Homilía en la ordenación de presbíteros

Mons. Ginés García Beltrán, Obispo de Guadix, el 21 de Septiembre de 2013.

«El Señor es mi pastor en manda me falta» (Sal. 22)

Las palabras del salmo son hoy para nosotros una verdadera profesión de fe. Sabemos, y así lo confesamos con el corazón pleno de gozo, que el Señor viene con nosotros y acompaña el caminar de esta iglesia. Es Cristo, Buen Pastor, el que cuida de nuestra comunidad diocesana porque es suya. Nos cuida porque su amor es eterno, porque su misericordia es infinita.

La celebración de esta mañana es prueba de su amor y de su preocupación por nosotros. A pesar de las dificultades que puedan surgir, y de hecho surgen, en nuestro camino, a la Iglesia nunca le faltará lo necesario para cumplir la misión que se le ha encomendado, porque no le faltará la asistencia de Espíritu Santo. El Señor se preocupa de la Iglesia y no permite que le falten los medios de gracia para vivir según su vocación. No faltarán, por tanto, los ministros que necesita para su servicio.

Cristo renueva hoy su amor y su presencia como Cabeza y Pastor de la comunidad con dos nuevos sacerdotes. Dos hermanos nuestros van a recibir el don del sacerdocio ministerial. Es una gracia para ellos, pero también lo es para nosotros, para la Iglesia. Reciben un don que es en favor del pueblo, para servir al Señor en los hermanos.

Cada uno de estos candidatos al orden de los presbíteros tiene su origen y su historia, han llegado hasta aquí por caminos y en circunstancias diversas. Pero en ningún caso es el fruto de una casualidad. Al principio ha habido una llamada. Lo dice el mismo Señor: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15,12).

1. Os invito, queridos hijos, a escuchar estas palabras del Señor, que hoy se dirigen de modo especial a vosotros. Vuestra vocación no es el resultado del azar, no es fruto de vuestro querer, es la expresión de un plan trazado por Dios para vosotros desde siempre. Un plan que ha nacido en lo más profundo de su corazón y para el que sólo ha necesitado vuestra libertad. Él os ha elegido, os ha llamado.

La grandeza del ministerio que hoy recibís por la imposición de mis manos, me provoca y me invita a detenerme en el misterio de la vocación, y en concreto, en el misterio de la vocación al sacerdocio ministerial. Ahora bien, sólo podemos a adentrarnos en este misterio, en el misterio de Dios y de sus planes, si escuchamos atentamente la Palabra de Dios y la meditamos en el corazón. Conocemos a Dios porque Él se nos ha dado a conocer. Por eso, volvamos a la Palabra que se nos ha proclamado, así llegaremos a vislumbrar el sentido de lo que hoy celebramos, con la convicción que no lo abarcaremos, sino que será el misterio quien nos envuelva a nosotros.

Cuantas veces os habréis preguntado, nos hemos preguntado todos: ¿por qué a mi?, ¿acaso no podría haber sido otro? Incluso habréis sentido la duda si la llamada era cierta, si no sería el fruto de la imaginación. Responder al por qué de una vocación es tarea imposible. No conseguiremos nada. A la llamada se responde o no se responde, pero no deja de ser una aventura como la vida misma. No sabemos lo que va a pasar mañana, pero no importa porque me fio de Aquel que me ha llamado (cf. 2Tim 1,12).

Es evidente que hablo de Misterio. La vocación es un misterio que sólo se puede entender desde el corazón mismo Dios. Lo hemos escuchado en la experiencia del profeta Jeremías. Antes de existir ya vivíamos en el corazón de Dios. «Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jer 1,4). Dios me pensaba y me ama desde siempre. Mi vida tiene un por qué, tiene una misión. No nacemos para nada, nacemos para una misión. La vida del hombre no es un capricho sin sentido, solo desde Dios la vida tiene sentido. No tenemos vocación, somos vocación.

