Homilía del obispo de Guadix, Mons. Ginés García
Convocados por el Señor, nos reunimos esta mañana, en asamblea litúrgica. La Eucaristía es la manifestación más plena de la Iglesia, y la Misa Crismal, el momento en que esta realidad se hace especialmente visible. El Obispo rodeado por su presbiterio, con la participación del entero Pueblo de Dios –manifestado en las distintas vocaciones y estado de vida cristiana- hacen presente a la Iglesia, que ofrece al Padre el sacrificio de su Hijo, Jesucristo, como alabanza a su gloria y salvación para todos los hombres.
Querido hermanos sacerdotes.
Ilmo. Sr. Vicario General y Vicarios Episcopales.
Excmo. Cabildo Catedral.
Seminaristas.
Miembros de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica.
Hermanos y hermanas en el Señor.
Hemos repetido, hace unos momentos, en la oración colecta: “Oh Dios, que por la unción del Espíritu Santo constituiste a tu Hijo Mesías y Señor, y a nosotros, miembros de su cuerpo, nos haces participes de su misma unción”.
Efectivamente, Jesucristo es el ungido del Padre, unción del Espíritu Santo de la que también nosotros participamos porque somos su cuerpo, pues por el bautismo hemos sido incorporados a la nueva vida de Dios. Esta es la gracia obtenida por la Pascua del Señor, y la fuente de donde brota el caudal de nuestra vida cristiana.
La unción de Cristo es nuestra unción; por tanto, la vocación y la misión de Cristo es también la nuestra, la de toda la Iglesia. Los sacerdotes, por el sacramento del Orden, se identifican de un modo especial con Cristo, Cabeza y Pastor de la comunidad. Identificados con Él, por el bautismo y el orden, están llamados a ser signo de su presencia amorosa en medio del pueblo, dando testimonio constante de fidelidad y amor.
La vida cristiana, y, de un modo especial, la vida sacerdotal, hacen referencia a Cristo. Cristo es el fundamento sobre el que se asienta la solidez de nuestra vida, la referencia de nuestro ser y obrar, la fuerza para caminar sin desfallecer, y el sentido que guía nuestro pasos. La mirada constante a Cristo y a su misterio es la mejor garantía para no desviar nuestro camino, para no construir sobre arena, y para no desfallecer en medio de los avatares de la vida y del ministerio.
1. Jesús, el Ungido de Dios.
Las palabras proféticas de Isaías, que acabamos de escuchar, han tomado carne en Cristo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”, nos dice él mismo en el Evangelio. La unción identifica al Hijo consagrándolo delante de nosotros.
Sabemos que, como enviado del Padre, su palabra y sus obras son la presencia de Dios entre los hombres. Jesucristo es sacramento del Padre en el mundo, un signo claro de que Dios nos ama, y sabemos de la plenitud de su amor porque ha llegado hasta la muerte para salvarnos, y para darnos la posibilidad de compartir su misma vida.
La incorporación a la vida de Cristo por el bautismo, nos ha hecho también a nosotros participar de su misma unción. Hemos sido ungidos por Dios para configurarnos con Él y participar de su misión.
¿Cuál es, por tanto, nuestra vocación? Cristo. Y, ¿cuál nuestra misión? La de Cristo. ¿Cómo no situaremos entonces en la realidad? Como Cristo. Cristo no debería caerse de nuestros labios, de nuestros deseos, ni de las intenciones, pero, sobre todo, no debería caerse de nuestro corazón. ¡Ay si Cristo fuera la referencia real de cada cristiano, de cada sacerdote!, cómo cambiaría todo, y, en primer lugar, cómo cambiaríamos nosotros, cómo cambiaría nuestra vida.
Os invito, mis queridos hermanos y hermanas, a volver a poner a Cristo en el centro de nuestra vida. Atrevámonos a dejar que sea el que marque nuestro camino, el que configure nuestro pensar y hacer, el que motive toda nuestra existencia. Cristo tiene que ser nuestra vida, nuestra paz, nuestra libertad, nuestro amor, y nuestro todo. ¿Qué seríamos sin Él?, ¿qué somos sin Él? Nada. Pues, entonces, ¿por qué no dejarnos hacer por Él?, ¿por qué no vivir y descansar en Él?
