Carta pastoral del Obispo de Guadix, Mons. Ginés García Beltrán.
Queridos diocesanos:
La celebración del Año Santo de la Misericordia nos ofrece el marco para la reflexión que cada año hacemos por estas fechas al celebrar, en la solemnidad de San José, el Día del Seminario. Os invito a pensar en el don que supone para la Iglesia la presencia de los sacerdotes, y la necesidad de contar con un seminario que sea verdadera escuela del Evangelio, donde se formen los hombres que han de servir al pueblo de Dios haciendo presente a Cristo con su vida y ministerio.
Este año quisiera detenerme en la relación que existe entre el sacerdocio ministerial y la misericordia. El sacerdote lo es por la misericordia de Dios y lo es para mostrar a los hombres y al mundo esta misericordia.
Dios se fija en hombres como los demás, cargados de debilidades y pecados, y los mira con ojos de misericordia como miró a los primeros apóstoles. No elige a hombres capaces sino que los capacita para actuar en su nombre. Los sacerdotes hemos sido llamados por pura misericordia, estamos convencidos que otros pueden tener, y de hecho tienen, más cualidades que nosotros, pero nos rendimos ante la fuerza del misterio de una elección. No estamos llamados a comprender, sino a vivir confiadamente lo que Dios quiere, y a entregarnos sin reservas a la salvación de los hombres. En nuestras vidas experimentamos cada día el peso de la fragilidad, lo poco que somos para una misión tan extraordinaria. Y es de este sentimiento de donde nace nuestra fuerza. Basta la gracia de Dios para salir al mundo a anunciar el Evangelio. Los sacerdotes, por la oración y la entrega a los demás, tenemos que dejarnos transformar por Dios, dejar que nos cambie el corazón y que nos dé uno misericordioso como el suyo.
El sacerdote es testigo y ministro de la misericordia. Nuestro ministerio es ministerio de misericordia. Llamados por Dios a perdonar los pecados en su nombre, los sacerdotes han de tener un corazón capaz de acoger y comprender al que se acerca arrepentido al perdón de Dios. No somos los sacerdotes lo que juzgamos, sino los que abrazamos al penitente con los brazos del Dios de la misericordia. Hemos de condenar el pecado y devolver al pecador a la comunión con Dios y con la Iglesia. No nos cansemos de agradecer, queridos hermanos, este magnífico don que Dios nos hace a través del ministerio de los sacerdotes. Y nosotros, sacerdotes, no dejemos de ser cauces de la gracia que perdona y sana en el ejercicio cotidiano del sacramento de la penitencia.
Un hombre que experimenta el perdón de Dios ya no puede mirar de la misma manera a los demás. La misericordia para con los hermanos sólo puede brotar de un corazón reconciliado y agradecido. Los sacerdotes están llamados a mostrar la misericordia de Dios mediante la práctica de la caridad. La Iglesia y el mundo necesitan del ministerio de caridad de los sacerdotes. El que preside la comunidad en nombre del Señor ha de acompañarla y animarla a vivir en el amor a los demás, a practicar las obras de misericordia. Pero no se trata de dar sino de darse: «Así, pues, cuando haces una obra de misericordia, si das pan, compadécete de quien está hambriento; si le das de beber, compadécete de quien está sediento; si das un vestido, compadécete del desnudo; si ofreces hospitalidad, compadécete del peregrino; si visitas a un enfermo, compadécete de él; si das sepultura a un difunto, lamenta que haya muerto; si pacificas a un contencioso, lamenta su afán de litigar» (San Agustín, Sermón 358A).
No hace falta insistir en lo necesarios que son para la Iglesia los sacerdotes. Cómo sufren las parroquias que no cuentan con un sacerdote propio, y cómo sufren los cristianos que quisieran tener cerca a los sacerdotes, sobre todo en los momentos más importantes de la existencia humana. Esos sacerdotes que conocemos, y los quisiéramos tener en nuestros pueblos y ciudades, nacen de las familias cristianas y se forman en nuestro seminario. Si no hay familias cristianas que eduquen a sus hijos en la fe y los apoyen y acompañen en su posible vocación, no tendremos buenos sacerdotes; y si no tenemos un seminario que haga crecer en la vida de fe y alumbre la vocación que hay en el corazón de los jóvenes, formándolos para ser verdadera presencia de Cristo en la comunidad, no contaremos con los sacerdotes que a todos nos gustaría tener.
Os invito a dar gracias a Dios por el don del sacerdocio en la Iglesia, y en concreto, por cada sacerdote. Por los que tenemos más cerca y por los que no conocemos. Sólo se valora aquello por lo que se da gracias. Y no dejéis de pedir por vuestros sacerdotes. Pedid que sean fieles a la vocación que han recibido, que sean hombre de Dios y hombres del pueblo; contemplativos y entregados; cercanos a Dios en la oración y cercanos a la gente en sus dificultades. No os canséis de pedir cada día al Dueño de la mies que siga llamando a los jóvenes al sacerdocio, y que los jóvenes sean generosos en la respuesta a esta llamada. Dios espera mucho de los jóvenes, ojalá que ellos descubran que en el cumplimiento de la voluntad de Dios está la verdadera felicidad.
A todos nos gustaría tener muchos sacerdotes, y sobre todo que sean santos. Pues para esto sólo hay un secreto: orar e invitar a los jóvenes a seguir la vocación. Lo demás lo pone el Señor. Estoy convencido que nuestras manos elevadas al cielo y nuestro propósito de ser instrumentos de la llamada, moverán el corazón de Dios siempre dispuesto a regalarnos su presencia.
La Virgen María recibió la llamada de Dios a ser su madre y dijo que Sí. También acompañó con su silencio y su ternura el Sí de su Hijo a la voluntad del Padre hasta la muerte. Acompaña ahora el camino de la Iglesia y de cada uno de sus hijos para que el Sí a Dios sea ininterrumpido. Ahora le pedimos: Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Madre de la misericordia, ruega por nosotros.
Con mi afecto y bendición.
+ Ginés, Obispo de Guadix