La vocación, por tanto, no es una cuestión de aptitudes. Me gusta ser cura, quiero ser cura, no!. La vocación es algo de otro, pero algo para mí. Sólo desde el amor se puede entender la vocación. Dios te llama, te ha creado porque quiere que seas feliz, pero no con cualquier felicidad o a cualquier precio. Dios quiere que compartamos su vida, su gloria, a eso nos ha destinado. Y lo que no deja de ser sorprendente, a la vez que hermoso, es que nos ha puesto al lado de los otros para que con nuestra vida les mostremos el deseo de felicidad de Dios para nosotros.

A la llamada, como Jeremías, nos resistimos. Nos embarga el miedo. Hoy muchos jóvenes oyen la llamada en su corazón, pero tienen miedo; quieren seguridades pero en esto no hay seguridades. Sólo la fe hace posible la respuesta. «Me fio de Ti Señor», es lo que tenemos que decirle al Señor. A vosotros jóvenes os invito a decir: «Me fio de Ti, Señor». No os vais a arrepentir. Haced la prueba. Vosotros, Javier y Juan Diego, decirle al Señor cada día: «Jesús, me fio de ti». Eso es la vocación, en esto está el secreto de nuestro sacerdocio. No pongamos excusas para seguir a Cristo. Es Él quien realizará la misión, nosotros sólo somos pobres instrumentos en sus manos.

Al final, queridos hermanos, no hay más camino de plenitud que decir que sí a Dios. Con los miedos y las inseguridades propias de nuestra debilidad y nuestras limitaciones, pero con confianza, la que da el amor. Él disipara vuestros miedos y os afianzará sobre la Roca firme. No seréis vosotros, será Él en vosotros. Nos será vuestra palabra sino la suya.

2. La exhortación que hace San Pablo a los Efesios, os la hace el Señor a cada uno de vosotros: «Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados» (Ef 4,1). La ordenación sacerdotal no es, ni puede ser, un punto de llegada; no es la paga a años de esfuerzo, ni conquista de lo que os habéis ganado. No sois sacerdotes para estar tranquilos y tener una vida acomodada, o una condición social resuelta. El sacerdocio es un camino que habéis de recorrer en fidelidad, una vocación que habéis de renovar cada día. Tenéis que vivir como lo que sois. Y para esto no hay más que un camino, el de la intimidad con el Señor; tenéis que seguir acudiendo a la escuela del Divino Maestro para aprender de Él. La ausencia de intimidad con el Señor ahoga la llamada, confundiéndola con tantas palabras que pronuncia el mundo y con nuestras propias palabras que no son las de Dios. ¿Cómo viviremos identificados con Cristo si no hay una relación íntima y permanente con Él?.

Si el centro de vuestra vida no es Dios, vuestro sacerdocio estará vacío, y no daréis frutos. Os recuerdo que, muchas veces, tenemos la tentación de confundir a Dios con las cosas de Dios, y ponemos en el centro a personas o cosas que son en sí buenas, pero que no son Dios. Siendo Dios el centro, todo lo demás cobra sentido, pero sin Dios lo otro se convierte en ídolo que me esclaviza.

3. San Pablo, nos propone las actitudes propias de una existencia cristiana: «Sed humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad con el vínculo de la paz» (vv. 2-3). Podía pensarse que son también actitudes pastorales, y, realmente, lo son. Pero el apóstol se refiere a la vida cristiana en general. Esto nos hace recordar que primero somos cristianos, después pastores. Que el ministerio ordenado es una realización de la existencia cristiana, un estado de vida cristiana. No somos profesionales de lo sagrado, somos testigos y hermanos para los demás. Nuestra humildad no puede ser una pose, sino la actitud profunda del pecador al que se le ha encomendado una tarea que excede sus fuerzas; pero, al mismo tiempo, se siente honrado por la elección, y de ningún modo quiere defraudar a aquel que se ha fijado en él encomendándole el ministerio.

El Señor os constituye hoy pastores de su pueblo. La existencia sacerdotal, como la de Cristo, ha de ser «pro existencia», es decir, una existencia en favor de los demás. Nuestro minis
terio existe en función del pueblo de Dios. No se nos pone sobre el pueblo, sino con el pueblo. No somos jefes, sino servidores. Con ellos, compartiendo la fe y la vida, no nos cansamos de invitar a todos a encontrarse con el Señor, mostrando así el camino de la esperanza. El sacerdocio no es una vocación al conformismo. Conformarnos con lo que tenemos puede ser un pecado. Nuestro ministerio, vuestro ministerio, no puede conformarse con «pescar dentro de la pecera»; hemos de salir fuera, hemos de buscar a los que no están, a los que no vienen. Como afirma San Pablo, somos pastores «para el perfeccionamiento de los santos, y para la edificación del cuerpo de Cristo».

La expresión «perfeccionamiento de los santos» hace referencia a la santidad a la que todos estamos llamados y capacitados por el bautismo. Os invito, hermanos sacerdotes, a promover una verdadera pastoral de la santidad (cf. NMI, 32.33). Hemos de cuidar, a imagen del Buen Pastor, del pueblo que se nos ha encomendado. La cercanía, la preocupación, la escucha, la paciencia serán virtudes que irán entretejiendo una acción apostólica encaminada a hacer, no sólo buena personas, sino santos. No propongo una vida activa, que más tiene de nerviosismo que de entrega, sino una mirada desde los ojos de Dios. Mirar a nuestro pueblo como Dios lo mira, y quererlo como Dios lo quiere. En este sentido, podemos preguntarnos, ¿nos preocupamos de la vida interior de nuestros fieles? Para ello, no lo olvidemos, el testimonio de santidad tiene que empezar por nosotros. Nuestra vida en santidad es el mejor testimonio para todos, los que están cerca, y también los que están lejos.

Queridos candidatos al orden de los presbíteros, queridos sacerdotes, hoy vivimos tiempos recios para la fe; muchos se han alejado de la vida de la gracia, otros no han venido nunca. Vivimos en un desierto de fe, pero si tenemos sacerdotes celosos seguiremos construyendo comunidades vivas y acercaremos a muchos hombres a Cristo. Cito a San Josemaría cuando dice: «El celo es una chifladura divina de apóstol, que te deseo, y tiene estos síntomas: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer» (Camino, 934).

Nos ha dicho San Pablo que tenemos una medida: Cristo, el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. Estamos llamados a ser adultos en la fe y a hacer adultos en la fe. «Adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe. Esta fe –sólo la fe- crea unidad y se realiza en la caridad» (Card. J Ratzinger. Homilia en la Misa «Pro eligendo Pontifice», 18 de Abril de 2005).

Y, sigue diciendo el Apóstol: «para la edificación del cuerpo de Cristo. ¿Cómo podemos edificar la Iglesia? ¿Cómo edifica un sacerdote la Iglesia?.

Podemos responder: con nuestra oración, con el anuncio de la Palabra y la celebración de los misterios de Cristo, y con la vida de caridad. En definitiva, con la entrega de sí mismo.

La oración por el pueblo encomendado a nuestro cuidado es tarea principal del sacerdote. Ser orante por su pueblo, llegar en Cristo a lo que no somos capaces de llegar humanamente. Esta oración apostólica alcanza su culmen en la celebración diaria de la Eucaristía. El encuentro cotidiano con el Señor en el misterio eucarístico hace de la vida del sacerdote morada de su presencia, lo configura, lo hace sacramento de su amor. Así, la predicación de la Palabra no es desencarnada, es el fruto de la intimidad con el que es la Palabra. No habla el entendido, el estudioso, sino el testigo y el amigo.

Y la caridad, queridos hermanos. La caridad no es una actividad más de la Iglesia, es su corazón. Si no tengo amor no soy nada. La doctrina de la espiritualidad sacerdotal habla de «caridad pastoral», y ¿qué es la caridad pastoral, sino el amor por el pueblo, por este pueblo concreto? Somos ministros de la misericordia, hemos de ser instrumentos de misericordia. Hay muchos corazones heridos que hemos de curar, muchas soledades que hemos de habitar; hay mucho que escuchar y acompañar, muchas esclavitudes que liberar, muchos demonios que expulsar. Los pobres han de ser los primeros en nuestro ministerio, como lo fueron en el de Cristo. Cristo pobre es el camino para llegar a los hombres y mujeres que nos necesitan. Cada uno de los pobres son el mismo Cristo que llama a nuestra puerta. Lo hemos escuchado en el Evangelio: «misericordia quiero y no sacrificios». Muchas veces nos quejamos, y con razón, que nuestro ministerio no es fecundo por la falta de respuesta, por la indiferencia; nos pueden quitar muchas cosas, la misericordia nunca, el ser misericordioso nunca.

4 El Evangelio nos ha presentado la llamada –vocación- de Mateo, el recaudador de impuesto convertido en apóstol. Hay un hecho que quiero destacar de esta vocación. Jesús lo llama al seguimiento, y él, «se levantó y lo siguió». Sin embargo, la escena continúa en casa de Mateo, lo que no deja de ser curioso. Jesús va a su casa, entra en su vida. Nuestra vida es el lugar de la llamada de Dios, él nos conoce.

En la llamada, Jesús toma posesión de nuestra vida y es Él quien la lleva adelante. Jesús también visitó vuestra casa, queridos Francisco Javier y Juan Diego. Se fijó en vosotros, y os invitó a seguirle. Desde entonces habéis hecho un largo camino; seguro que no como lo habíais imaginado, pero en el que Él ha permanecido fiel. Ojalá hayáis aprendido a dejaros hacer por el Señor. Dejad que Él lleve vuestra vida, abríos a su gracia, a su amor. Ya veis que los sufrimientos, las incomprensiones y las soledades, los reveses de la vida, encuentran sentido cuando se ven desde Cristo y su misterio. Si miráis despacio vuestra vida, cada día, cada instante, comprenderéis que no hay uno sólo que no tenga sentido, que no haya sido para vuestro bien. Mirad adelante, recordad el pasado siempre con agradecimiento y poned la mano en el arado de la evangelización; sed audaces en el bien y comprometidos en la salvación de los hombres. Vivid siempre en la comunión de la Iglesia, y sembrad en el corazón de los hombres la esperanza de la vida que no se termina, porque es Dios mismo.

El Señor Jesús se hace hoy grande en vosotros. Realiza en vuestra vida el milagro de su amor. A partir de hoy contáis con su gracia para realizar la misión a la que os envía. San Beda el Venerable, nos dice en el Oficio de esta fiesta: «Es que el Señor, que lo llamaba por fuera con su voz, lo iluminaba de modo interior e invisible para que lo siguiera, infundiendo en su mente la luz de la gracia espiritual, para que comprendiese que aquel que aquí en la tierra lo invitaba a dejar sus negocios temporales era capaz de darle en el cielo un tesoro incorruptible» (Homilía 21). Esto es lo que el Señor hoy hace en vosotros.

5 Queridos hermanos y hermanas en el Señor, rezad por estos hermanos nuestros que hoy son llamados a formar parte del orden de los presbíteros, configurados con Cristo Cabeza y Pastor de la comunidad, para que sean fieles al Señor y le sirvan en los hermanos hasta el final, con la entrega de sus vidas.

Pidamos también por la perseverancia de los que han sido llamados, y por los jóvenes, para que atentos a la voz de Dios, sean generoso en la respuesta.

Miramos a la Virgen Santísima; Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, y le pedimos que nos acompañe siempre, que no nos deje nunca de su mano. Y que acompañe el camino de estos dos nuevos sacerdotes. María, danos tu fe, afianza nuestra esperanza y haznos fuertes en la caridad. Danos siempre el fruto bendito de tu vientre, Jesús.

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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