Para nosotros, queridos hermanos sacerdotes, esta convicción tiene una profundidad especial, “porque la referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de nuestro sacerdocio” (PDV, 12). Hemos sido ungidos para ser presencia sacramental de Cristo. El día de nuestra ordenación, el obispo al entregarnos la ofrenda que habíamos de ofrecer a Dios por nuestro pueblo, nos dijo: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
2. Identificación de la vida con el ministerio.
Conformar nuestra vida con la del Señor, concretamente, con la cruz del Señor; es decir, hacer que nuestra vida y ministerio sean una misma cosa, estén existencialmente unidos. No hago de sacerdote, soy sacerdote. Y no hay ámbito de nuestra vida que quede al margen de nuestro ministerio. Se engaña el que piense que puede vivir “su vida”, y actuar como ministro del Señor. No actuemos, queridos hermanos sacerdotes, seamos verdaderamente presencia sacramental del Señor Jesús.
Por el sacramento del Orden somos configurados con Cristo, de tal forma que actuamos en su persona, es pura gracia; sin embargo, está en nosotros, siempre con su gracia también, ir conformando nuestra vida con la suya; hacer de nuestra existencia una oblación total al ministerio al que hemos sido llamados. Para esto, hemos de superar la lógica de la “condición”.
Esta lógica de la “condición”, que es mundana, nos hace ser nosotros el centro de la escena de nuestra vida y ministerio, poniendo a Dios a nuestro servicio. Calculamos los que nos conviene, lo que nos interesa, hasta dónde podemos y queremos llegar. Ponemos condiciones a nuestro pueblo, y también a Dios. ¿Qué subyace en esta lógica? En el fondo, una gran falta de confianza en el Dios que nos ha llamado, y nos ha enviado. Un ministerio vivido acomodaticiamente, muchas veces ejercido con desgana y buscando el mínimo esfuerzo, un ministerio hecho a nuestra medida, rompe la comunión y hiere a nuestro pueblo.
Renovemos, queridos hermanos sacerdotes, la gracia que recibimos por la imposición de manos, y renovemos la ilusión por servir al Señor con todo lo que somos y lo que tenemos; pongamos al servicio de la Iglesia nuestros dones, que son muchos, sin medida ni condiciones. Tengamos la santa valentía de volver a decirle al Señor: Contigo… Donde tú quieras y cómo tú quieras. Vivamos, en fin, la libertad de amarlo con todo nuestro ser.
3. Nuestra vocación es a la santidad.
Nuestra vocación sacerdotal, como la de todo el pueblo cristiano, es una vocación a la santidad. Estamos llamados a ser santos, y no podemos conformarnos con menos de ser santos. La santidad no es una meta inalcanzable, todo lo contrario. La vida y el ministerio sacerdotal son el camino de nuestra santidad. No se pide de nosotros heroicidad, sino fidelidad, entreg
a y perseverancia. El ejercicio humilde y callado de nuestro ministerio nos hace santos. Unidos a Dios y entregados a su pueblo llegamos al cielo, que es la patria definitiva.
Nos alumbra el testimonio gozoso de nuestros hermanos sacerdotes que acaban de ser beatificados en Almería. Ellos son como nosotros, son de los nuestros, y nos enseñan el camino del testimonio en la entrega de la propia vida. No todos estamos llamados a derramar la sangre, pero sí a entregar la vida día a día. Conmueve conocer sus vidas y la historia de su martirio; cómo entregaron su vida como servicio de unidad, perdonando a los que los sacrificaban. Murieron por un título de gloria: ser sacerdotes de Jesucristo.
Estoy convencido que el testimonio de su entrega va a ser un camino cierto de renovación y vitalidad para nuestra Iglesia, y un acicate para que los jóvenes respondan a la llamada que el Señor les hace a seguirlo en la vida sacerdotal y consagrada.
Queridos seminaristas, estos mártires fueron también alumnos de nuestro seminario como lo sois vosotros. Esto es un regalo que Dios nos hace, pero también un compromiso, una tarea en el momento actual para nosotros. Ellos nos enseñan que la vida sirve si se entrega. En ellos se cumple la eterna paradoja evangélica: “el que pierde su vida la encontrará”.
4. En comunión con la Iglesia y con el Sucesor de Pedro.
El ministerio sacerdotal nace y se desarrolla en el campo de la Iglesia, y sólo en la comunión con la Iglesia puede ser fecundo. La comunión es un elemento fundamental en el ejercicio del ministerio. Somos, y tenemos que ser, instrumentos de comunión, tanto dentro de la Iglesia, como fuera de ella. “Hoy, la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelización… exige sacerdotes radical e íntegramente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral, marcado por la profunda comunión con el Papa, con los Obispos, y entre sí, y por una colaboración fecunda con los fieles laicos, en el respeto y la promoción de los diversos cometidos, carismas y ministerios dentro de la comunidad eclesial” (PDV, 18).
Esta comunión solo es posible si nos empeñamos en formar a nuestros fieles en el respeto y en el afecto a la Iglesia, ¿o acaso se puede seguir a aquello que no se quiere? Sin amor a la Iglesia, a una Iglesia real y no ideal o idealizada, no construimos comunidad, ni creamos comunión. La verdadera renovación es siempre fruto del afecto. La tentación ingenua de suscitar dudas sobre la palabra de la Iglesia o del Papa, tiene siempre como consecuencia, además de la confusión del pueblo, una relativización de la propia Iglesia y de las enseñanzas de los pastores, y no sólo ahora o en este, sino también en el futuro.
Quiero, en esta Misa Crismal, y creo recoger también vuestros sentimientos, renovar nuestra religiosa y cordial adhesión, así como nuestro afecto más sincero, al Papa Francisco, sucesor del apóstol Pedro, que nos sigue confirmando en la fe, siguiendo el mandato del Señor, como lo han hecho sus predecesores. Pidamos de corazón por su persona e intenciones.
También al interno de nuestra comunidad diocesana hemos de fortalecer los lazos de comunión para ser testimonio creíble del Evangelio en nuestra sociedad. Como decimos en nuestro Plan de Evangelización, estamos llamados a ser una Iglesia que acoge, que comparte, y que busca.
5. Los jóvenes y las familias campos prioritarios de nuestra pastoral.
Al hablar de nuestra pastoral diocesana, me vais a permitir que me detenga en dos campos que han de ser prioritarios para la diócesis, y, más en concreto, para nuestro ministerio sacerdotal. Me refiero a la pastoral de la familia y a los jóvenes.
Como nos recuerda el Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, “el deseo de familia permanece vivo, especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la Iglesia. Como respuesta a este anhelo el anuncio cristiano relativo a la familia es verdaderamente una buena noticia” (AL, 1). Por eso, todos “estamos llamados a cuidar con amor la vida de las familias, porque ellas no son un problema, son principalmente una oportunidad” (n. 7).
La recepción de esta Exhortación pontificia, frutos de la colegialidad expresada en el Sínodo de los obispos, será una oportunidad preciosa de renovación de nuestra pastoral matrimonial y familiar, también la ocasión de formar las conciencias, y no pretender sustituirlas (Cf. AL, 37).
La renovación de la pastoral familiar, ha de suponer también la oportunidad de incidir en la misión con los jóvenes, acompañándolos para que “reconozcan y acojan la llamada al amor y a la vida en plenitud” (Lineamenta Sínodo 2018). El Señor Jesús tiene que decirles mucho a los jóvenes de esta generación, como lo ha dicho generación tras generación. Nuestra misión es ser instrumentos para que este encuentro sea posible.
En el encuentro con el Señor, el joven descubrirá también cuál es la vida a la que lo llama; y a la luz de la Palabra de Dios, habrá de realizar un discernimiento que esté marcado por la confianza en el Dios que lo llama a su servicio, y por la generosidad de la respuesta.
Los sacerdotes, hermanos míos, no podemos quedarnos al margen de esta llamada pastoral. Nuestro testimonio es fundamental para las familias y para los jóvenes. E buena medida, la pastoral de las vocaciones está en nuestras manos. Un sacerdote ilusionado, ilusiona; un sacerdote entregado con alegría es una invitación clara al seguimiento de Cristo, y a la respuesta generosa a su llamada. “Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas” (EG, 107). Invitemos, pues, a los jóvenes a escuchar la voz de Dios que resuena en su corazón.
Con esta confianza, yo también quisiera gritar a los jóvenes de nuestra diócesis: “No tengáis miedo de escuchar al espíritu que os sugiere opciones audaces; no perdáis tiempo cuando la conciencia os pida arriesgar para seguir al Maestro” (Carta del Papa Francisco a los jóvenes, 13 de enero de 2017).
Volvamos la mirada a María, la Virgen, para descubrir en ella el modelo de nuestro seguimiento al Señor; aprendamos de ella a escuchar, a acoger la Palabra para meditarla en nuestro corazón, y a ponernos en camino, saliendo de nosotros mismos, para servir a los más pobres y necesitados.
Pidamos también la intercesión de los pastores mártires, corona de nuestro Presbiterio.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix