Eucaristía es “la plenitud del culto que el ser humano puede tributar a Dios”, por esto, la alegría completa del año santo se expresa con toda perfección en la liturgia eucarística, a la escucha de la Palabra y en la comunión sacramental con Cristo bendito, unidos a María y a todos los santos, desde la memoria a los que duermen en el Señor, a quienes también nos unimos por el amor de Cristo, siempre más fuerte que la muerte, pues Él es el vencedor del pecado y de la muerte. El Jubileo se convierte así también en un anuncio de nuestra propia inmortalidad.

Más que simples condiciones externas, se trata de caminos interiores que tienen como punto de partida y de llegada, e incluso como peregrinaje intermedio, la gratuidad, gratuita y gratificante de este, con razón, llamado AÑO DE GRACIA.

II. ALÉGRATE LLENA DE GRACIA.

1. María, la llena de gracia, modelo de vida cristiana

Con estas palabras el arcángel Gabriel saludaba  a la Virgen nazarena. Ella turbada ante las palabras del enviado de Dios que le anuncia que será Madre, aún en su virginidad, acoge con la confianza de la fe la voluntad de Dios.

Elegida por Dios para ser la Madre de su Hijo, fue preservada de toda mancha de pecado; por eso María es con toda razón, o contra toda razón, la llena de gracia. María es portadora de gracia porque nos ha dado al Salvador.

La piedad popular expresa muy bien este misterio de la fe cuando proclama a María: ¡Guapa! María es la belleza de Dios, en Ella se hace patente la hermosura de la obra de Dios; el pueblo, arraigado en la fe, ve en ella la hermosura de la salvación, el resumen de todas las virtudes. La mujer por la que llegamos a Dios en nuestra misma humanidad.

Pero la elección que Dios hace de María, esta predestinación a ser Madre del Hijo, no anuló  su libertad. En el momento culminante María dio su Sí libre. El Fiat de María es la expresión más radical, y para nosotros más ejemplar, de la libertad humana. En la aceptación de María a los planes de Dios se hace evidente, que sólo hay libertad en el amor, en la sumisión a los designios de Dios. Dios obra por amor porque es Amor; sus designios sobre nosotros están movidos por el amor que nos tienen; reconocer en ellos el amor es descubrir la puerta a la liberación humana. La actitud de la Virgen, no enseña a descubrir que la verdadera libertad es rendirse a la voluntad de Dios.

Cuando María llega a la casa de su prima Isabel, esta la recibe con un saludo que sabe a piropo: “Dichosa tú porque has creído”. Es dichoso quien cree, quien confía en Dios y obedece a sus mandatos, porque el Señor siempre cumple sus promesas. Creer es vivir ya en la gracia, en el cumplimiento de la voluntad de Dios, que no es otra, sino la salvación de todos los hombres. El corazón limpio ve a Dios en todo, y se alegra por todo, porque todo es causa de salvación; Dios de los males saca bienes, del pecado la gracia de la salvación y de la muerte la vida

Teniendo ante nuestros ojos a María, queridos hermanos, hemos de esforzarnos en educar a las nuevas generaciones en la fe. La transmisión de la fe es un bien para el hombre y para la sociedad. Los niños y los jóvenes deben descubrir a un Dios que los ama y que da sentido a sus vidas. El hombre que es capaz de Dios, tiene, por naturaleza, la necesidad de abrirse a Dios que llena su vida de sentido. Privar a las nuevas generaciones de esta visión trascendente es negarles el camino a la verdadera felicidad.

Muchos de nosotros hemos sido educados en la fe del Dios de Jesucristo; algunos, en el uso legítimo de su libertad, han renunciado, incluso rechazado esta fe de sus padres; sin embargo, cuando lleguen los momentos difíciles, incluso al final de sus vidas, podrán volver a la fe de la infancia, a la semilla que hay en sus almas. Pero, me preguntó, las nuevas generaciones que no han oído hablar del amor de Dios ni de Jesucristo, ¿a quién acudirán?, ¿cuál será su “tabla de salvación”?. Queridos padres, no privéis a vuestros hijos de la alegría de conocer al Señor y su amor por nosotros.

Frente a un mundo que propone una educación en la que Dios no tiene lugar, en una cultura en la que todo empieza en el hombre y acaba en él; nosotros, hemos de educar en la virtud y para la virtud. No bastan para un cristiano los valores sin más, es necesaria la virtud. Educar es también hacer hombres y mujeres virtuosos. 

2. La venerada imagen de la Virgen de Gracia.

Las grandes trompetas de asta y de oro, que sonaban cada cincuenta años en las murallas del templo de Jerusalén, se llamaban “Yóbel”, y dieron nombre al júbilo, o sea, a la alegría llevada al extremo, del pueblo hebreo, por el comienzo, cada cincuenta años, del AÑO DE GRACIA. Justamente, por providencia de Dios, este es también el bellísimo título de la hermosa pintura de María que preside desde hace trescientos años la Cueva Santa.

Por iniciativa de canónigos de la catedral y clero de la parroquia de San Miguel, la más “nueva” entre las ermitas de la ciudad ha mantenido el culto a la Madre de Dios durante tres siglos, en una cueva excavada al efecto, cuyo altar primitivo, también picado en el cerro de arcilla, testimonia la intención sacra de los constructores. Este sencillo santuario, tan lleno de singularidades, es testigo de la vida de la comunidad cristiana en el centro del mayor conjunto de cuevas habitadas que existe en el mundo. Los cueveros, título que les honra, han sabido hacer de la necesidad virtud y desentrañar de la tierra la habitación de sus familias, aún en medio de una pobreza siempre adversa. La cueva de la Virgen ha sido el foco de irradiación de múltiples gracias espirituales y celestiales, al tiempo que de iniciativas eclesiales llenas de caridad fecunda, orientadas a corregir muchos injustos abandonos. Con razón, la imagen de la Virgen de Gracia preside las cuevas de las familias y los establecimientos comerciales, al tiempo que innumerables lápidas sepulcrales, pues no en balde ilumina y acompaña la vida de su pueblo peregrino desde la cuna hasta el encuentro definitivo con el Señor.

El punto culminante de la devoción mariana de las cuevas, tuvo lugar el 30 de octubre de 1960, cuando mi venerable predecesor el Obispo Don Rafael Álvarez Lara, de feliz memoria, coronó canónicamente a la imagen, según Bula recibida del Beato Papa Juan XXIII, conser
vada junto a su telegrama de felicitación cerca del altar de la Cueva Santa. Artífice y apóstol de aquel memorable acontecimiento, fue Don Rafael Varón Varón, párroco durante treinta y siete años y constructor del hermoso templo actual, cuya memoria guarda Guadix entre las más apreciadas con plena justicia.

Aún a riesgo de desconocer los méritos ocultos de otros sacerdotes, permitidme destacar los de Don Blas Pezán, redactor del primer novenario a la Virgen en 1710; Don José Pérez Chico Espínola y Montes, Deán de la Catedral y propietario de la ermita, que excavó, amplió y dotó de escuela y jardines, testándolo todo a favor del obispado en 1832, así como los de muchos Párrocos y Vicarios de la parroquia de San Miguel, entre los que cabe destacar a Don Rafael Navarrete López, capellán del Santuario y excelente amigo y colaborador de las escuelas del Sagrado Corazón, en tiempos del Padre Poveda. También es digna de señalar la labor del Siervo de Dios, Don Federico Salvador Ramón, fundador de las religiosas Esclavas de la Inmaculada Niña, conocidas popularmente entre nosotros como las “Infantitas”, y cuyo proceso de canonización se instruye en su fase romana, pues durante siete años fue director de las escuelas adjuntas al santuario, entre la primera y segunda década del siglo XX. Digna de memoria es la persona de Don Serafín Bernal, iniciador de la vida propiamente parroquial y, después, Vicario General de esta diócesis.

III. SAN PEDRO POVEDA APÓSTOL DE LAS CUEVAS

Es en San Pedro Poveda Castroverde donde los méritos sacerdotales del apostolado en las cuevas de Guadix sobresalen, para gloria de Dios y servicio del prójimo, de manera ejemplar para toda la Iglesia y aún para todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

Traigo aquí una precisa, a la vez que hermosa, descripción de la personalidad y las virtudes de aquel joven sacerdotes que a principios del siglo XX llegó  a las Cuevas y que hoy veneramos como san Pedro Poveda: 

“San Pedro Poveda fue un hombre sencillo, humilde, dialogante y audaz, con una marcada coherencia entre su sentir, su pensar y su hacer, mantenida con serena fortaleza entre la pluralidad y la contradicción. No se parecía a los que destacaron por su protagonismo en una época en la que todos deseaban tener un papel muy importante en el complejo escenario de la vida nacional. Era de los que discretamente se tomaban en serio lo que había que hacer, cediendo los honores, los primeros puestos y las alabanzas a los demás. Pero todos le conocían. Sabían dónde estaba el Padre Poveda dispuesto siempre a escuchar y a animar”.

1. Pedro Poveda, “sacerdote siempre: en pensamientos, palabras y obras”.

Nacido en Linares en 1874, llega a Guadix como seminarista en 1894 y es ordenado sacerdote el 17 de abril de1897, por mi antecesor Don Maximiano Fernandez del Rincón, fundador de las religiosas de la Presentación de Nuestra Señora. Ya como seminarista, san Pedro sube con frecuencia a las cuevas para dar catequesis, abundantes limosnas de sus escasos haberes y convivir con los más pobres. Su amistad con Don Rafael Navarrete, vicario de San Miguel y capellán de la Virgen de Gracia, propician, desde los albores de su recién estrenado sacerdocio, una ilusionada dedicación a los habitantes de las cuevas, compatible con cargos en el obispado y el seminario.

Sin pretender resumir aquí los ocho años sacerdotales del Padre Poveda en Guadix, extensa e intensamente publicados en numerosas y espléndidas biografías de nuestro santo, debo señalar que estas cuevas tuvieron mucho de portal de Belén, pues vieron nacer humildemente una obra llena de fecundidad; mucho de Nazaret, por su fértil laboriosidad; mucho de Monte de las Bienaventuranzas, por su profunda labor evangelizadora; mucho de sinagoga de Cafarnaún, pues San Pedro instaló el sagrario del Pan de Vida en la Cueva Santa y descubrió el camino de la enseñanza como el suyo propio; mucho de Lago de Tiberiades, pues convocó a otros para la pesca de los hombres, a veces cansado de no recoger nada durante noches de brega y otras veces admirado de que la red no se rompiera por la cantidad de peces; mucho de Calvario por el sufrimiento compartido y aceptado y, al fin, mucho de gruta de la resurrección, en cuanto germen vital de la gran obra Teresiana. La vida y obra de san Pedro en Guadix tuvieron mucho de Evangelio puro.

El culto eucarístico y mariano vividos con particular intensidad, la construcción y funcionamiento de las escuelas y comedores, el remedio de la enfermedad y la miseria, la implicación de tantos en la hermosa labor… sólo tienen explicación desde la unión personal con Dios, y ello, más de un siglo después, es la llamada de vuestro obispo a participar en este año jubilar. Sin la experiencia de unirnos más a Dios, todo lo demás se quedaría en simple organización más o menos lúcida y lucida, pero vacía de su más hondo contenido. Bien lo dice San Pedro Poveda cuando afirma:

“En la vida de apostolado, la unión con Dios es el principio, medio y fin de todos los actos; los frutos están en relación con esta unión, “El que permanece en mi y yo en él, ese da mucho fruto”.

Dios se ha unido a la naturaleza humana para engrandecerla, para elevarla. Los frutos del apostolado son sobrenaturales, y la causa de ellos, el principio que los produce es sobrenatural también; de tal modo que, aunque nosotros por nuestro ingenio e industria produjéramos una obra, siempre, por grande que fuera, los frutos habían de ser humanos.

Las obras sobrenaturales han de tener como principio, medio y fin, la unión con Dios.

Los efectos que produce la unión de la divinidad con la naturaleza humana son sorprendentes. Esta naturaleza había dado de si muchas cosas buenas en el orden natural; sin embargo, Los frutos de la unión del Verbo con la naturaleza humana, no se pueden comparar con aquellos.

Para nuestro apostolado se requiere la unión con Dios. El que no vive vida sobrenatural no produce vida sobrenatural. Si el fundamento de una obra no está  en armonía con el fin sobrenatural que persigue la obra, no puede ser estable, no puede ser digna del fin que persigue. Esto se ve en las obras de los santos: la virtud no está en el individuo, sino en la unión que este tenga con Dios.

De aquí  la necesidad de la oración y de poner más la esperanza en Dios que en nuestras propias fuerzas, y en lo que nosotros podamos hacer”.

Estas palabras expresan admirablemente lo que deberá ser el eje y centro de este jubileo, para estar en consonancia con su propia naturaleza.

Posteriormente, ya en Covadonga, Jaén o Madrid, vendrían los años de en
trega, en unidad con Josefa Segovia, para todas las muchas correspondencias a los dones de Dios por medio de la fundación de la Institución Teresiana, cuyo siglo de apostolado celebramos también en este AÑO DE GRACIA. Desde 1911, en otra Cueva Santa, la de Covadonga, San Pedro Poveda comienza la construcción de la gran obra de su vida. Primero serán las “Academias”, como hogares donde formar íntegramente a las futuras educadoras de la juventud y después la Institución Teresiana, ya en Jaén y, posteriormente, en Madrid. Dejemos que sea el propio Santo quien nos lo cuente, en sus escritos fechados el cinco de de 1934:

“El próximo día ocho se celebra la festividad de Nuestra Señora de Gracia, siendo la advocación de la Santísima Virgen a la que le encomendamos las vocaciones, porque todo bien nos ha de venir por su conducto y Ella nos lo ha de obtener. La vocación es una Gracia  y la Virgen Santísima la dispensadora de todas ellas. Pero además, habiendo tenido su origen la primera vocación de la Obra ante el hermoso cuadro que representa a la Virgen bajo la advocación de Gracia, todas las vocaciones de nuestra Institución le sean a ella pedidas.

Confieso que al subir yo a las cuevas de Guadix, de nuestras visitas a la Virgen de Gracia, titular de aquel sagrado recinto, medio cueva medio capilla, surgió el plan de las escuelas y que la vocación a este género de apostolado tuvo su origen allí. La primera vocación fue la mía, y esta es de la Virgen de Gracia”.

Como ya he indicado al comienzo de esta carta, resulta, por tanto, lo más natural, celebrar este Año Santo desde la íntima unidad entre la Virgen de Gracia y el Padre Poveda, no sólo porque la Madre de Dios lo llamó aquí, sino también porque Poveda respondió siempre con fidelidad a esa llamada, aún en medio de no pocas dificultades, hasta la suprema identificación con Cristo en la gloria del martirio, pues el discípulo, después de enseñar a tantos, murió perdonando como el Maestro. 

Es importante recordar el denso y espléndido resumen del Papa Juan Pablo II en la homilía de la canonización, el 4 de mayo del 2003: “San Pedro Poveda, captando la importancia de la función social de la educación, realizó una importante tarea humanitaria y educativa entre los marginados y carentes de recursos. Fue maestro de oración, pedagogo de la vida cristiana y de las relaciones entre la fe y la ciencia, convencido de que los cristianos debían aportar valores y compromisos sustanciales para la construcción de un mundo más justo y solidario. Culminó su existencia con la corona del martirio”.

2. La obra de San Pedro vive entre nosotros: La Institución Teresiana.

Toda esta labor del Padre Poveda, como es entrañablemente llamado en las cuevas de Guadix, posee una continuidad intensa y extensa. Hace ya un siglo que la Institución Teresiana es una asociación internacional de fieles, de derecho pontificio, que tiene por finalidad la promoción humana y la transformación social por medio de la educación y la cultura, desde entidades y organizaciones públicas y privadas.

Lleva a cabo su misión a través del trabajo de sus miembros, desde todas las profesiones y actividades en las que promueven una acción humanizadora. Afirma la importancia de la familia y colabora para que sea fermento de comunidad cristiana. Busca la promoción de la mujer, avivando la conciencia de su dignidad y del papel que le corresponde en la familia, la Iglesia y la cultura.

Los miembros de la Institución Teresiana, son mujeres y hombres, que respondiendo a la llamada de Dios, desde su vivencia de fe, vida familiar y trabajo profesional, quieren ser signo y fermento del Evangelio. Para ello se integran en diversas asociaciones:

La Asociación Primaria, de carácter universal, constituye el núcleo que de modo especial impulsa la misión. Está integrada por mujeres que se comprometen con la Institución para dedicarse, con plena disponibilidad, a servir a la misión y a la realización de la Obra.

Las Asociaciones Cooperadoras de la Institución Teresiana (ACIT), se integran en la misma según sus características propias, formadas por hombres y mujeres unidos a la misma misión y regidos por el mismo estatuto.

Este es el gran legado de San Pedro Poveda Castroverde, que él quiso acoger a la titularidad de Santa Teresa de Jesús, buscando en ella la inspiración de una vida plenamente humana y toda de Dios, ya desde los tiempos de Guadix, pues colocó una pequeña imagen de la Santa de Ávila en la Cueva Santa e instituyó una cofradía en su honor, para la difusión de su pensamiento e imitación de los valores que se encarnan en la vida teresiana.

Sin duda, este texto dirigido a las primeras miembros de la Institución Teresiana por nuestro santo expresa con gran acierto su prioridad, que ha de ser la nuestra en este Jubileo: “He aquí mi preocupación constante y ahí van dirigidos todos mis consejos: a que Cristo se forme en vosotras, a que representéis a Cristo, a que seáis, en suma, verdaderas cristianas, que la imitación de Cristo es, según San Basilio, la definición del cristianismo. Que la vida de Jesús se manifieste en vosotras, porque todos los que han sido bautizados en Cristo deben estar revestidos de Cristo. Esta es la formación que deseamos para vosotras, este es el teresianismo verdadero, esta es la realización del ideal que perseguimos; y hasta que no pongáis todo vuestro empeño en estudiar, conocer, amar e imitar a Cristo, no habréis comenzado vuestra formación”.

El sano realismo de Poveda, tan lleno de clarividencia, les propuso entonces a las Teresianas y nos propone hoy a nosotros un profundo examen de conciencia: “Es indudable que los que persiguen a Cristo, odiaran y perseguirán también a quienes lo siguen e imitan; pero ¿no acontecerá también que sean nuestras deficiencias, la inexactitud con que imitamos aquellos divinos ejemplos, la falta de fidelidad en reproducir el original, la mixtificación que hacemos de sus enseñanzas, las tergiversaciones que introducimos en la doctrina, las causas de tales desprecios?”.

El mismo Santo encuentra la respuesta en una profundidad radical no exenta de profetismo: “Si Cristo vive en vosotras, si vuestra carne está crucificada con Él, si le imitáis en la paciencia, en la humildad, en la mansedumbre y en todas las virtudes; si sois, en una palabra, imitadoras fieles de Cristo, cristianas verdaderas, aunque padezcáis con Cristo, será breve vuestro martirio, irá acompañado de dulzuras celestiales, en él encontréis vuestro gozo”.

3. Centenario de la Fundación Teresiana: “De la memoria al compromiso”.

Mediante esta carta quiero unirme a la acción de gracia de toda la Institución Teresiana por el carisma que el Espíritu Santo suscitó en San Pedro Poveda para el servicio de la Iglesia y del mundo en bien de la educación de las nuevas generaciones y de aquellos que están llamados a su formación.

Para celebrar su Centenario, la Institución fundada por San Pedro Poveda, ha tomado como lema: “De la memoria al compromiso”. Y es que la memoria cristiana es siempre una memoria agradecida que nos mueve al compromiso hoy. Hacer memoria es hacer presente, traer otro momento de la historia, por eso la memoria es siempre viva. Hacer memoria es traer al hoy la fuerza del Espíritu que movió al Padre Poveda, traer la garra y la ilusión de los comienzos; en definitiva, volver a la fuente para encontrar la esencia.

El compromiso ha de ser compromiso renovado. Hemos de volver a las “Cuevas”, a Guadix, a Covadonga y a todo el mundo para escuchar los latidos del mundo, para encontrar a Dios en cada hombre que se acerca a nuestra vida; hemos de buscar a Dios y llevarlo a los hombres, y hemos de buscar a los hombres y llevarlos a Dios. Es el momento, y a esto nos llama la Providencia, de propiciar experiencias de Dios; el hombre contemporáneo necesita tener experiencia de Dios. No basta la palabra es necesario ver, gustar, experimentar.

La Institución Teresiana, tras la huella de su Fundador, ha de seguir anunciando la Buena Noticia de la educación y la cultura. Como nos invita el Papa Benedicto XVI hemos de ir al “atrio de los gentiles” para proclamar el amor de Dios que transforma el corazón humano, y por él, la sociedad y sus estructuras.

Evangelizar en la educación y evangelizar la cultura es uno de los retos más urgentes de la Iglesia de hoy, al que todos hemos de unirnos con pasión y confianza en el Señor. Vivimos un momento apasionante de la historia, estamos llamados a transformarla con la fuerza del Evangelio, pero sólo podremos hacerlo desde una memoria agradecida y un compromiso renovado.

La huella de santidad de San Pedro Poveda se sigue viendo hoy; se ve en los signos de vida nueva que siguen creciendo en la entrega de tantos hombres y mujeres que fascinados por Cristo se lanza a la transformación del mundo; se ve en la memoria de una tierra que experimentó a Dios más cerca en la figura de un hombre bueno, sacerdote de Jesucristo, que nunca buscó su gloria sino la de Dios.

Pero, ahora miremos al futuro. Un futuro que se abre a nuestros ojos como horizonte de esperanza; una esperanza que no se basa en nuestras capacidades sino en la fidelidad de Dios.

Para  vivir en esperanza  necesitamos ser hombres y mujeres de Dios. Tal como los veía san Pedro Poveda: 

“Los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles. No se distinguen porque sean brillantes, ni porque deslumbren, ni por su fortaleza humana, sino por los frutos santos, por aquellos que sentían los apóstoles en el camino de Emaús cuando iban en compañía de Cristo resucitado, a quien no conocían, pero sentían los efectos de su presencia”.

CONCLUSIÓN

Al llegar al final de esta Carta, quiero expresar mi deseo más profundo para que este Año Jubilar que se nos ha concedido nos traiga frutos abundantes a todos los que formamos esta iglesia particular de Guadix; a todos los miembros de la Institución Teresiana, y a tantos hombres y mujeres que se acercarán a la “Ermita Nueva” para obtener las gracias del Jubileo.

La Virgen Coronada es una expresión de amor de un pueblo a la que es Madre de Dios y Madre nuestra; ella sigue velando por su hijos  y mostrándonos el camino que nos conduce  a la gracia; sigue señalando a Cristo, su Hijo y Hermano nuestro, como la fuente y la meta de la salvación.

Hace más de cien años el joven sacerdote, Pedro Poveda, se postró ante la imagen bendita de la Virgen de Gracia, Ella  no lo abandonó nunca, estuvo con él hasta el momento de su muerte, muerte que por Gracia fue entrega generosa, testimonio de amor y reconciliación en medio del sinsentido del odio y de la guerra.

De la misma manera la presencia maternal de la Virgen es una realidad en nuestras vidas; os invito a experimentar esta presencia con renovado agradecimiento por el gran don de la maternidad de María.

Os dejo unas palabras de San Pedro Poveda, preciosa oración, para este Año jubilar y para siempre: 

“Señor, que yo piense lo que tu quieres que piense; que yo quiera lo que tu quieres que quiera; que yo hable lo que tu quiere que hable; que yo obre como tu quieres que obre. Esta es mi única aspiración”

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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