Pregón de la Eucaristía

Pregón Eucarístico del Corpus en la ciudad de Baeza proclamado por el Obispo de Guadix, Mons. Ginés García
He venido esta tarde hasta esta monumental e histórica ciudad de Baeza para cantar a la Eucaristía, misterio de un Dios escondido y siempre presente en el corazón del hombre y en la vida del mundo.

Dejadme que os diga que me ha impresionado la profundidad y la riqueza de vuestra piedad eucarística. Ya en el siglo XIV Baeza celebraba con solemnidad la fiesta del Corpus Christi, y la celebraba porque había un pueblo creyente que tenía cimientos de fe sólidos, y es que sólo hay solidez en la vida cristiana cuando ésta tiene forma eucarística. Los siglos y el paso del tiempo con sus avatares no sólo no ha restado esplendor a esta devoción y a esta fiesta, sino que las han solemnizado aún más haciéndolas signo de identidad de Baeza y los baezanos.

He contemplado vuestra magnífica custodia del siglo XVIII, precioso relicario que contiene y muestra al Señor de la historia, al Dios que está aquí, como canta el pueblo cristiano. He conocido con cuánto esmero preparáis el paso del Señor por vuestras calles y plazas, expresión y grito de un deseo: Quédate con nosotros Señor, ven a nuestras casas y a nuestras vidas. Levantáis altares y tejéis alfombras, que son signo del amor de un pueblo.

Y siempre, cada año, se hace presente la voz y la predicación del Maestro Ávila, San Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia, que sigue para siempre anunciando la grandeza y la belleza del misterio escondido en la Eucaristía: “Sacramento de amor y unión, porque por amor es dado, amor representa y amor obra en nuestras entrañas … todo este negocio es amor (Sermón 51, 759), ”, canta el santo. Y junto a él, un niño, Tarsicio se llama, y es el testimonio de que sólo los pequeños pueden entrar en los misterios divinos, incluso hasta la entrega de la propia vida.

Dejadme, por favor, esta tarde ser pregonero de vuestro Corpus; cantar con vosotros, y con tantas generaciones que nos ha precedido, la alabanza al Hijo eterno del Padre que quiso quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos en la forma de un trozo de pan y un poco de vino. Dejadme, queridos hermanos, unir mi voz a la de aquellos que con más méritos y más conocimientos que yo me han antecedido en esta hora del Pregón del Corpus de Baeza.

I. No habría voces suficientes en la tierra, ni inteligencia preclara, ni corazón apasionado que pudiera cantar la grandeza del Misterio escondido en la Eucaristía. Sólo desde la humildad y la confianza se puede cantar tan sublime Misterio. Como Moisés en el monte del Señor, quiero descalzarme, porque piso tierra santa, para poder cantar sólo con la fe lo que por la fe he recibido. Quisiera poner en este Pregón todo el amor que humanamente es posible para que también vuestro corazón se estremezca ante la potencia y la dulzura unidas en presencia tan singular.

Con la Iglesia por tantos siglos: “Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte”.

¡A ti, Señor Jesús, vida mía y vida de los hombres!. ¡A ti, Hijo del Dios humanado, profeta de la salvación!. ¡A ti, Hijo de María, que por nosotros y como nosotros eres hombre y modelo de la nueva humanidad!. ¡A ti, Dios verdadero, que sin alardear de tu categoría divina te entregas por amor, un amor sin medida!. ¡A ti, presencia cierta de la divinidad!. ¡A ti, hermano, amigo y compañero en el camino de la vida!. ¡A ti, luz de los pueblos y esperanza de nuestra humanidad!. ¡A ti, tesoro precioso, donde queremos poner nuestro corazón!. ¡A ti, refugio seguro, donde nos escondemos cuando llega la tormenta!. ¡A ti, refrigerio del alma, donde bebemos de las fuentes de la vida!. ¡A ti, puerto cierto, anuncio y disfrute ya de la vida eterna!. A ti y sólo a ti queremos cantarte, presentarte esta ofrenda humilde de nuestra voz.

1. A través del pórtico catedralicio, allá en la oscuridad de la nave del templo se ve venir. La custodia, trono siempre insuficiente para el Rey de reyes, es magnífica pero lo que brilla no es el arte salido de las manos del hombre, es la luz del blanco de la hostia que viene decidida a pasearse por su pueblo, a recorrer las calles, a bendecir a todos los hombres, a entrar hasta en el último rincón de la casa y de la vida. Viene el Señor hasta nosotros, sale a nuestro encuentro, se quiere hacer encontradizo, quiere mirar con ojos de misericordia también a los que no pueden o no quieren verlo en este Misterio.

Al llegar a la puerta, como en la sinagoga de Nazaret, todos los ojos están puestos en Él. Y Él, en la especie eucarística del pan, vuelve a decir: “Hoy se cumple la Escritura”. Hoy es día de salvación.

Mirarlo, es nuestra salvación, y nuestra felicidad; contemplarlo, aunque ahora sea en Misterio pero con la esperanza de contemplarlo sin velos y para siempre un día en el cielo.

Este misterio es Memoria. Doce hombres alrededor de la mesa y Él en medio de ellos, las mujeres les sirven, y cuidan de que nada falte y en todo se cumpla el ritual de la Pascua. Como cada año celebran la memoria del Paso del Señor, su presencia que liberó al pueblo de la opresión egipcia. Todo se desenvuelve con naturalidad, han comido, han rezado; sin embargo, en el ambiente se respira cierta inquietud, algo pasa y hace distinta esta noche del resto. La mirada de Jesús, los ojos de los apóstoles puestos en Él. Sobre la mesa hay pan, es pan ázimo, el pan de la prisa. Ahora el Maestro toma ese pan, lo bendice, da gracias a Dios con la palabras rituales; sin embargo, dice unas palabras desconcertantes, no lo entienden. “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”. Todos miran, ninguno se atreve a preguntar qué significa esto. Y lo mismo hace con la copa llena de vino: “Tomad y bebed, esta es mi sangre que se derrama por vosotros y por muchos, la sangre de la nueva alianza para el perdón de los pecados”. Los Doce siguen sin comprender. Estas palabras sólo encontrarán la luz al cumplirse existencialmente en la pasión, muerte y resurrección del Señor.

¡Oh, Eucaristía, Misterio donde se esconde Cristo!. A ti hemos de llegar en el Misterio de las palabras del Cenáculo cumplidas en la realidad del Gólgota. Con el pueblo fiel cantamos: “Que la lengua humana cante este misterio: la preciosa sangre y el precioso cuerpo. Quien nació de Virgen Rey del universo, por salvar al mundo dio su sangre en precio”.

Mirarte, Señor, escondido en el misterio de la Eucaristía es contemplar mi propio misterio. En él estoy yo, en él se esclarece el misterio del hombre. La eucaristía es misterio de muerte y de vida, es entrega y donación graciosa, es cuerpo entregado y sangre derramada, es humillación y exaltación. Y así es la condición humana, nacimiento y muerte, sufrimiento y gozo, angustias y esperanzas. Por eso en tu Misterio me reconozco y me escondo, me siento en casa, porque “Señor nos hiciste para ti
y nuestro corazón no descasará hasta que no descanse en Ti”.

Eucaristía, Misterio de Presencia. Señor cómo me impresiona tu presencia, saber que estás ahí verdadera y realmente. Que te puedo mirar, que te puedo hablar, que te puedo gustar. Saber que estás ahí, en las especies eucarísticas para mí, que te quedas en el sagrario por mí. ¡Imposible comprender con la razón humana tanto amor, tanta generosidad; por eso, Señor, dame – danos- corazón suficiente para gustar y agradecer esta presencia. ¡Qué bueno eres, Señor, que en silencio me esperas, que estás aguardando con paciencia infinita a que venga a ti!. Cómo tengo que agradecerte que desde niño me enseñaron que en la Eucaristía estás Tú presente. Señor, toca el corazón de los padres, de las familias, para que transmitan a sus hijos esta verdad tan hermosa; que nuestros niños aprendan que en la Eucaristía estás Tú; que los catequistas sepan anunciar esta buena noticia de tu presencia, que te muestren íntegro, sin recortes, a Ti verdadero Dios y verdadero hombre escondido en las especies eucarísticas del pan y del vino, como cantamos en el himno eucarístico: “Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad”.

Eucaristía, memorial del sacrificio de Cristo. La Eucaristía actualiza y renueva el acontecimiento del Calvario, la entrega del Hijo, el sacrificio de Cristo. Cada vez que celebramos la Eucaristía estamos haciendo presente, en toda su realidad, el sacrificio de Cristo; por eso, la Eucaristía es sacrificio; memoria de un hombre, de un Dios que se ofreció hasta el derramamiento de la última gota de su sangre por amor, por la salvación de los hombres. Cada día en las manos y por las palabras del sacerdote, Cristo vuelve a entregarse por nosotros. Cómo no vivir cada Eucaristía con estupor agradecido, cómo pasar de largo a tanta generosidad – Señor mío, por qué tantos cristianos se privan de don tan inmenso, por qué no les haces comprender que no hay, que no puede haber, vida cristiana sin eucaristía -. En lo más profundo de mi alma ha quedado grabado el verdadero temblor en las primeras misas de mi sacerdocio, ¡cómo es posible, Señor, -le decía- que por mis torpes palabras, por las palabras de un pobre pecador te quieras hacer presente!. Celebrar la Eucaristía es el honor más grande que he recibido y que podré recibir. Para un cristiano, nada es comparable con poder compartir el sacrificio de Cristo, y entregarse con Él para la salvación del género humano.

¿Te podré, Cristo, pagar de alguna manera el derroche de amor que significan la entrega de tu cuerpo partido y de tu sangre derramada?. No, nada puede corresponder a tanto amor; sin embargo, acepta la respuesta pobre de este amor humano, un amor tejido entre debilidades e infidelidad. Como Pedro hoy queremos repetirte, “Señor sabes que te amo”. Señor te quiero y quiero corresponder a tu amor; no quiero que la frialdad del pecado me impida amarte con un amor puro como el tuyo, que nada me impida corresponder a tu generosidad.

La Eucaristía, pan de vida, partido y repartido para la vida del mundo. La Eucaristía es banquete donde Cristo se nos da en alimento. En Él y por Él vivimos. En la mesa eucarística hay sitio para todos, es una mesa que se extiende por todo el mundo, en ella se parte el pan de la fraternidad y se da el cáliz de la salvación. El cuerpo del Señor se reparte entre todos. El pan de Cristo que es su cuerpo es la vida del mundo, por eso quien come de su carne y bebe de su sangre vive para siempre.

Señor, cuando comulgo con tu cuerpo, tu habitas en mí y yo en ti, haces morada en mi vida, la alimentas y pones semillas de eternidad. Privarme de la Eucaristía es privarme de Ti, es ir muriendo poco a poco. No permitas, Señor Jesús, que tu pueblo se prive de la participación en tu banquete. Que todos, y en todas partes del mundo, puedan participar de tu mesa y comulgar con tu cuerpo. Que Tú puedas ser todo en todos.

Unamos, hermanos, nuestras voces para proclamar y exaltar el Misterio de la Presencia de Cristo en la Eucaristía. Creemos firmemente, Señor Jesús, que estás presente en el pan y en el vino. Creemos que en la Eucaristía sigues ofreciéndote por nuestra salvación. Creemos que tu presencia nos transforma, que el torrente de tu gracia nos cubre. Creemos que eres el pan de la vida, que nos alimentas con él y así nos hace dignos de la vida eterna.

Queremos, Señor, adorarte con toda nuestra vida; que toda nuestra existencia sea un acto de adoración a tu santísima Presencia. Ante Ti se doblan nuestras rodillas, a Ti van nuestras miradas que quieren ver tu hermosura sin igual; a Ti nuestros corazones que te quieren amar con un amor tierno y sincero; a Ti ofrecemos nuestras vidas porque tuyas son y tuyas queremos que sean.

Contemplemos, hermanos, al más bello de los hombres, al varón de dolores, al que ha sido triturado por el sufrimiento, al cordero inmaculado y santo, al autor de nuestra salvación, al que Resucitó de entre los muertos, al Esposo de la Iglesia, al único Salvador del mundo, al Hijo de María, al Hijo de Dios. Es Él el que adoramos en la Eucaristía, al que celebramos presente en la comunidad, al que está en el sagrario.

¡Oh memorial de la muerte del Señor!

Pan vivo que das vida al hombre:

concede a mi alma que de Ti viva

y que siempre saboree tu dulzura.

Danos, Señor, dos gotas de fe para poder verte en este Misterio.

2. El paso del Señor por la Ciudad va acompañado de la presencia de mucha gentes que lo arropa, Él es el centro, a Él acuden todos; como un inmenso manto de cariño que se extendiera por la calles la gente flanquea el paso de la custodia. No sabemos lo que hay en el interior de cada corazón: una oración, una acción de gracias, una petición, admiración, hasta frialdad y escepticismo. Sin embargo, hay una misteriosa relación, entre el que pasa y el que contempla o acompaña; hay una unión, algunos lo saben, otros lo intuyen, muchos lo ignoran. Es la unión del cuerpo con su cabeza. Somos el cuerpo de Cristo, Él es nuestra cabeza. No hay imagen más bella que Cristo en el centro y todos alrededor suyo, mirándolo a Él, así se cumplen sus palabras: “Cuando sea elevado sobre la tierra atraeré a todos a hacia mí”.

En la Cena, al darles su cuerpo y sangre, les dice también: “Haced estos en memoria mía”. Tampoco estas palabras son fáciles de comprender, también necesitan su verificación en los días siguientes. Jesús condenado injustamente, torturado y escarnecido, sin rostro humano, crucificado y muerto en la cruz nos deja el don que brota del costado abierto: el agua y la sangre –los sacramentos de la Iglesia- y también una familia, una casa, unos hermanos, “mujer ahí tienes a tu hijo, hijo a ti a tu madre”. Y nos dice el evangelista S. Juan, a modo de glosa, “y desde ese día el discípulo la r
ecibió en su casa”. Y la casa del discípulo es la Iglesia, desde ese momento los discípulos se han reunido en la casa para partir el pan; con María, han dado cumplimiento a las palabras del Señor.

Sin Eucaristía no hay Iglesia pues es ella la que hace la Iglesia. La Iglesia vive de la Eucaristía, se funda en la Eucaristía, en ella tiene su meta y su culmen, todo tiende en la Iglesia a la Eucaristía. Es el alimento del pueblo peregrino en la historia, la fuerza que tenemos los débiles para el combate de la vida. Es la fuente de donde brota la vida nueva que hemos recibido en el bautismo, como lo expresa de modo sublime S. Juan de la Cruz:

“¡Qué bien sé yo la fonte que mana e corre

aunque es de noche! (…)

Aquesta eterna fonte esté escondida

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche”.

La Eucaristía es la fuente de la comunión en la Iglesia, en ella se realiza la unidad de todos los cristianos. Como bellamente recuerda un Padre de la iglesia antigua, lo mismo que los granos de trigo son muchos y están dispersos en los campos y se unen para formar un solo pan, así la Iglesia, siendo muchos los creyentes dispersos por el mundo, se unen en un solo cuerpo. Cuerpo de Cristo es la Eucaristía y cuerpo de Cristo la Iglesia.

La Eucaristía es fuente y expresión de la fraternidad, nos hace hermanos, creando la unidad y haciéndonos perseverar en ella. Los que se sientan a la misma mesa y comen del mismo pan constituyen una gran fraternidad extendida a lo largo del mundo.

Al contemplarte, Señor, en la Eucaristía veo en ella a mis hermanos, veo a la Iglesia que se extiende por todo mundo. Aquí, en este Misterio que adoramos, está la Iglesia confesante que en cualquier lugar del Orbe te proclama Señor; la Iglesia de los misioneros y la Iglesia de los mártires; la iglesia del dolor y la iglesia perseguida; las iglesias jóvenes y las de la vieja cristiandad; ahí, en la Eucaristía, están todos mis hermanos, cada uno con su historia y con su futuro; están los niños que comienzan a conocerte y los jóvenes que quizás te ignoran; están los que se encuentran cerca de tu Iglesia y los alejados, los creen y los que no creen.

Señor Jesús, en tu cuerpo eucarístico estamos todos los que formamos tu cuerpo místico, la Iglesia. Y cómo nos gozamos de saber que todos somos necesarios, que ninguno sobra, que cada uno tiene una misión importante en la vida de este cuerpo.

 

Acunado en el regazo de tu presencia, déjame Señor que esta exaltación se haga oración. Te pido por el Papa Francisco, para que lo fortalezcas y lo acompañes en su misión universal; te pido por el obispo Amadeo y por todos los obispos y sacerdotes del mundo que te hacen presente cada día, para que se identifiquen cada día más contigo. Señor, una oración muy especial por las vocaciones al sacerdocio, que nunca falten instrumentos de tu Presencia entre los hombres. Te pido también por los niños, por los jóvenes, por las familias, por los que no tienen fe ni esperanza; hazte presente en los que han olvidado el amor, por los que se han incapacitado para mirar nuestro mundo con corazón humano de verdad. Te pido, Señor, por todos los hombres y mujeres del mundo. Consérvanos siempre en tu amor.

3. El Señor vuelve al templo de donde salió, pero su Presencia no se queda encerrada en esas cuatro paredes. El Misterio que celebramos y adoramos en la Eucaristía está también en el hospital y en la cárcel, en las mujeres maltratadas y en aquellos esclavos a cualquiera de las adicciones; está en los que dejaron su casa y su tierra buscando otra mejor y en los que huyeron a causa del odio o la venganza, en los marginados y en los pobres, en los que viven sólo y en los que no tienen el amor de nadie; allí donde hay un hermano necesitado y una persona que en nombre de Cristo los ayuda, está el Misterio eucarístico. La Eucaristía no se acaba, no se puede acabar en el templo, la Eucaristía se prolonga en la calle, en el hermano pobre y desamparado, ellos también son la carne de Cristo, sus miembros más débiles pero no menos dignos, lo que más necesitan de misericordia.

En el Cenáculo, Jesús no sólo dejo el tesoro de su cuerpo y sangre sino también el del servicio a los hermanos. El lavatorio de los pies es casi un sacramento para los que creemos en Cristo, porque la Caridad no es optativa en la vida cristiana. Si Él, el Señor y Maestro, ha lavado los pies a los discípulos, nosotros debemos hacer lo mismo unos a otros.

Señor Jesús, amigo de los pobres y de los pecadores, que por nosotros te hiciste pobre y compartiste nuestra condición humana en todo menos en el pecado, te queremos reconocer en cada uno de nuestros hermanos, especialmente en los pobres y necesitados. No podemos, Señor, dignificar tu altar sin trabajar por la dignidad de todos los hombres; no podemos adornar el templo sin ser firmes defensores de la vida; no podemos adorarte sin también cuidarte en los pobres y marginados; no podemos comulgar contigo sin acoger a los que vienen a nosotros. Sabemos que no damos en la caridad lo que es nuestro sino lo que es de ellos, y las estructuras injustas de nuestro mundo les han quitado, por eso no podemos dar de lo que nos sobra sino de lo necesario, así hacemos como Tú que te has dado.

Con las palabra de la plegaria eucarística te pido: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido”.

II. San Juan de Ávila, como Doctor de la Iglesia nos sigue mostrando los tesoros de la fe, el tesoro de la Eucaristía. También, este año, por las calles de Baeza se seguirán escuchando sus enseñanzas.

La Eucaristía es un regalo del Señor, el regalo que nos hizo antes de subir al cielo: “La mejor prenda que tenía te dejó cuando subió allá, que fue el palio de su carne preciosa en memoria de su amor (Tratado del Amor de Dios, 14, 544).

Ante la grandeza de este don, sólo cabe la aceptación humilde y agradecida: “Pues ¿qué gracias te daré, Señor? ¿Cómo te alabaré por tal dádiva como ésta? ¿Dónde merecí yo tal honra? ¿Dónde me vino tal dignidad que quieras tú, Dios mío hacerme participante de ti? ¿Cuál de tus beneficios se puede igualar a éste? Grandísimo es el beneficio de tu encarnación, en el cual tuviste por bien de tomar mi humanidad en ti; mas aquí dasme la humanidad junto con la divinidad, para que, recibiéndola y encorporándola conmigo, venga a hacerme una cosa contigo” (Meditación del beneficio que nos hizo el Señor).

La Eucaristía es el don para el camino, el que fortalece en la debilidad y es refrigerio en el cansancio: «¡Come, recibe este Santísimo Sacramento! Que para eso quedó acá, para remedio de tus llagas y trabajos… que no solamente se llama Viático, porque nos da fuerzas para caminar cuando morimos, sino mientras vivimos
y sentimos desmayo en el camino. Cuando vos habéis de caminar, ¿no aparejáis alforjas, y comida, y bebida, y lo necesario? Pues así los que vamos en este camino, más desierto que el de Egipto, más seco de aguas, más enemigos en él, más serpientes, más gigantes, tierra que la llama Zacarías sombra de muerte, ¿no hemos menester provisión y comida?» (Sermón 46).

El maestro Ávila también se rinde ante el don de la Eucaristía haciendo de su saber oración: “¡Oh manjar divino, por quien los hijos de los hombres se hacen hijos de Dios y por quién vuestra humanidad se mortifica para que Dios en el ánima permanezca! ¡Oh pan dulcísimo, digno de ser adorado y deseado, que mantienes el ánima y no el vientre; confortas el corazón del hombre y no le cargas el cuerpo; alegras el espíritu y no embotas el entendimiento; con cuya virtud muere nuestra sensualidad, y la voluntad propia es degollada, para que tenga lugar la voluntad divina y pueda obrar en nosotros sin impedimento! ¡Oh maravillosa bondad que tales mercedes quiso hacer a tan viles gusanillos! ¡Oh maravilloso poder de Dios, que así puso, debajo de especie de pan, su divinidad y humanidad y partirse él en tantas partes, sin padecer él detrimento en sí! ¡Oh maravilloso saber de Dios, que tan conviniente y tan saludable medio halló para nuestra salud! Convenía, sin duda, que por una comida habíamos perdido la vida, por otra la cobrásemos, y que así como el fructo de un árbol nos destruyó a todos, así el fructo de otro árbol precioso nos reparase a todos. Venid, pues, los amadores de Dios y asentaos a esta mesa (Meditación del beneficio que nos hizo el Señor).

Como termina la hermosa plegaria eucarística de santo Tomás de Aquino, cantada por tantas generaciones de cristianos “Adoro te devote”, quiero terminar también esta exaltación siempre pobre e incompleta:

“Jesús, a quien ahora veo oculto,

te ruego que se cumpla lo que tanto ansío

que al mirar tu rostro cara a cara,

sea yo feliz viendo tu gloria! AMEN.

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

Contenido relacionado

Enlaces de interés