Escrito de Mons. Ginés García, Obispo de Guadix, publicado en un periódico local el 11 de abril
Todavía, después de 2000 años, y sin excluir a los cristianos, nos sigue pareciendo desconcertante el modo que tiene Dios para expresarnos su amor. Si nos paramos a pensar en lo que celebramos en Semana Santa, hemos de reconocer que estamos ante unos hechos francamente “fuertes”. La muerte de un justo, que asume voluntariamente su destino-condena, en obediencia al plan de su Padre. Y en un escenario donde todo es confuso y complicado; donde los acontecimientos se precipitan sin saber realmente quien los lleva adelante. La búsqueda de culpables que se ha hecho a lo largo de la historia siempre ha sido injusta, y hasta trágica. La pasión de Cristo, en definitiva, es un plan bien trazado; me atrevería a decir, teológicamente bien trazado.
Es más acertado intentar leer con mayor profundidad los acontecimientos que han hecho de esta semana la más santa del año para los que nos llamamos cristianos. Para ello, el mejor camino es mirar a las personas que conforman el escenario de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Mirarlo a Él, y como dice San Pablo, tener sus mismos sentimientos.
Os invito a detenernos ante uno de los sentimientos de Cristo que descubrimos en los relatos evangélicos de la pasión: la soledad.
La soledad puede ser una de las mayores experiencias de fracaso. Cuando lo has dado todo, cuando has dejado la piel en lo que hacías, te encuentras con la respuesta de la incomprensión, de la insignificancia, de la retirada de los que creías tus amigos y confidentes. Es la soledad como presencia de la propia fragilidad y como puerta que se cierra al futuro.
Pero la soledad puede ser algo más, también puede ser necesidad y posibilidad. En muchos momentos, en momentos importantes de la propia existencia, necesitamos estar solos para entrar en nosotros, y hacer de los acontecimientos de nuestra vida experiencia que nos constituye y nos enriquece. Es importante hacer nuestro lo que vivimos para que no se vaya sin dejar huella. La soledad posibilita una mirada más objetiva al mundo y hasta a nosotros mismos. Desde la soledad se mira con realismo y con horizontes más amplios. Por eso, la soledad es también posibilidad.
Cristo vivió la soledad compartiéndola con la soledad de los mortales, con nuestras soledades. La soledad del Señor es compañera de la nuestra. Escribe a este respecto el teólogo Olegario González de Cardedal: “En Jesucristo, Dios ha compartido la soledad del mundo y del hombre que ha creado, justamente, para ser su compañero. Debilidad y poder de Dios verdadero al que nos unimos uniéndonos a Jesucristo, que ha sido solidario de todo lo que el hombre ha logrado de perfección y ha perpetrado de culpa. Él, que es el Hijo, se ha hecho nuestro hermano para que su destino sea el nuestro, y así nuestra soledad ha quedado habitada por su compañía” (Jesucristo, soledad y compañía, p. 11).
La soledad de Cristo en la pasión y en la muerte es una soledad habitada. Los sentimientos de silencio sin respuesta, de miedo y de fracaso se ven confortados con la presencia del Padre que da sentido a la entrega de Jesucristo. Pasar por la humanidad es pasar por esa soledad inevitable del sufrimiento y de la muerte, pero hacerlo en compañía. Cristo vive la soledad pero no está sólo, la voluntad de su Padre está con Él para salvar a los hombres. Este es el sentido verdadero de la pasión y muerte del Señor. Ese sentido que se descubre en toda su plenitud en la resurrección del Hijo.
El joven teólogo alemán, Joseph Ratzinger, escribía en su Introducción al cristianismo: “Cristo pasó por la puerta de nuestra última soledad, en su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde ya no podemos oír ninguna voz está él. El infierno queda así superado, mejor dicho, ya no existe la muerte que antes era el infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella. El infierno, o como dice la Biblia, la segunda muerte (Ap 20,14) es ahora el voluntario encerrarse en sí mismo”.
Dios nos muestra su amor en la entrega de la vida, porque sólo en una vida entregada se manifiesta el amor verdadero, el amor hasta el extremo.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix